Las noticias sobre la desintegración productiva que atraviesa la industria nacional ya son moneda corriente. Este proceso tomó una velocidad alarmante en los últimos tiempos: una caída de 10,8 por ciento interanual en enero, luego de un 2018 que cerró con una baja de 5 por ciento, con una marcada aceleración en el último trimestre (-12,3 por ciento). Estos datos incluyen sectores con desplomes superiores al 50 por ciento, reflejando así la situación límite que atraviesa el complejo manufacturero. Como consecuencia, la mitad de las máquinas están paradas y el correlato en el mercado laboral es igual de preocupante: 120.000 empleos industriales registrados destruidos en apenas tres años. 

Las perspectivas para 2019 son igual de malas: todo indica que el año cerrará con otra fuerte caída, profundizándose el declive de estos últimos tres años. El mercado interno, principal destino de la industria, seguirá debilitado por la persistente contracción del poder adquisitivo. La construcción, que fue un motor de demanda de productos industriales en 2017, aún no encuentra piso -de hecho, el último dato oficial publicado esta semana muestra una caída de 15,7 por ciento para enero. La única noticia positiva podría venir –y con serias dudas– por el lado de las exportaciones, aunque con impacto reducido y en pocos sectores (ej. automotriz o insumos difundidos).

Cabe recordar que el tristemente célebre “Plan Australia” lanzado en 2016 apuntaba a una reconversión productiva gradual de los sectores industriales “tradicionales” (ej. textil o metalmecánica), cuyos empleos iban a ser absorbidos por los sectores “dinámicos” y “competitivos” (ej. biotecnología, alimentos y bebidas, software). Claramente, esto no sucedió: los primeros atraviesan una crisis profunda, similar a la de los años ‘90 o la de la última dictadura militar, mientras que los últimos están estancados o inclusive caen.

En efecto, ni siquiera la rama de alimentos y bebidas, emblema de la apuesta por convertirse en el “supermercado del mundo”, escapa a la crisis industrial: este sector exhibió caídas durante los tres años de gestión, según datos oficiales del Indec (-1,2 por ciento en 2016, -0,2 en 2017, -1,5 por ciento en 2018). Y lo cierto es que, gracias a una feroz apertura comercial, tenemos más bien al mundo en nuestro supermercado, con bienes importados en las góndolas incluso en productos como fruta, verdura y carne.

Lejos del proceso de “reconversión productiva” y “modernización” que planteaba originalmente el gobierno, los sectores industriales atraviesan una situación límite que podemos denominar –reversionando a Schumpeter– “destrucción no creativa”: las empresas que bajan la persiana no dan lugar a nuevos actores en otros sectores hipotéticamente más dinámicos. De hecho, se observa el cierre de empresas que inclusive tendrían potencialidades para crecer, en otro contexto económico y con una serie de políticas de apoyo correctas. Y en simultáneo, no se detecta un nacimiento y reemplazo de estas empresas por otras firmas en ramas de alta productividad, como plantea el gobierno en su mundo virtual.

Las políticas sectoriales son muy pocas y no alcanzan a compensar el adverso contexto macroeconómico y la orientación política general. El caso de la Ley de Compre Nacional es ilustrativo: si bien su espíritu es positivo -utilizar el poder de compra del Estado para desarrollar proveedores locales-, el ajuste fiscal y la paralización de la obra pública implica que no pase de buenas intenciones.  

A pesar de que economistas autodenominados “serios” intentan asociar a la industria con estrategias pasadas de moda, en los últimos años la política industrial volvió a tomar gran centralidad en los principales países del mundo. Industria 4.0, inteligencia artificial, big data, política industrial “verde”, nuevos materiales, entre otros, son los conceptos que hoy discuten los policy makers en las principales potencias. Asimismo, se observa una revitalización de las políticas de administración del comercio internacional, como refleja el conflicto entre Estados Unidos y China. En este contexto, luce más pasado de moda aspirar a ser el granero-supermercado del mundo en pleno siglo XXI.

Defender a la industria como un sector clave para el desarrollo de nuestro país no implica aplicar acríticamente las recetas de la industrialización por sustitución de importaciones de los años ‘50/’60. Significa ser consciente de la densidad del entramado productivo, la capacidad empresarial, la red de proveedores y el know-how tácito que poseen las cadenas productivas que conforman la industria nacional. Y sobre todo, tener en claro que son activos estratégicos a cuidar y potenciar.

La industria del futuro obliga a mejorar las políticas del presente, adaptándolas y actualizándolas permanentemente. Pero, sobre todo, exige cambiar el enfoque que tiene la actual gestión. En Argentina, como en el mundo, la industria no es cosa del pasado. Incluso, sigue siendo sinónimo de innovación, empleo de calidad, tecnología y valor agregado, todos insumos fundamentales para una economía que aspira alcanzar un desarrollo sostenido.

* Directora de Radar Consultora.