Hace unos días Laurie Anderson ganó su primer Grammy por la grabación de Landfall, su último álbum, en colaboración con The Kronos Quartet, en la categoría de música de cámara. A los setenta y un años. Pero el gran ganador de la noche, dicen, fue un muchacho que canta, a modo de mantra: “Esto es América, que no te pillen haciendo algo mal”. Lo olvidaremos, previsiblemente, antes de que termine su video. Aunque aparezca desnudo de la cintura para arriba y extraiga un arma de la parte posterior de su pantalón. Aunque ejecute a una víctima encapuchada y luego se contonee con desgano, haciendo alarde de un pésimo estado físico. Es un afroamericano que ensaya torpemente una crítica, con coreo atrás, cuyo gesto se completará con la ausencia. No aparecer a recibir su premio. Pero eso ya lo vimos mil veces. ¿O no?

Mientras tanto, Landfall de Laurie Anderson parece un objeto de otra dimensión. Y, de hecho, lo es. No sólo para mí. Para los Grammy también. Fue parte de los artistas no televisados del evento. Signo de los tiempos, será. Pero asumo que, para ella, ni el Grammy ni la alfombra roja ni la televisación ni el muchacho significan demasiado.  

Hace más de cuarenta años que Laurie Anderson despliega su curiosidad en diferentes disciplinas. No sé lo que estoy haciendo, dice cuando le preguntan. No se trata de estructurar sino de captar lo inmediato, crear es un accidente. Soy artista multimedia, como todos, en estos tiempos de tecnología, dice también.

Hace varios años que es Artista en Residencia de la NASA. Cuando la invitaron, pensó que era una broma. Qué puedo aportar yo, dice que dijo en el teléfono. Era la primera persona en ser convocada a semejante tarea. Y yo no imagino a nadie más pertinente que ella. 

En sus inicios como escultora, le pareció que debía encontrar una función a aquellos objetos que construía, y así armó su primer violín. Duetos sobre el hielo, llamó a sus presentaciones con el instrumento. El dueto eran ella y su violín, que necesitaba de hielo para sonar. Cuenta que el día en que murió su abuela, vio patos aleteando en un lago y cuando se acercó descubrió que habían quedado atrapados por las patas en el agua congelada. Laurie es una narradora exquisita y no importa si lo que dice es o no real, por supuesto. Su voz, es parte del relato. Nadie suena como ella, nadie dice así. Todos sus proyectos tienen esa base de extravagancia y melancolía. 

Además del violín fonógrafo, con disco y aguja para hacer scratching, a modo de Dj, sus palíndromos de audio no predecibles que avanzan y retroceden como quien edita una cinta en vivo, o su violín de neón, siempre supo que el gran resonador era su propio cuerpo. Por eso imaginó el violín arpón para su ópera basada en Moby Dick, que requería de su propio cuerpo para sonar, o la mesa que produce sonido en la cabeza de quien se sienta a ella, atravesando el hueso de los brazos apoyados sobre la estructura, con la particularidad de que además es en estéreo: cada brazo produce un sonido distinto.

Pero ya dijimos que la mueve la curiosidad, los instrumentos no alcanzaron. Convocada en Austria a realizar una instalación sonora en una catedral, se traslada para probar distintas ideas y ninguna la convence. El interior de la iglesia es puro rebote. Sube al campanario. Desde allí descubre que en el centro de la ciudad hay una torre, que esa torre corresponde a una prisión de máxima seguridad y que hay un vigilador que desde allí la apunta. En ese punto, entiende qué es lo que quiere hacer. Propone crear un molde exacto de uno de los presos, al que también filmará con detalle, y proyectar su imagen sobre el molde, instalado en el centro de la catedral. La idea era crear una “telepresencia”. Y poner a discutir a la Iglesia con el sistema carcelario. No se lo permitieron. 

Decidida a realizar su proyecto, se traslada a la cárcel de Sing Sing con la misma propuesta, pero se encuentra con que en EEUU los presos no son dueños de su imagen, además de que las cárceles están privatizadas. Es en Italia donde pudo llevar a cabo su proyecto en 1999, en la prisión de San Vittore. Santino, el preso que se ofreció a ser filmado y modelado, además de ladrón de bancos era dramaturgo. “Es un escape virtual” le dijo a Laurie. Y ella supo que era el hombre perfecto. Aunque Santino no pudo estar presente sino por intermedio de la tecnología en la inauguración de la instalación, Laurie cuenta que la que sí estuvo, cada día, fue la novia, que se sentaba junto a él y permanecía por horas.

La primera vez que vi a Laurie Anderson no fue en un teatro. Me la encontré en la calle, acá, en Buenos Aires. Ella iba sola, yo también. Nadie sabía quién era ella. Y yo aún no sabía quién era yo. Pero la vi. Caminaba hacia mí por Lavalle, casi Pellegrini. Llevaba un pilotín. Yo iba con mis pelos parados, toda de negro, y la dejá pasar unos metros. Pero giré y grité ¡Laurie! No podía resignarme al impulso de saludarla. Nos abrazamos casi en silencio. Yo murmuré algunas palabras, electrizada por su presencia mientras ella sonreía, encantadora. Le mostré la entrada que tenía en la cartera. Te veo en el Ópera, le dije. Después, cada una siguió su camino.

La última vez que la vi, fue el año pasado desde una butaca, otra vez acá, en Buenos Aires. Me enteré que tocaba porque una “amiga” de red social vendía una entrada para el día siguiente. Nos encontramos en la puerta del teatro. Mariana Kesselman y yo no nos habíamos visto antes. Hablamos unos minutos y así supe que ella había sido una niña exiliada, igual que yo. Que el arte atravesaba a su familia. Cuando se fue la luz, hicimos silencio. La gran resonadora vibró frente a nosotras. La proyección de un caballo rojo se adueñó del tiempo. 

Ahora, cuando pienso en Laurie Anderson, me acuerdo de Mariana. Y tambien de las tres reglas que inventó Laurie junto a Lou Reed, para vivir: 

1- No le tengas miedo a nadie.

2- Procura rodearte de buena literatura y aprende a usarla.

3- Sé tierno.