La colcha era roja. Y tapaba la única cama. La única cama para diez hijos. Estaban todos en la vereda. No era un ritual litúrgico de un tango nostálgico de barrio. Era el único oxígeno para esa familia en donde los partos venían y las ligaduras de trompas se negaban en el Hospital de San Martín. En Esteban Echeverría, en el 2017, una manzanera me contó que a ella, en la dictadura, le habían ligado las trompas sin preguntarle. Lloraba todavía por la familia numerosa que había querido tener y se la habían cortado por la fuerza. 

Nunca se trata de qué elegir, sino de que elijan por ellas. Pero las que parecía que no tenían elección sí elegían, mucho más allá de las clases bienpensantes o juzgantes. En pleno duhaldismo, mientras las manzaneras eran demonizadas como punteras tonteadas a dedo por el poder político, ellas no repartían solo la leche, pedían anticonceptivos hasta que la fuerza de su pisada en los barrios consiguió doblegar al conservador peronismo y fue gran parte del motor de la fuerza de la Ley de Salud Sexual y Procreación Responsable que se aprobó en el 2002. La palabra responsable es horrible. No es goce, sino deber. Pero la pongo en un trono de reivindicación histórica justamente por el valor al revés que prueba su triunfo y eso quiere decir que la ley no la sacaron por su propia voluntad, sino por el empuje de las doñas que pedían leche y pastillas, pastillas y leche. 

El feminismo en la Argentina es popular. Y en la masividad que se forma en el 2015, a partir de Ni Una Menos, se sientan las bases que no borran las diferencias de clase, de identidad, de etnia y de todo lo demás. 

Milagro Sala mandó una carta al Encuentro de Mujeres de Rosario, en 2016, en donde en el río se leyó su proclama de libertad y derecho al chapoteo para todas y la denuncia del estigma de las negras mandadas al matadero por delito aspiracional. En Trelew, el año pasado, el desierto golpeó con la tierra en el viento la consolidación de un Encuentro Plurinacional y en las bardas la horizontalidad hizo escuchar de Guatemala a Chubut que ser mujeres es ser originarias, ancestras, morochas, morenas, bajas, travas, trans, gordas, no binaries, lesbianas y más. 

La libertad de Higui, que se defendió del odio por no ser la mujer que querían que fuera quienes no la querían sino más que para disciplinarla, la lesbiana que no aceptó ser rehén de los malos de su barrio, estuvo a través de los carteles con las travas bullangueras en el teatro en el que se denunció la violencia contra Thelma Fardin, en el diciembre que estalló en la calle, la tele y las redes la tolerancia al abuso sexual. Y Thelma estuvo en el acampe de La Garganta Poderosa.

Y ella, las ellas, las pibas que me enseñaron que la disputa se da en la mesa, en Tucumán o en el conurbano. Las Daianas que pelean con el cuchillo su porción. Porque a sus hermanos les sirven dos milanesas y a ellas una. Y la preferencia no entra en ningún indicador de desigualdad que no sepan las pibas que se quedan con hambre. A ellas las conocemos, las vemos, las abrazamos, las peleamos, las estamos. No somos todas iguales. Luchamos contra las desigualdades, no solo las de género, sino las más profundas. Pero con la tierra en las palmas, las historias en los abrazos y la leche, las milanesas, las camas y las pieles como una marca indeleble de un feminismo popular que no hay liquid paper blanco que pueda hacer borrar.