Llevar a escena un clásico suele ser un desafío, y si además esa representación es la primera que se realiza en el teatro local la situación se complejiza. Ese es el caso de La naranja mecánica, la puesta con versión escrita y dirigida por Manuel González Gil. Pensada para ofrecerse inicialmente en el teatro comercial, con el respaldo del productor Javier Faroni, el director pensó en una estrategia más viable en el contexto de crisis actual, y decidió estrenar en el circuito alternativo, algo que ya se practica en Londres, una de las capitales más teatrales del mundo.
Inspirada en la novela de Anthony Burgess, publicada en 1962, y en la versión cinematográfica de Stanley Kubrick, de 1971, la obra recrea la historia de Alex y sus amigos “los drugos”, quienes se divierten violentando a otras personas. Ese derrotero delictivo es el que finalmente lleva a prisión por asesinato al protagonista, quien se somete al método Ludovico, una técnica conductista de rehabilitación impulsada por el gobierno para resocializar a los prisioneros y así disminuir el delito.
Sin sacrificar la esencia de un relato que en el cine devino película de culto, pero que también generó voces detractoras, la adaptación de González Gil crea una atmósfera propia que no esquiva la complejidad de la trama. Por el contrario, consciente de que la violencia es el eje de la historia, el director resuelve con la crudeza justa los instantes más dramáticos donde se alternan golpizas y hasta una violación.
Su representación es lúdica, y netamente teatral, y eso se observa en su decisión de que el elenco de siete actores y una actriz se multipliquen en más de veinte personajes que rotan, aparecen y desaparecen cuando el relato así lo requiere, y llenan la totalidad del espacio escénico, incluso rompiendo la cuarta pared y caminando entre las butacas. Esa docilidad actoral se complementa cuando cada actor interviene también en la disposición de la escenografía, moviendo y adaptando los elementos para cada escena, como si fueran magos revelando sus trucos al público, pero sin dejar que se pierda la magia de la convención teatral.
En ese punto -el actoral-, se encontraba otra de las dificultades. Encarnar al villano Alex no era tarea sencilla, más aún después de una actuación tan sobresaliente como la de Malcolm McDowell en la pantalla grande. Era necesario un actor que fuera capaz de condensar “una mezcla de diablo y ángel”, tal como definió el director al protagonista, y Franco Masini fue el elegido. Su interpretación abría otro interrogante, y despejada la inquietud puede decirse que, al igual que sucede con el trabajo de dirección, su protagónico logra evocar al icónico personaje, pero aportando rasgos dramáticos propios que sostienen una personalidad ambivalente que pasa por distintos estados, desde el sarcasmo y la crueldad, hasta la inocencia y la indefensión. En ese camino que Masini transita para abandonar el papel de victimario y convertirse en una víctima, lo acompañan otras actuaciones igualmente logradas como las de Toto Kirzner, Tomás Wicz y Francisco Ruiz Barlett, quienes también asumen roles importantes como el del científico que supervisa el método Ludovico, el alcalde y el capellán de la prisión, respectivamente.
Si algo tampoco podía descuidarse en una versión teatral de La naranja mecánica era la música, y a cargo de Martín Bianchedi ese elemento se hace escuchar desde el inicio con una potencia que le otorga identidad al texto. Aun antes de empezar la función, suena “Singing in the rain”, interpretada por Gene Kelly, como un guiño dirigido al espectador que remite a aquella escena improvisada por McDowell. Y más tarde, durante la pieza se alternan composiciones originales con otras inspiradas en la música clásica de la cual Alex es devoto admirador, y que se convierten en leitmotivs musicales como en el caso de “Himno a la alegría”, de la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven, interpretada en una ocasión por Stella Maris Faggiano, y La gazza ladra, de Gioachino Rossini.
Como en la historia creada por Burgess, la obra encuentra su punto más fuerte y atractivo en la dimensión política que reactualiza un debate universal en torno a qué hacer con el delito. Y esa discusión irresuelta interpela de modo más directo en el instante en el que algunos indicios llevan a ubicar la historia en el contexto local. Así ocurre cuando el personaje del Ministro, interpretado por Enrique Dumont, se encuentra arrinconado por las críticas del capellán frente a los polémicos resultados del método Ludovico, y parafrasea una estrofa del Himno Nacional Argentino, sustituyendo “Libertad, libertad, libertad”, por “Seguridad, seguridad, seguridad”. Es en ese intercambio entre los representantes del Estado y la Iglesia que se exhibe el momento más jugoso de una puesta que termina de convencer al disparar un sinfín de reflexiones que invitan a pensar soluciones más allá de la demagogia punitiva.