Nadya Tolokonnikova empezó a redactar este perfil de época la madrugada del 4 de marzo de 2012. “Hay tantas cosas que no he podido hacer. Tenía tantas ideas. He logrado muy poco para mi edad”, fueron sus primeras anotaciones en el centro de detención temporal de Moscú, donde aguardó el traslado. Ese día, su hija Gera cumplía cuatro años. Ella, de 22, arrancaba la primera de tres huelgas de hambre en dos años.
Si hay un legado que ya dejó Pussy Riot es que una acción de resistencia política puede ser tan entretenida como una canción pop. Y este libro, collage entre autobiografía, periodismo y autoayuda, lo prueba también. Es impactante, se lee de corrido, sorprende con información conocida y tiene épica personal. Al final de sus 250 páginas, Nadya dice que hay que tomarlo como otra plegaria punk de las Pussy Riot: “La interpretación rígida de cualquier regla o consejo destruye el espíritu de libertad, lo que sin duda es el peor de todos los resultados”.
La frase final –“los desposeídos sí tienen poder”– remite al autor que cita en la introducción, el artista preso político y luego presidente de Checoslovaquia Václav Havel, por su ensayo de 1978 El poder de los sin poder (lectura clave entre la organización obrera de la época). Después de la condena, a Nadya la trasladaron a uno de los peores campos de trabajos forzados de Rusia: Mordovia. Al mes de estar ahí –donde las presas trabajan 17 horas al día cosiendo uniformes, comen papas podridas, padecen maltrato y la peor mugre–, la habían quebrado: se volvió obediente, dice. Hasta que llegó a sus manos (Nadya cree en los milagros) el libro de Havel, que la hizo sentir viva otra vez: le recordó que si se rendía, si se dejaba silenciar y esclavizar, se iba a convertir en un engranaje más del sistema.
Es cosa de héroe aguantar y contar las cosas de la mejor manera posible. Nadya trató de tomarse la cárcel como su reto más emocionante: “Me comprometí a tener una vida plena, aun estando encarcelada”, escribe, y cuenta cómo en el encierro aprendió a sentir su propio cuerpo, a apreciar el verde cuando veía los árboles, el verdadero disfrute de un atardecer la vez por semana que una guardia buena les dejaba apagar las luces.
Recuperó la sonrisa y las fuerzas para luchar. Porque también aprendió que en la cárcel es inútil llorar y dialogar (con la autoridad), pero quejarse no. Gracias al apoyo que recibía de afuera –todo el tiempo hubo activistas acampando, organizados por Peter Verzilov–, peleó para que echaran al director de la cárcel, se redujera la jornada laboral y mejorara la comida, entre otras cosas. “Meter activistas políticos en la cárcel es un error: solo los fortalece y los convence más de sus creencias. Hallarán un modo de conseguir más poder del que pierden en su experiencia penitenciaria”.
En lugar de capítulos, el libro está estructurado en “reglas”, cada una desarrollada en tres apartados: palabras, hechos y héroes. Arma así un festín de citas –a Noam Chomsky, Michel Foucault, Eric Fromm, Bernie Sanders– y relatos de personajes feministas –Emmeline Pankhurst, Vera Figner, Aleksandra Kolontái, bell hooks, Cecily McMillan–, que vincula con su historia personal y el relato de las acciones de Pussy Riot, hasta el cierre con epílogos de Kim Gordon y Olivia Wilde y una lista enorme de lecturas recomendadas.
Nadya se recuerda tímida y nerd, y tuvo el primer encontronazo con la burocracia a los 14, cuando investigó por qué cae nieve negra en su ciudad –la hipercontaminada Norilsk, en Siberia– y el diario local no se lo quiso publicar. Heredó la consciencia social de la abuela, la seguridad y terquedad de la madre, la locura y libertad del padre. Enseguida entendió que era suya y de nadie más la responsabilidad de vivir su vida y descubrir quién era. Ahí entra en escena el punk: “Ser punk es cambiar tu propia imagen de manera sistemática”, dice.
Disecciona las figuras de Trump y Putin, las miserias que encarnan y explican el estado del mundo. Las malas noticias nos mantienen en un loop de histeria y apatía, pero se puede salir. “Cuanto menos participemos en acciones colectivas, menos creeremos en nuestro poder como individuos que pueden unir fuerzas y contraatacar”, escribe Nadya. Grandes resultados se consiguen con una metodología sencilla. Este libro es un llamado al compromiso y la valentía, una lección de historia y valores, y ante todo un acto de generosidad.