Probablemente, durante 45 años de Guerra Fría, ni una sola bala de fusil salió de un soldado ruso hacia otro norteamericano y viceversa. Sus líderes evitaron la menor escaramuza directa por el efecto disuasivo del poder nuclear. La monumental paradoja de que las bombas atómicas sean el mejor reaseguro de la paz, no corre para el conflicto entre India y Pakistán: sus soldados se disparan todo el tiempo. Y han tenido cuatro guerras en los últimos 72 años, más centenares de escaramuzas mortales. Al día siguiente de que Inglaterra se retiró de su colonia en 1947 dejándola dividida dos -finalmente con aceptación de los líderes locales- comenzaron enfrentamientos interétnicos en Calcuta que, según relataron periodistas de guerra occidentales, superaron en crueldad lo que ellos habían documentado del exterminio nazi. Primero fueron hinduistas desquitándose contra musulmanes por heridas de un pasado casi milenario. Y estos últimos devolvieron el golpe, generándose masacres de un millón de muertos, mientras un cuarto de la población emigraba a Pakistán y otro tanto de hinduistas iba en caravana hacia el sur a instalarse en India.
El último episodio de esta guerra intermitente comenzó el pasado 14 de febrero cuando un hombre-bomba se inmoló en un convoy policial en el lado hindú de Cachemira, matando a 42. El grupo político musulmán Jaish-e-Mohammed se autoadjudicó el atentado desde Pakistán, donde son ilegales pero no muy perseguidos. Narendra Modi –Primer Ministro hindú del partido BJP– ordenó un ataque con aviones a una base militar de la agrupación islámica. Pakistán reaccionó a la violación de su espacio aéreo y derribó dos naves, tomando prisionero a un piloto que se eyectó. Cuando todo iba a una escalada, ya con una docena de bajas, Imran Khan –primer ministro de Pakistán– tuvo el gesto de devolver al piloto sin exigir nada e inició acciones contra la agrupación terrorista. Un daño colateral fue que la industria cinematográfica de Bollywood tuvo que cancelar todos los contratos con actores pakistaníes muy populares en India.
El atentado coincidió con la cercanía de las elecciones presidenciales en India, donde Modi -algo alicaído en las encuestas- vio oportunidad de atacar Pakistán sin investigar demasiado y reflotar un nacionalismo religioso que siempre fue su carta ganadora. Varios expertos y militares hindúes declararon que difícilmente un atentado con una carga explosiva tan grande haya sido planificado en Pakistán, dada la imposibilidad de trasladarla por la hipervigilada frontera: la investigación tendría que haberse hecho dentro de la India, donde rebeldes cachemiros musulmanes luchan por la independencia (el gobierno hindú está acusado de miles de asesinatos y torturas contra ellos o cualquier persona que se queje en Cachemira bajo acusación de terrorista). Modi –quien en 2002 justificó la masacre de 2000 musulmanes como gobernador de Gujarat– alardeó ahora de haber matado con los aviones a 300 terroristas en su cuartel de Pakistán. Pero la prensa internacional visitó el lugar observando que apenas fueron quemados algunos árboles y un campesino resultó herido.
La geopolítica de la zona es cambiante. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos armó a Pakistán hasta los dientes –al igual que a Osama Bin Laden– porque fueron sus alfiles contra la invasión soviética en Afganistán. La URSS hizo lo mismo –por idénticas razones– con India. Ambos países se nuclearizaron gracias a esa ayuda (Pakistán es la única nación musulmana que las posee y ambos países suman 300 bombas). Pero los norteamericanos nunca confiaron demasiado en esas alianzas por conveniencia: tuvieron que entrar en secreto a Pakistán a matar de Bin Laden. La sucesión de dictaduras militares pakistaníes siempre tuvo una relación ambigua con toda clase de muyaidines musulmanes: son peones contra India. Ya desde tiempos de Barack Obama y más aun con Trump, las relaciones con Pakistán se han ido enfriando –“solucionado” el problema Afganistán– y China está ocupando su lugar (Trump llamó a Pakistán “un puerto seguro para terroristas”). Los lazos sino-pakistaníes se han reforzado con una megacarretera binacional –parte de la nueva “Ruta de la seda”– en la que los chinos están invirtiendo 62.000 millones de dólares: parte de ella es la ruta del Karakorum que entra directo a la Cachemira paquistaní, un corredor económico del nuevo eje Beijing-Islamabad. China e India son más bien competidores comerciales y tuvieron una guerra en 1962 ligada al conflicto tibetano.
El ciclo de venganzas en ese territorio más poblado que China lleva siglos y fue potenciado con la partición nacional de 1947 (luego de años de relativa paz incluso previa a la llegada de los ingleses). El riesgo sería que alguno de los contendientes decida cerrar la grieta para siempre. El primer ministro de Pakistán –uno de los pocos elegido democráticamente pero muy ligado a los militares– declaró después del último incidente: “Todas las grandes guerras fueron resultado de un mal cálculo; mi pregunta a India es si, dadas las armas que poseemos ¿estamos en condiciones de enfrentar un mal cálculo?”.
El principal problema parece ser que la dirigencia política de ambos países es parte de –o está sujeta a– la presión de grupos religiosos extremistas. También incide en ellos una millonaria industria militar –con millones de militares– que deben autojustificarse con la existencia de un enemigo claro. Las heridas de 1947 no se han cerrado en absoluto. El nacionalismo no alineado de Nehru en India parece perimido y suplantado por un chauvinismo religioso y supremacista que se cierra la dialogo con el otro.
Hace años, el intelectual pakistaní Tariq Alí entrevistó a la primera ministro Indira Gandhi, quien le contó que durante la guerra de 1971, su general al mando de todo le aseguró estar en condiciones de ocupar todo el terreno enemigo en un día (algo quizá cierto dada la superioridad militar hindú). Ella reunió su gabinete y decidieron que no. Indira Gandhi le agregó al periodista: “Nuestros generales no son menos imprudentes que los de ustedes; la diferencia es que en India ellos no deciden nada y en Pakistán sí”.
Esta antigua ecuación puede haber cambiado: con la irrupción de los nacionalistas del BJP en India, ya son dirigentes civiles quienes propician el guerrerismo y ganan votos gracias a eso. El rimbombante cierre diario de la puerta en la frontera puede parecer un teatro. Pero en parte no lo es. Son hermanos peleados que, a fin de cuentas –como en Corea, otro país fracturado– cuando cae el sol, necesitan darse la mano antes de ir a dormir.
Los líderes actuales de ambos países –nacionalistas y religiosos de fuerte nexo con el poder militar– ganan apoyo popular ante cada enfrentamiento o bravata guerrera, y quizá crean en la vida después de la muerte: la reencarnación en el caso del hindú, un paraíso con 72 vírgenes para el musulmán. Quien apriete el botón sabe que la bomba regresa como boomerang: sumando cada lado de la frontera, hay 1508 millones de personas racialmente parecidas que en segundos podrían evaporarse por millones bajo hongos nucleares mucho más ardientes que el de Nagasaki. La catástrofe humanitaria de ese silencioso flash cegador que atestiguaron varios japoneses en la legendaria narración de John Hersey sobre Hiroshima, en este caso duraría décadas o siglos.
Una de las razones por las que el conflicto es tan complejo, es que se remonta al año 711, al llegar los ejércitos del califato Omeya. Según Firishta –historiador musulmán del siglo XVII– el baño de sangre tras esa conquista exterminó a 400 millones de hindúes, pasando de ser 600 a 200 millones en el siglo XVI. El rencor contra las dinastías musulmanas habría facilitado la llegada de los colonialistas ingleses, a quienes algunos vieron en un principio como protectores.