Paro es nombre de muchas acciones. Huelga en algunos lugares, asamblea en otros, campañas, debates, acampes, movilizaciones. En estos años le fuimos llamando paro a esa proliferación de peleas, a invenciones y recorridos. Paro es lo que se hace un 8 de marzo. El 8 funciona como ocasión para que salga a la luz el río profundo de las rebeldías, que corre y agrieta la tierra aun cuando no lo vemos, río cuyo sonido a veces se nos aparece rumoroso y lejano, casi fantasmal, y otras hace temblar la tierra. Los 8 de marzo nombramos paro a la salida callejera de ese río, a lo que se va componiendo en los días previos, a la insomne conspiración que tiene miles de núcleos, activismos, conjuradas. A veces se conspira mejor y otras peor, porque los feminismos no pueden esquivar las lógicas de mutuo maloneo, de apropiación, de ceguera, de embestida contra lo hecho en común, pero hay 8 porque esa multiplicidad es vital, incómoda, inapropiable. Pasan cosas, muchas cosas, entre una fecha y otra. O, mejor dicho, hacemos que pasen muchas cosas, nada de sucesos naturales ni de puro azar.
En los días previos a este 8, un conjunto de profesoras universitarias e investigadoras del sistema de ciencia y técnica hizo una campaña en redes dando cuenta de la misoginia que estructura roles y prácticas dentro de las universidades. Desde los comentarios escuchados sobre la maternidad (“le mandás a tu director el índice de la tesis. No lo comenta, pero te dice que no se te ocurra quedar embarazada”) hasta la consabida distribución de roles donde a las compañeras nos suele quedar la tarea de gestionar la jornada, acordarse del agua y los vasitos, ya que somos tan organizadas. Todo superpuesto a otras jerarquías, que implican distribución de tareas administrativas y docentes. En el sistema universitario argentino sólo hay un 11 por ciento de rectoras. Pero ese escuálido índice refleja la escasez de mujeres en los puestos más altos de las jerarquías de la carrera docente. La discusión sobre cupos y paridad atraviesa varias universidades. Si en los primeros tiempos del tembladeral feminista la urgencia fue crear dispositivos –protocolos y procedimientos– para recibir y acompañar denuncias por violencia de género, el paso siguiente fue la discusión de cupos para que las rutinas no fueran tan tenaces en seleccionar varones para los cargos directivos. Aún hay universidades cuyos consejeros superiores son todos hombres. Durante 2018 se comenzó a construir la red de Feministas Universitarias del Conurbano, para recoger y articular las experiencias organizativas pero también para construir una comprensión de las nuevas universidades, del modo en que se traman con las organizaciones sociales, los barrios, los activismos. Surgen de allí cuestiones nuevas para las universidades pero también para los feminismos.
No solo denunciamos y cuestionamos, también el río profundo abre la pregunta de qué leemos, cómo leemos, desde qué epistemologías, desde que perspectivas. ¿Hay autoras en los programas? No es diferente esa cuestión a la que se planteó en las artes plásticas, la literatura, la música, el teatro. La respuesta centrada en la idea de calidad –la que le brotó a un organizador de un festival de rock, muñeco del ventrilocuo patriarcado–, tan inmediata y tan extendida, obliga a preguntarse no sólo por qué hay menos mujeres produciendo arte o ciencia (si es que son menos) y segundo, y más fundamental, cómo se construyen los criterios de calidad: el modo en que se forja y define lo que es bueno y qué no lo es, qué merece ser coleccionable y qué quedar a las puertas o en los depósitos del museo, qué textos volverse pedagogía y cuáles arrojarse al olvido.
La discusión sobre el canon del conocimiento, sobre la composición de las bibliografías, que se viene amasando en las universidades, obliga a una investigación sobre las autoras existentes pero opacadas, a la lectura de las contemporáneas, a la revisión de los automatismos que nos arroja en los brazos de los padres de cada disciplina. Pero también a ir más allá del cupo o de la parte, para construir otros criterios valorativos y otros modos de conocer. Angela Davis llama metodología feminista a la búsqueda de cruces, afinidades, conexiones, entre cuestiones que aparecen separadas, descubrir lo que debe ser conectado más allá de las apariencias. Julieta Kirkwood aporta historia feminista a la construcción de una genealogía de los momentos en que algo se descubre o se inventa, un mecanismo se pone en crisis, una nueva perspectiva aparece. Entre esas dos preguntas, la que hace estallar lo estanco de las clasificaciones para buscar lo que es afín aunque impensado –estallido de la racionalidad imperante– y la de los conflictos antes que los datos positivos, se configura una discusión con las lógicas académicas y la supuesta neutralidad del saber.
Esa querella debe cruzarse con otras, alimentarse de las pullas que otras rebeliones dieron en el campo del conocimiento y de sus regulaciones y acreditaciones, conjugarse con las que provienen del cuestionamiento a otras jerarquías. Pedir cupos e ir más allá de los cupos, renovar las bibliografías pero no para aceptar que bajo nombres de mujer la reposición de cientificismos desproblematizados, construir modos de conocer y nuevos lenguajes. El paro, interrupción y apertura, es momento, también, de revisar todo.