“Escribo cuando algo me molesta”, dice Rubén Blades y es uno de los tantos conceptos deslizados en el documental Yo no me llamo Rubén Blades, dirigido por el también panameño Abner Benaim. Otro, el más poderoso, es el concepto que gira en torno de la muerte: a los 70 el músico advirtió que el final está ahí, posible, cercano. La muerte la descubrió, dice al comienzo de la película, a los cuatro años, cuando pasó un cortejo fúnebre por la calle y la abuela le explicó qué significaba exactamente esa caravana de autos negros. “Tengo más pasado que futuro. Yo ya he escrito mi testamento. Y el documental es parte de mi testamento. Son cosas que si no las digo yo y no las aclaro ahora, otros van a tratar de interpretarlas y no va a ser lo mismo”, dice.

Él mismo es uno de los productores de la película. El dato  convierte instantáneamente al film en una biopic autorizada, un espejo que es en el que le gusta mirarse. Ese reflejo es de todos modos fascinante, un prisma que muestra destellos de lo que Blades es –uno de los músicos populares vivos más trascendentes de todo el planeta– y lo que pudo haber sido. Por ejemplo, presidente de su país. Estudió Derecho en Harvard y, en el período de dedicación full time a la política, dejó que la pureza de una obra artística de dimensiones existenciales y filosóficas extraordinarias se licuara en el fango proselitista. El utopista debió ceder a la realidad. 

Pero hay mucho más en Yo no me llamo Rubén Blades: de pronto aparecen Sting y Paul Simon para repetir frente a cámara algunos lugares comunes de quien fuera bautizado peyorativa o laudatoriamente –de acuerdo quién– “el intelectual de la salsa”. Más interesantes son los testimonios de músicos surgidos de la médula de la patria centroamericana, como Danilo Pérez, Ismael Miranda o Residente. La mirada de Benaim (director, entre otras películas, de Empleadas y patrones, precursora temática de Roma) trasmite el peso específico de la figura del panameño, una figura reflexiva que sabe lo que representa más allá incluso de los perímetros de la latinidad. 

Intelectual o no, Blades fue el hombre que le dio contenido literario a la salsa. Su estatura cultural es insondable y Yo no me llamo Rubén Blades la sugiere en un tono sobrio, nada enfático. Algunos hitos son destacados, como el de su paso por la gran corporación discográfica de la salsa en Nueva York, Fania Records. Entre un mejunje caribeño y popular del cual formaban parte de Celia Cruz y Tito Puente a Ray Barretto y Héctor Lavoe, salió disparado desde el salón de baile para llevar a cabo su propia y formidable revolución. En lo textual, Blades es a la salsa lo que Bob Dylan al folk estadounidense. No sonó extraño que dentro de la cantinela armada alrededor del Nobel a la Literatura a Dylan muchos hayan nombrado merecimientos análogos en las obras de Chico Buarque y Blades. 

El documental abandona cabos que quedan un tanto sueltos, como su distanciamiento con Willy Colón, la sorda competencia librada con Héctor Lavoe, la inserción como actor en Hollywood, su posición política frente a Venezuela que provocó un árido debate público con Silvio Rodríguez o la aparición de un hijo. De haber profundizado cada tema hubiera sido, es verdad, como le gustaba decir a Leonardo Favio, “un eternometraje”. “Tuve que elegir –contó Benaim– qué dejar, qué sacar. Prioricé el retrato emotivo”. El film gana cuando se detiene en temas pequeños, sensibles, como la colección de comics que conserva y exhibe en su buhardilla. O un gesto, o un saludo callejero.

Queda claro que al cruzarse con el portorriqueño Willie Colón dio vuelta la historia –no solo de la salsa, de la música popular toda– como una media. Fue un período irrepetible. “Era como si fuéramos Los Beatles”, dice Blades, y no parece exagerar. El disco Siembra, de 1978, con “Pedro Navaja” a la cabeza, provocó un terremoto regional acerca de las posibilidades ilimitadas de la canción. De la yunta con Colón aparecen buenas imágenes de archivo, en blanco y negro, de la interpretación de “Plástico” en vivo. También se ven videos de Lavoe y de la represión del ejército norteamericano a una manifestación en el Canal de Panamá que forjó, dice, un sentimiento antiimperialista presente en canciones como “9 de enero”, “Tiburón” y tantas más. “Esa represión me politizó para siempre”, dice.

En casi una hora y media recorre sitios estratégicos de su vida: el barrio natal, la esquina neoyorquina “del 8 y del 2” que menciona en “Buscando guayaba”, la universidad… Yo no me llamo Rubén Blades (el título juega con su intención de empezar a hacer una música diferente a la que se espera de él, con otro nombre) deja de manifiesto que es mucho más que el hombre detrás de la perfección narrativa de “Pedro Navaja”. Ahí está, en su casa, mostrando fotos con celebrities –James Taylor, Bruce Springsteen, Dizzy Gillespie– y luego en su cuarto adolescente, escuchando una tremenda de salsa, y bailando como el niño que fue. En ese cuerpo adulto, esa cadencia, su gorra, la remera, la danza, aflora una verdad entrañable: Blades, el genio, conecta con el chico de las veredas panameñas de la década del 50. 

El tiempo es, al fin, el protagonista de la película. Parece inevitable que Yo no me llamo… esté impregnada de una tersa melancolía. En 1999 sacó un disco maravilloso, que pasó inadvertido. Se llamó precisamente Tiempos, es tristísimo y cuenta con la participación clave del trío costarricense de cámara  Editus. Uno de sus temas, “Vida”, tiene una belleza desoladora: “Y la marea del tiempo lleva y trae nuestras contradicciones / y entre regreso y despedida cicatrizan los errores”. El tiempo, siempre.

Abner Benaim intentó un retrato emocional. El retrato está: lo corona Blades cuando baila en su cuarto, como un conjuro de los 70 años que lo abruman. “Yo siempre pensé que me iba a morir joven”, dice. Cuenta que todos los domingos va a la Iglesia a rezar por sus muertos y así se lo ve, en el cementerio, frente a la tumba de Cheo Feliciano. Surca lápidas y flores. Es el final de la película. No queda más. El resto son los gloriosos versos de “El cantante”, a capella, el primer plano de su rostro circunspecto, un fondo negro, los títulos, los créditos.

Yo no me llamo Rubén Blades, de Abner Benaim, se estrena el jueves 21.