Todo lo que dice Marcelo D’Alessio es creíble aunque no se sabe si es cierto. Así funcionan los servicios de inteligencia. Así funcionan las operaciones mediáticas. Así han sido las operaciones judiciales que se dispararon contra funcionarios del gobierno anterior. Suena creíble pero nunca se sabe si es cierto. Si así funciona todo eso, entonces es probable que D’Alessio sea un servicio. Y si es un servicio, entonces es más posible que todo lo que dice sea cierto.
Los servicios de inteligencia, los periodistas, políticos y funcionarios judiciales enredados en el mundo de este personaje tienen el mismo modus operandi que el personaje en cuestión. Más que el contacto físico recurrente, sostenido y demostrado entre ellos, lo que además los relaciona es que funcionan de manera parecida. Todos ellos, desde la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich o el fiscal Carlos Stornelli, hasta el periodista de Clarín, Daniel Santoro, o la diputada Elisa Carrió, tienen algo de D’Alessio.
D’Alessio aparece sentado en una reunión del gabinete de Bullrich durante el G-20; D’Alessio habría llevado a la casa de Carrió a José Luis Salerno, involucrado en el triple crimen; D’Alessio armó la primera causa contra Julio De Vido, junto al fiscal Stornelli; D’Alessio aparece en numerosas fotos en reuniones privadas con el periodista Santoro; D’Alessio interviene en la entrega a la DEA, de Ibar Pérez Corradi, el jefe de la banda del triple crimen de General Rodríguez; D’Alessio aparece como defensor del supuesto arrepentido estrella Leonardo Fariña, en la causa de la ruta del dinero K.
Hay D’Alessio por todos lados. Cada vez que se levanta la alfombra que esconde la basura judicial aparece el calvito. Es algo más que un mitómano. Es la parte mitómana de una sociedad. La mentira sistemática concebida como instrumento de la política. Es una degeneración de la política.
En la jerga de la dictadura, D’Alessio fue el exceso. Eso fue lo que lo expuso y en su caída arrastró a un sistema montado como instrumento de persecución a una fuerza política. La corrupción durante los gobiernos kirchneristas (que seguramente pudo haber existido) no interesa, lo que busca es lo que la sociedad pueda percibir o creer. Es más importante el montaje que la realidad. Lo que importa es la política y no la corrupción. Una mentira de diseño para hacerla creíble, construida como la respuesta a una expectativa inducida previamente: “No hacen falta las pruebas, porque esto ya me lo imaginaba”.
Esa trama descalifica al fiscal Stornelli y destruye la credibilidad de Santoro. Para los dos, D’Alessio fue el informante de oro, el hacedor de lo imposible caído del cielo, pero ahora se convirtió en la mancha venenosa. No hay muchas explicaciones. Quedan enchastrados aunque nadie los acuse de participar en prácticas extorsivas, aunque juren que fueron engañados, o peor, que afirmen que apenas lo conocían cuando todo el mundo sabe que tenían una estrecha relación profesional y personal con el personaje.
A Stornelli lo descalifica como el acusador de una ex presidenta, que además ha cumplido con todas las requisitorias de los tribunales, incluyendo las más humillantes y absurdas. Mientras la acusada cumplió cada uno de esos requerimientos, el fiscal que la acusa utilizó chicanas para evadir la indagatoria y para no entregar su celular a la investigación.
El acusador no tiene autoridad moral para exigirle a la acusada lo que él se rehúsa a cumplir. Todo lo que se ha escuchado son las chicanas de procedimiento y el intento de difamar al juez que encabeza la investigación. Nadie explica su cercanía con D’Alessio ni que el supuesto o real agente manejara información muy precisa y reservada de las causas judiciales. De eso, el fiscal no dice ni mu. Pero sus amigos, como la diputada Elisa Carrió, acusan al juez Alejo Ramos Padilla y a D’Alessio de ser parte de una conspiración de la Cámpora junto con presos kirchneristas desde la cárcel. La defensa resulta más acusadora que una confesión.
Sentar frente a un tribunal a una ex presidenta que tiene un fuerte respaldo, al punto que es la política que más mide en las encuestas, es una cuestión tan delicada que puede arrastrar a la sociedad a una espiral de violencia de la que este país tiene una desgraciada experiencia. La acusación tiene que ser transparente, impecable, para evitar en lo posible que se convierta en materia del debate político.
Una ex presidenta, como Cristina Kirchner, con el fuerte respaldo que mantiene, sentada en el banquillo de los acusados, representa el prestigio de una institución, frente al prestigio de la Justicia representada por jueces y fiscales. Esa escena tiene una fuerza simbólica que excede a los personajes. En todo caso, ellos personifican a las instituciones que se exponen allí.
Cualquier opacidad o turbulencia convierte a ese juicio en una trapisonda de los poderosos de la política y la economía, en maniobra oscura del poder que maneja este gobierno y a los estamentos judiciales. Ese juicio será juzgado por la historia indefectible e implacablemente como sucedió con los perseguidores del general Perón.
Enredado en la trama de D’Alessio, sospechado de operaciones ilegales de inteligencia y sin respuesta a esta suma de interrogantes sobre su desempeño, si Stornelli continúa como fiscal de las causas contra Cristina Kirchner confirmará ante una gran parte de la sociedad que no se trata de Justicia, sino de revancha o contraofensiva, lo cual implica manipulación del Poder Judicial por el Ejecutivo, lo que a su vez equivale a un país sin Justicia.
Algo parecido sucedió en el proceso contra Lula, en Brasil. Ni Cristina Kirchner ni Lula optaron por exiliarse o refugiarse en fueros. La ex presidenta estuvo dos años en el país sin fueros que la protegieran. Tanto Lula como ella aceptaron todas las requisitorias de los jueces, a pesar de saber que muchos de ellos ya los habían prejuzgado. Podrían haberse refugiado en el exterior, pero no lo hicieron. Hubo en esa actitud tanto de uno como de otra, una intención pedagógica frente a la Justicia y hacia la sociedad.
Cuando el juez Sergio Moro reconoció que no tenía pruebas contra Lula, pero que lo condenaba porque tenía la “íntima convicción” de su culpabilidad, tendría que haber preservado más que nunca su imagen transparente y políticamente acéptica. Cuando aceptó, como premio a esa condena, el cargo de Ministro de Justicia, Moro expuso públicamente que todo había sido una farsa y que su “íntima convicción” ya estaba comprada o que había sido puro prejuicio.
Hasta un antilulista o un antikirchnerista tendría que reconocer esa actitud de Lula y Cristina Kirchner de afrontar sin cortapisas las acusaciones en la Justicia. Y que frente a esa actitud resulta escandaloso que los condenen sin pruebas, por la “íntima convicción” de funcionarios judiciales sospechados de mal desempeño y de parcialidad, o que persigan a sus familias o que consigan supuestas confesiones incriminatorias con prácticas extorsivas, como queda claro en la documentación de D’Alessio.
Hay más para deshojar en ese tema. Estados Unidos, que en la década anterior priorizó la zona de Medio Oriente, ha vuelto a interesarse cada vez más agresivamente en la región. Como antes fue la Escuela de las Américas para los ejércitos de la región, ahora diseñó una intensa actividad de conferencias y congresos destinados a funcionarios judiciales, sobre el combate al terrorismo, el narco y el lavado de dinero.
Pero la principal temática bajo esos títulos de fantasía fue la manipulación de instrumentos legales que en realidad fue utilizada para perseguir a fuerzas políticas populares. Sucede en Ecuador contra Rafael Correa, sucedió en Brasil, con Lula. Y de hecho está pasando en la Argentina. No es casual que el embajador elegido por la administración Donald Trump sea el ex juez conservador Edward Prado. Su designación, así como sus declaraciones pusieron de manifiesto la importancia que le da Washington a esta guerra jurídica o lawfare.
Y aquí asoma otra vez la calva brillante de D’Alessio. En el allanamiento de su domicilio fueron encontradas carpetas con informes de inteligencia en inglés, con el membrete de la DEA. Se encontró por lo menos un fusil muy sofisticado que es muy difícil introducir en el país. Conoce detalles de operaciones relacionadas con la inteligencia norteamericana que no han sido de dominio público. Participó en la entrega a la DEA del jefe narco Ibar Pérez Corradi, que fue trasladado a Estados Unidos.
El submundo de los servicios de inteligencia se asienta en la simulación, el escondrijo y la mentira. A eso se le llama inteligencia. Que D’Alessio sea un gran simulador no lo exime de ser un agente, sino que, por el contrario, aumenta la certeza de que lo sea: un operador de inteligencia relacionado con el espionaje internacional, con los denunciadores mediáticos y políticos y con muchas de las causas judiciales que involucran al gobierno anterior.