Nadie irrumpió en la catedral de Cristo Salvador: las puertas estaban abiertas. El 21 de febrero de 2012 fue un día helado y ventoso en Moscú, según se recuerda. En el templo más importante de la Iglesia Ortodoxa rusa, también llamado “del patriarca Cirilo”, su líder, a quien se le estima una fortuna de cuatro mil millones de dólares de la importación de tabaco, deambulaban –por lo que se ve en el único registro que se difundió del momento– unos pocos fieles y una monja, cuando cuatro mujeres de pasamontaña, calzas y vestido musculoso de colores, empezaron a persignarse de rodillas y saltar machacando los puños mientras gritaban una canción. Es un minuto treinta y cuatro segundos de filmación: hombres de negro proceden a retirarlas del altar –a una quinta mujer la interceptan antes de subir–, pero ellas terminan de salir del lugar solas.
Hoy ese templo –inaugurado en 1883, dinamitado en 1931 y reconstruido en los ‘90– es conocido mundialmente como “la iglesia Pussy Riot”. Aunque la actuación que el colectivo ensayó durante tres semanas para llevar a cabo allí –básicamente, la velocidad para colocar unas luces, conectarlas a una batería portátil, armar el pie del micrófono y sacar las guitarras de las fundas– apenas se pudo concretar. Lo que cantaron a capella se llama “Una plegaria punk: Virgen María, llévate a Putin” y dice así: “La cabeza de la KGB, su santo jefe, mete presos a los protestantes. Señoritas, no hagan enojar a Su Santidad. Limítense a hacer el amor y producir niños”. El estribillo, que no llegaron a cantar, es: “Virgen María, madre de Dios, hazte feminista, te imploramos”.
En la causa que desde grupos ultraconservadores se le inició al grupo aparecen declaraciones como: “Comenzaron a agitar sus cuerpos de forma endiablada, pataleando y sacudiendo la cabeza”; y la afirmación del portavoz de la Iglesia ortodoxa de que: “La voluntad de Dios me ha sido revelada y sé que el Señor condena las acciones de Pussy Riot. Estoy convencido de que este pecado será castigado tanto en esta vida como en la venidera”. La acusación formal quedó calificada como “vandalismo e incitación al odio religioso”, y se incluyó dentro de la supuesta violación de artículos que las chicas tuvieran los brazos descubiertos. Se identificó a tres de ellas: Nadya Tolokonnikova, Masha Alyokhina y Katya Samutsevich; las otras dos lograron permanecer anónimas hasta hoy. Fueron condenadas a dos años de prisión en un juicio que dio vuelta al mundo, hizo saltar a las celebridades –Madonna, Paul McCartney, Björk, Patti Smith– y los íconos punk –Katleen Hanna, JD Jamson, Peaches, Patti Smith–, y convirtió a Pussy Riot en el mayor hecho artístico que cruzó las fronteras de Rusia en lo que va del siglo XXI.
En su defensa, las chicas alegaron que, en todo caso, su delito había sido no pagar para usar el templo, ya que ésa –el alquiler como salón de eventos: está equipado con última tecnología– es una de las actividades lucrativas para las que se destina el lugar. Por lo demás, era un sinsentido apresarlas en nombre de la religión por un acto de protesta como habría protagonizado el mismo Jesús. Lo que ponía en evidencia la condena a Pussy Riot, en definitiva, era la ausencia de libertad de expresión en Rusia y la alianza burocrática entre la Iglesia ortodoxa y el Kremlin.
Las detuvieron a principios de marzo, las condenaron en agosto, y en octubre, Katya Samutsevich, la mayor de las tres –que antes de unirse al grupo había trabajado como programadora de software en un instituto militar– fue liberada gracias a la estrategia de su nueva abogada (ella fue la interceptada al costado del altar y por ende no había participado efectivamente de la acción). Nadya y Masha salieron el 23 de diciembre de 2013: el gobierno les otorgó una amnistía por la que también se liberó a “los 30 del Ártico”, los activistas de Greenpeace apresados en septiembre por una acción en la plataforma petrolera de Prirazlómnay. Faltando solo dos meses para que se cumpla la condena, se supo de un manotazo publicitario previo a los juegos olímpicos de Sochi, y Pussy Riot llamó a boicotear el evento.
Un plegaria punk
La historia tiene distintos guiones. Guiones simples, de película. El primero fecha la fundación de Pussy Riot el 24 de septiembre de 2011. Ese día, el presidente Dmitry Medvedev anunció al Primer Ministro y presidente anterior, el ex agente del servicio de inteligencia soviética Vladímir Putin, como su candidato en las elecciones de marzo. Así lo contaron desde el anonimato en Vice, entre la plegaria punk y la detención: “En ese momento nos dimos cuenta de que este país necesita un grupo de punk militante feminista, que arrase las calles y plazas de Moscú; que movilice la energía contra los criminales putinistas y enriquezca la oposición política y cultural rusa con los temas que son importantes para nosotras: género y derechos LGBT, el conformismo masculino, la ausencia de un mensaje político audaz en la escena musical y artística, y la predominancia de hombres en todas las áreas de discurso público”.
El nuevo relato es el de Nadya Tolokonnikova, la más visible de las caras conocidas del colectivo. En El libro Pussy Riot: de la alegría subversiva a la acción directa (Roca Editorial), que se editó en noviembre en español, cuenta que “una vez” –se entiende que mientras estudiaba filosofía–, a ella y su amiga Kat les pidieron una charla sobre punk feminista en Rusia, y cuando quisieron prepararla se dieron cuenta de que en su país existía el feminismo y el punk, pero no el punk feminista. Entonces lo inventaron “para tener algo de qué hablar”, inspiradas en los fanzines de riot grrrl, el movimiento estadounidense de los ‘90. Escribieron su primera canción, “Muerte al sexista”, sobre un loop de un tema de punk oi!, y la estrenaron en la charla.
Se armó un grupo sin dotes musicales, equipado con altavoces alimentados a batería de motor, y salían con carteles, panfletos, matafuegos, cámaras de foto y filmadoras: todo lo necesario para subir contenido a la web. Las acciones fueron en elevación de temperatura, arrancando con la “gira antiglamour”: una serie de apariciones en boutiques de lujo, cócteles, desfiles de moda, “lugares donde se reunían los putinistas ricos o conformistas”. La primera en llevarse tiempo de la prensa fue la actuación en los andamios del metro, donde volaron plumas de almohada. Siguieron las dos más escandalosas hasta la plegaria punk: en el techo del centro de detención 1 de Moscú, donde habían encerrado a manifestastes después de una protesta masiva, y en la Plaza Roja, donde arrojaron una bomba de humo y sonó su tema más emblemático: “Putin se meó encima”.
Pasados estos años, la artista performática serbia Marina Abramovic, cuenta que esperaba encontrarse una figura seria e intimidante cuando conoció a Nadya Tolokonnikova con una carterita de Hello Kitty. “Así cuando me arrestan se ven ridículos”, le dijo ella. En el libro, Nadya recuerda las primeras veces que se puso el pasamontañas: “Me sentía un poco más heroica, y puede que un poco más poderosa”, y explica que decidieron usar atuendos colorinche porque no querían parecer terroristas, no querían asustar: “Queríamos hacer algo divertido”.
Como se asumen descendientes del riot grrrl, también citan como influencias principales el dadá, el conceptualismo moscovita y el accionismo ruso. Todo lo improvisado que pueda parecer Pussy Riot es pura brutalidad: tienen formación y experiencia. Nadya y Masha antes integraron el grupo de performance Voina (guerra), formado en la facultad de filosofía, co-liderado por Peter Verzilov, ex marido de Nadya y padre de la hija. Uno de los colectivos más renombrados y perseguidos del arte político del momento (alrededor de 2007), entre otras cosas pintaron un pene gigante en el puente que da al edificio del Servicio de Seguridad de San Petesburgo, arrojaron gatos vivos al otro lado del mostrador de un McDonald’s, proyectaron una calavera gigante sobre la Casa Blanca rusa y tuvieron sexo grupal en el museo de biología, dos días antes de las elecciones. Nadya estaba de ocho meses. Fue muy decepcionante para ella que las hayan metido presas por una acción tan mediocre como la de la catedral. Ni llegaron a cantar el estribillo y grabar suficiente material para un video, dice.
Zona de derechos
El 2012 de Pussy Riot consistió en presionar por la liberación de las chicas, reunir fondos para su defensa, custodiar los centros de detención donde las tenían (las fueron trasladando) y hacer vínculos institucionales con occidente. Peter Verzilov, mitad canadiense, recibió en nombre del grupo el premio LennonOno de la paz y se reunió con Madonna antes de su actuación en Moscú (cantó “Like A Virgin” con pasamontañas y Pussy Riot escrito en la espalda). Otras dos chicas que no dieron su nombre real viajaron a Nueva York a promocionar el documental de HBO Pussy Riot: una plegaria punk, la crónica del juicio. Luego, en 2013, se estrenaron los más indies Pussy Riot: The Movement y Pussy Versus Putin.
La temporada en prisión, las torturas que vieron y vivieron, les dio a Nadya y Masha una nueva causa: hacer mejorar las condiciones de vida en las cárceles de Rusia, tanto para mujeres como hombres. En el caso de ellas, la mayoría están presas por defenderse de un violento; en el de ellos, por drogas (la posesión de marihuana puede costar ocho años). Tal como lo cuentan, el primer día tras la liberación decidieron fundar Zona Prava (zona de derechos), una ONG por los derechos de los presos y contra su situación de esclavitud. Ayudan a redactar quejas y peticiones, denuncias contra guardias y directores, y a conseguir la libertad condicional de los gravemente enfermos.
Además, la cárcel las transformó en otro sentido fundamental: las personificó. Esto, además de dejarlas desprotegidas de ataques callejeros y cibernéticos, truncó, en teoría, el proyecto de un colectivo de acción subversiva basado en el anonimato. La otra cara de esta moneda es la fama: Nadya y Masha (de Katya no se sabe nada hace unos años) se volvieron íconos mainstream. El 5 de febrero, un mes después de la liberación, fueron las invitadas de honor del concierto a beneficio de Amnistía Internacional en Nueva York, donde las presentó Madonna y el sponsor era el banco Barclays. El resto del colectivo se sintió estafado con esa publicidad, y al otro día publicó en el blog una carta desligando a Nadya y Masha de Pussy Riot, lo cual es irrisorio siendo ambas fundadoras y nadie es quién para echar a nadie, ya que, como han dicho desde el principio, quien quiera puede ser Pussy Riot. Una semana después, Nadya y Masha lideraron la actuación en Sochi, Krasnodar, donde cantaron bajo el banner de los Juegos Olímpicos. La policía cosaca las echó a latigazos y gas lacrimógeno. Así quedó registrada la canción “Putin te va a enseñar a amar a la Madre Tierra”.
Mientras Nadya y Masha estuvieron presas el estado de las libertades en Rusia empeoró: se criminalizó la distribución de material sobre “relaciones sexuales no tradicionales” y derechos LGBT, lo que hizo incrementar la violencia callejera anti gay, y se aprobó una pena de tres años por “ofender sentimientos religiosos”. El gobierno inició una guerra secreta contra Ucrania, donde sucedían actos revolucionarios. Hubo despidos y amenazas a periodistas, intimidaciones a anunciantes en medios alternativos, financiamiento a red de troles y propaganda a más no poder. Grupos de derechos humanos describen el momento como el peor de la era post soviética. El miedo aplacó a la resistencia –“hoy el movimiento opositor en Rusia es como un funeral: nadie sonríe”, declaró Nadya en Pitchfork–, pero ellas igual se atrevieron a fundar el portal de noticias MediaZona.
Bajo el nombre Pussy Riot, Nadya y Masha iniciaron su cruzada por occidente: se adecuaron al lenguaje y entraron en sus espacios oficiales. Participaron de una exhibición en el MoMA, accedieron a una entrevista en The Colbert Report, hasta actuaron en una escena en House of Cards: en una gala donde se recibe al presidente de Rusia, brindan por su lealtad con los amigos, “por haber vendido la mitad del país”, y por ser tan abierto a la crítica, “que la mayoría de sus críticos están en prisión”. También estuvieron en la Marcha del Orgullo en Toronto y tocaron en el festival Glastonbury de Inglaterra. Banksy las invitó a grabar un tema por los refugiados en su proyecto Dismaland. “Estamos convencidas de que ahora debemos identificarnos con otros países como ejemplos de cómo podemos implementar en Rusia nuestros ideales. Estamos preparadas para sufrir por sus problemas como si fueran los nuestros”, dijeron.
Nadya y Masha arrancaron 2015 con su última colaboración hasta ahora, un tema en inglés, lento, bien producido (con ayuda de Andrew Wyatt de Miike Snow y Nick Zinner de Yeah Yeah Yeahs), dedicado al joven negro asesinado por la policía de Nueva York, Eric Garner. Se llama “I Can’t Breath” (no puedo respirar), como sus últimas palabras, y en el video a las chicas las entierran vivas. En el blog apareció otra carta criticando su “plan de comercialización”. La última entrada está fechada el 4 de marzo de 2024 y dice que el grupo murió. Al menos físicamente, Nadya y Masha no participaron de la útlima acción mediática de Pussy Riot, cuando un grupo de mujeres y varones vestidos de oficiales irrumpieron en la cancha del estadio Luzhnikí de Moscú mientras se jugaba la final del Mundial. Entre ellos sí estaba Peter Verzilov, que en el último tiempo también estuvo vinculado en esclarecer el asesinato de tres periodistas rusos que investigaban un negociado en África, y en septiembre sufrió un atentado –se supone que envenenamiento– por el que perdió momentáneamente el habla y la movilidad.
Nadya y Masha siguieron adelante por separado. Masha publicó sus memorias de la cárcel en 2017. Así recordó los días de fugitiva en The Guardian: “Fue una semana de lo más interesante. Exiliarse habría sido elegir lo seguro. Ahí es cuando ponés tu bienestar por encima de tus convicciones. Eso no es interesante para mí. Hay que seguir actuando bajo todas las circunstancias. Yo lucho contra la indiferencia y la apatía y por la libertad”. Estuvo girando su espectáculo teatral Burning Doors, sobre los horrores de la cárcel, y hace unos días fue noticia por subir borracha a un avión que iba de Barcelona a Italia.
“Cuando nos llevaron a juicio nos quitaron el pasamontañas. Ahora el mundo conoce nuestros rostros, no solo nuestras ideas y textos. Eso por un lado nos quita un grado de libertad, pero por otro, te hacés entender mejor”, dijo Nadya también en Pitchfork. Ella publicó Comradely Greetings, con las cartas que se mandó con Slavoj Zizek desde la prisión, y el libro Cómo arrancar una revolución. En 2016 metió a Pussy Riot en el mundo del pop con la canción “Make America Great Again”, sorprendente con un video de alto presupuesto de Jonas Akerlund, tan convencional como comprometido, donde actúa una parodia del trato de Donald Trump a los extranjeros. Siguieron, también con estética de calidad, “Straight Outta Vagina” y “Police State”, con actuación de Chloë Sevigny, y otro más minimalista, “Bad Apples”. También sube largos videos en ruso sin subtítulos.
Si todo fuera una película, el plan sería que Masha siguiera la militancia en la Unión Europea y Nadya en Latinomérica. En agosto llevó su equipo al emblematico Rock Al Parque de Colombia, donde cantó con el pañuelo verde de la campaña por el aborto legal en Argentina. También está la publicación en español del nuevo libro y se viene una gira por cuatro países en abril. El día del veredicto por la plegaria punk, que escuchó junto a Masha y Katya adentro de una jaula de vidrio, llevaba una remera con el lema No Pasarán. En su alegato final dijo: “Aunque estemos tras las rejas, somos más libres que esa gente”.