En noviembre de 1983, pocos días antes de que Raúl Alfonsín asumiera el gobierno, Marcelo Diamand –ingeniero, economista e industrial– presentaba en Nashville, Estados Unidos, una ponencia sobre las causas estructurales de las sucesivas crisis de la economía argentina. Dos años más tarde, la ponencia fue publicada con el sugestivo título de “El péndulo argentino: ¿hasta cuándo?”. Desde entonces, se convirtió en un texto que circula permanentemente en los debates económicos porque ha logrado mantener una indiscutida y excepcional vigencia.
Conducción
A mediados de los ochenta, Diamand sostenía que en las décadas anteriores –imaginamos, por la fecha del texto, que se refería a los años de 1940 en adelante– se produjeron cambios muy bruscos y frecuentes en la conducción de la política económica, como si se tratara de un péndulo que oscilaba entre dos corrientes antagónicas: por un lado, una corriente “expansionista” o “popular” que aspiraba a representar las demandas económicas de los sectores populares y del pequeño empresariado nacional y, por otro, una corriente a la que Diamand denominaba “ortodoxa” o “liberal económica”, integrada por economistas neoclásicos, directa o indirectamente vinculados a los intereses de las empresas más concentradas de los sectores financiero, industrial y agroexportador.
El péndulo imaginado por Diamand funcionaba del siguiente modo: cuando la política económica era conducida por la corriente popular, se incentivaba el aumento de los salarios reales y del crédito barato, buscando incrementar así el nivel de actividad por la vía de la expansión del consumo y de la producción industrial doméstica. Pero como ésta última dependía de bienes de capital, insumos y bienes intermedios importados, se generaba una puja creciente con el sector exportador por la apropiación y el uso de divisas generalmente escasas; una puja a la que Diamand definía como de “estrangulamiento del sector externo”.
El texto advertía que la etapa expansionista, así como estaba planteada, no podía prolongarse indefinidamente porque, más temprano que tarde, el déficit fiscal aumentaba a la par del desequilibrio de las cuentas externas, el desabastecimiento de bienes avanzaba al ritmo de una inflación creciente y las reservas del Banco Central disminuían sensiblemente. Todo este cuadro conducía a la economía hacia una gigantesca crisis de la balanza de pagos.
Cuando esto ocurría, el péndulo se volcaba en dirección opuesta y la corriente ortodoxa asumía la conducción de una nueva etapa en la cual los economistas “serios” reemplazaban a los “pródigos”; el discurso gubernamental endurecía sus apelaciones en favor de la austeridad, la eficiencia y la disciplina fiscal; y se instrumentaban notables beneficios y franquicias para atraer al país a las inversiones extranjeras. El ajuste ortodoxo operaba mayormente sobre los sectores de ingresos medios y bajos y era presentado como un sacrificio transitorio aunque inevitable para poder sanear una economía desmadrada por los “excesos” derivados de las políticas populares.
Sector externo
Como el aspecto más agudo de la crisis –la escasez de divisas– tenía por epicentro el sector externo, las políticas ortodoxas se iniciaban con una fuerte devaluación de la moneda acompañada de severas restricciones sobre los excedentes monetarios. Muy pronto el camino ortodoxo desembocaba en una recesión, junto con una brutal caída de los salarios reales y una igualmente brutal transferencia de ingresos desde los sectores asalariados bajos y medios hacia los sectores más concentrados de la actividad agroexportadora y financiera.
Por otra parte, el sacrificio inicial impuesto a los sectores populares abandonaba su transitoriedad y pasaba a adquirir rasgos permanentes mientras que las expectativas acerca de lograr una “economía saneada” cedían el paso a un clima de creciente desconfianza.
Precisamente, los primeros en advertir el nuevo clima económico adverso eran los huidizos inversores extranjeros. “En algún momento del proceso –escribe Diamand– sobreviene una crisis de confianza. El flujo de capitales extranjeros se invierte. Los préstamos del exterior que habían ingresado comienzan a huir. Se produce una fuerte presión sobre las reservas de divisas, una crisis en el mercado cambiario y una brusca devaluación”. Cuando el estancamiento producido por las políticas ortodoxas se tornaba agobiante, la conducción económica era reasumida por la corriente popular, realimentando una vez más la tradicional oscilación del péndulo.
Más allá de reconocer algún error de instrumentación, populares y ortodoxos le adjudicaban el fracaso de sus políticas a la falta de poder político suficiente como para sostenerlas en el largo plazo. Sin embargo, ni unos ni otros lograban visualizar lo que para el autor era evidente. Según Diamand, el problema central de la economía argentina es que ésta constituye una Estructura Productiva Desequilibrada (EPD) que se caracteriza por la convivencia forzada de dos sectores con diferentes niveles de productividad: por un lado, el sector agroexportador que opera con alta productividad y con una oferta de bienes cotizados a precios internacionales y dolarizados y, por otro, un sector de la industria orientado al mercado interno que produce bienes nominados en moneda local y con niveles más bajos de productividad.
Elección presidencial
El modelo teórico de Diamand se ajusta bastante bien a la descripción de los años 1963, 1973, 1983, 1989, 2003 y 2015, donde se verifica, a grandes rasgos, la alternancia entre ciclos económicos populares y ortodoxos. La actual coyuntura económica y los sondeos de opinión hacen pensar que la elección presidencial de este año se desarrollará bajo el influjo de esta lógica pendular.
El actual gobierno llegó al poder en diciembre del 2015 en medio de un clima –genuino o inducido, ya poco importa– de cansancio social frente a los “excesos económicos del populismo”. Luego de tres años, la política ortodoxa llevada a cabo por el actual gobierno fracasó en sus intentos de sanear la economía, sobre todo en tres de sus variables fundamentales –inflación, crecimiento y creación de empleo– mientras que la crisis de la balanza de pagos –lo que, en definitiva, determina la oscilación del péndulo de un extremo a otro– se agudizó a causa de otras dos variables: el irrefrenable endeudamiento público y el estrangulamiento externo.
En medio de la intensa crisis cambiaria del año pasado, la explicación presidencial insistió con la idea de que “los argentinos debíamos dejar de vivir por encima de nuestras posibilidades”. Dicho en buen romance, dijo que la economía argentina no produce la cantidad necesaria de divisas para todo lo que se propone: pagar sus cuentas externas, reforzar sus reservas, crecer, atesorar e, incluso, sostener las recurrentes fugas de capital.
Hoy existen posibilidades parejas de que el resultado electoral de la próxima contienda presidencial haga que el péndulo se incline, una vez más, hacia un renovado ciclo expansionista o que, por el contrario, permanezca en su sitio y profundice la austeridad interminable que propone el actual ciclo ortodoxo. Por uno u otro camino, las grandes cifras macroeconómicas indican que ya no queda mayor margen para los excesos distribucionistas ni para los errores ortodoxos no forzados.
La agenda económica que viene será mucho más compleja que la del 2015 y deberá combinar políticas que reduzcan efectivamente la inflación y la pobreza, que impulsen el crecimiento y los niveles de actividad y que diluyan las actuales tensiones entre el sector externo y la economía doméstica. El riesgo es la deslegitimación del sistema político para generar condiciones de bienestar ante una ciudadanía que, aunque desconfiada, mantiene sus expectativas.
No se trata, por cierto, de recrear al péndulo para intentar vivir por encima de nuestras posibilidades, como gusta de enfatizar el presidente Macri, sino de poner toda la imaginación y la inteligencia de la que disponemos como sociedad al servicio de ensanchar nuestra actual frontera de posibilidades.
* Politólogo. Autor de Hacienda y Nación. Una historia fiscal y financiera de la Argentina (Eudeba).