Quizás el lector novel no sepa que Enrique Santos Discépolo, cuya vida entró casi perfectamente en la primera mitad del siglo XX, fue figura omnipresente durante su existencia, y omnisciente desde el día de su muerte. Pocas personalidades de la historia argentina, si acaso alguna, supieron desplegar como él un talento tan multiforme y osado: actuación teatral, dramaturgia, autoría y composición de tangos, dirección y actuación en cine, y distintas formas de intervención en radio. Incluso llegó a dirigir, por poco tiempo, una orquesta de tango. Fue “el prototipo del porteño” -antes de la globalización se decía así de un sujeto al que se le adjudicaba la representación simbólica de toda la ciudad–, y desde 2008 la breve diagonal peatonal que va desde
Corrientes y Riobamba hasta Callao y Lavalle –por ahí cerca vivieron Enrique y Tania en los 40– se llama Pasaje Enrique Santos Discépolo, un dato bastante singular en una ciudad algo reacia a nominar sus espacios públicos con los nombres de sus héroes culturales.
Discépolo viajó por el mundo, y en París y Madrid sus tangos “Esta noche me emborracho” y “Yira… yira…” gozaron, especialmente en la primera mitad de los años 30, de gran fama. En Inglaterra, “Yira… yira…” llegó a ser tema de cabecera del príncipe de Gales. Discépolo fue adorado en el México de los años 40 –visitó el D.F. en dos oportunidades, y allí vivió una historia de amor–, mientras sus principales creaciones se esparcían por todo el continente, compitiendo cabeza a cabeza con los estrenos del bolero. Aun hoy, segunda década del siglo XXI, difícilmente exista un lugar en toda Latinoamérica donde no se conozcan “Uno” o “Cafetín de Buenos Aires”, tangos que Enrique escribió con la colaboración musical de Mariano Mores. En tiempos de Internet, es relativamente sencillo dar con algún documental sobre su vida apasionante –se hicieron unos cuantos para la televisión pública y canales culturales, e incluso algunas ficciones cinematográficas y teatrales de estos últimos años repararon en aspectos parciales de su biografía– desde cualquier lugar del mundo. Naturalmente, en el sitio web YouTube se pueden encontrar audios de la mayoría de sus tangos, en ocasiones editados con fragmentos de sus películas o compilados de fotografías.
Es cierto que fuera de nuestro país Discépolo nunca alcanzó el reconocimiento que se ganaron Carlos Gardel y Astor Piazzolla –algo razonable, si recordamos que Enrique no era intérprete, no cantó ni tocó sus propias obras– pero desafío a los lectores a que encuentren una canción argentina, cualquiera sea el género de pertenencia, que haya despertado, durante tanto tiempo y en tantos lugares a la vez, el interés acreditado por “Cambalache”. Allá por mediados de los años 90, mientras hurgaba toda clase de fuentes para esta biografía, encontré varias referencias internacionales, pero la que más me impresionó fue la del ensayista francés Pierre Vidal-Naquet. En su libro Les assassins de la mémoire, un agudo estudio sobre el revisionismo neonazi en la Europa contemporánea, Vidal-Naquet citaba, de modo completo, la letra de “Cambalache”, convencido de que no existe metáfora más certera de la confusión de valores y el relativismo moral que impulsan a quienes niegan la existencia del Holocausto que aquella de “ves llorar la Biblia contra un calefón”.
Si bien la vida pública de Discépolo pasó por diferentes momentos –cuando se metió de lleno en el cine dejó un poco de lado el tango, así como anteriormente la canción porteña le había robado horas a la actuación–, se las arregló para marcar con su estilo todo lo que hizo. Absolutamente todo. Una de las razones por las cuales seguimos hablando de él debe buscarse en la propagación de su sello artístico en una época de consolidación y despegue de nuevas formas culturales. Hoy lo calificaríamos de “mediático” (qué fea palabra), por su don de ubicuidad en distintas esferas de la comunicación social. Cuando se revisan viejas revistas de artes y espectáculos se tiene la impresión de que Enrique estaba en todas partes, a toda hora. (¿Qué hubiera sido de él en tiempos de la TV?). Retratos a lápiz de su inconfundible perfil se usaban para publicitar cigarrillos y receptores de radio. Esto llevó a un tipo de filiación entre vida y obra bastante inusual en aquellos años. De Discépolo siempre se habló, tanto en vida como en la posteridad, como de un personaje, una criatura nacida de un sainete o de una letra de tango. Naturalmente, él alentó esa fantasmagoría, y en este sentido pienso que “Soy un arlequín” fue su verdadero manifiesto. Digamos que le gustaba andar por la vida disfrazado de Discépolo, como hoy sucede con las estrellas de la música pop. Así lo amó la gente, al menos hasta la tormenta política que se desató poco antes de su muerte.
El acuerdo que al autor firmó con su público –“pacto de lectura”, decimos hoy con cierta sofisticación– no era nada común, como ya dije. Un ejemplo. Cuando Alfredo Le Pera escribió “Arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser” (“Cuesta abajo”), nadie creyó que el letrista estuviera refiriéndose ni aun en lejana inspiración, a situaciones personales. Ni siquiera que tuviera en mente alguna circunstancia privada de su genial intérprete, Carlos Gardel. Obra y vida corrían por carriles diferentes. Eso pasaba con casi todos los autores. En cambio, muchos versos –que, en rigor, son compases– de Discepolín jamás dejaron de escucharse en clave confesional.
Por supuesto la interpretación de las canciones como testimonio biográfico o texto confesional está plagada de fallas e ilusiones, pero aun así funciona de un modo bastante impresionante. Voy a otro ejemplo. Estaba yo una tarde investigando en la biblioteca de Sadaic cuando de pronto un señor mayor, con pinta de ex músico de tango, me preguntó muy amablemente sobre qué asunto estaba trabajando. Al escuchar el nombre “Discépolo” inmediatamente empezó a contar historias de la Buenos Aires de los años 40. Lo hizo con tanta pasión, que pronto se juntó un grupito de veteranos, toda gente que claramente sabía de tango mucho más que yo. “Pobre Discépolo, los disgustos que Tania le dio”, dijo alguien con la aprobación de todos. “¿Sabía, joven, que el tango ‘Esta noche me emborracho’ fue escrito el día que Enrique conoció a Tania?”. A esa altura de mi investigación yo ya sabía que eso era imposible: Enrique y Tania se conocieron cuando el autor fue a un cabaret a escuchar a la española interpretar su flamante éxito. Convencido de que ninguna precisión que pudiera aportar a esa charla informal alteraría ni un ápice las creencias del club anti-Tania (de alta matrícula, cabe agregar), seguí en lo mío. En fin, este es un punto importante a la hora de entender la trascendencia de mi biografiado. Pero no es el único.
Me tomo un descanso en la tarea de actualización. Paso del Word a Internet y reviso los últimos meses del país en busca de información que pueda serme útil a los fines de mostrar la presencia de los discursos discepolianos en nuestra atribulada contemporaneidad. Encuentro apropiaciones varias de la imagen del cambalache para metaforizar mezclas insólitas y, al mismo tiempo, icónicas de la vida nacional. Por ejemplo, en agosto pasado un prestigioso fotógrafo y artista visual inauguró una interesante muestra en el Centro Cultural Kirchner; al explicarla, dijo haberse propuesto representar “el ser nacional mostrado como un cambalache”. Unos días más tarde, un actor y humorista tituló “Discepoliana” su columna de opinión en un diario de alcance nacional. Allí citaba aquello de “hacete a un lado” para referirse al desconcierto de muchos frente a la realidad política del país.
Fuera del ámbito de la cultura, donde se supone que las referencias a Discépolo son más o menos usuales, me topo con la columna de un conocido periodista deportivo que comparaba la situación, sin duda complicada, que atravesaba la Asociación del Fútbol Argentino con “el cambalache discepoliano”. Se trataba de una comparación fácil pero eficaz. Como todos saben, 2016 fue un año magro para el fútbol argentino. La selección perdió frente a Chile, por penales, la final de la Copa América. Inmediatamente, un clamor popular se levantó para pedirle al mejor jugador del mundo que reviera su apresurada decisión de abandonar un seleccionado aquejado por el Karma del segundo puesto. De pronto, en reversa de una persistente descalificación al crack por ser “pecho frío”, desconocer la letra del Himno Nacional y carecer de espíritu de liderazgo, la sociedad toda (sabemos que los medios nos inducen a creer que todos estamos ahí, en la derrota y en el clamor), se esgrimió el amor a la camiseta nacional como antídoto contra las mercantilizadas reglas del deporte profesional. Parte de la prensa aprovechó la catarsis colectiva para filosofar (¡otra vez!) sobre “los argentinos”. El famoso “así somos”. Un editorialista del diario más poderoso del país fue todavía más lejos, y se autoincriminó, por supuesto –y sin que lo hayamos autorizado– en nombre de todos nosotros: “perdonanos”, le pidió al delantero. De pronto, como en la película El hincha protagonizada por Discépolo, el deseo desinteresado de ganar por ganar –el idealismo del deporte– se identificó con la reserva moral en un mundo empachado de deslealtad y corrupción.
En otro orden de cosas, un ex alto funcionario del gobierno anterior vivió la noche más larga de su vida. Fue descubierto de madrugada en las puertas de un convento de provincia arrojando bolsos con millones de dólares que, se sospecha, no ganó con trabajo honesto. In fraganti, pudo haber cantado para sus adentros los versos iniciales del tango “Tormenta”: “Aullando entre relámpagos/ perdido en la tormenta/ de mi noche interminable/ ¡Dios!...”. El actual gobierno se escandalizó ante la noticia, pero cuando se le preguntó al presidente de la nación por cuentas millonarias a su nombre en el exterior acusó desmemoria y buscó minimizar la denuncia. Un diputado de su partido salió a defenderlo frente a las cámaras de televisión con un argumento forjado en la inversión de una máxima del tango más célebre de Discepolín: “Ahora no pretendan sostener que todos somos igual de corruptos”, como si existiera un estatus vip de la corrupción. O una corrupción de baja intensidad.
Unas semanas después, para los festejos del Bicentenario de la declaración de la Independencia, el gobierno argentino preparó una módica lista de invitados internacionales. Muchos se sorprendieron de ver ahí al ex rey Juan Carlos de España, una figura cuyo desprestigio, merced a escándalos familiares y su poco simpática costumbre de cazar elefantes y fotografiarse con sus presas, creció exponencialmente en los últimos tiempos. No hace falta ser un erudito en letras de tango para recordar uno de los tramos más chispeantes de “Qué sapa, señor”: “Los reyes temblando remueven el mazo/ buscando un yobaca para disparar…”. Una alusión de 1931 a los reyes Borbones, a los que unos versos más adelante Discépolo citó textualmente (“¡Qué sapa, señor… que ya no hay Borbones!”), volvió como flashback de cultura popular a un país que parece esmerarse para estar a la altura de sus canciones más sarcásticas.
A los desfiles del 9 de julio se sumaron integrantes del llamado Operativo Independencia –parte de la maquinaria del terrorismo de estado en la provincia de Tucumán– y del movimiento faccioso “carapintadas” que encabezó un intento de asonada contra el gobierno de Raúl Alfonsín. Aparentemente nadie los invitó a desfilar, pero tampoco fueron explícitamente desalentados de hacerlo. Consultado por este tema, el hijo del ex presidente se mostró muy ofuscado, y con un involuntario alarde de buena memoria citó en una entrevista por radio las primeras estrofas de “Cambalache”, y así dio a entender que el fascismo criollo y el día de la Independencia son cosas que no deberían mezclarse.
Por último, en los días de frío y elevadas tarifas de servicios públicos el presidente de la nación se disgustó por una burla que se le hizo por televisión. A juzgar por el relieve que se le dio al entuerto, el asunto se puso denso. Finalmente todo terminó en una reunión en Olivos entre el mandatario y el conductor del programa en cuestión. Aparentemente reconciliados –como si se hubiese tratado de una conferencia secreta a favor de la paz mundial, no trascendieron las condiciones del armisticio–, ambos no tuvieron mejor idea que sacarse una foto selfie y someter el resultado a una aplicación que deforma las caras hasta el punto de invertir las identidades. De tal manera que en las redes sociales y en los principales medios del país el cómico se quedó con la cara del presidente, y este con la cara del cómico. “Verás que todo es mentira”, hubiera glosado ya sabemos quién.
Podría seguir un trecho más, pero prefiero detenerme aquí.
Discépolo murió en 1951. ¿Qué nos queda de él? Sin dudas, las frases desgajadas de su agudo verbo. “A la honradez la dan por moneditas”, “Vale Jesús lo mismo que el ladrón”, “El verdadero amor se ahogó en la sopa”… –todas estas de “Qué vachaché”, su tango de 1926– y las que cité en los párrafos anteriores. En situaciones difíciles, nos acordamos de él. Nos da letra, nos ayuda a nominar las cosas con humor amargo, sin perder nunca de vista la dimensión grotesca de la vida. De vez en cuando las señales nostálgicas del cable pasan algunas de sus películas. Es un placer verlo actuar, delgadísimo, con su gran nariz, hiperactivo, desbordado. La verdad es que no hizo grandes filmes, pero esos rodajes tienen algo… ¿discepoliano?
También se recuerda, cómo no, su adhesión al peronismo. La mayoría de los centros culturales y ateneos llamados “Enrique Santos Discépolo” o “Mordisquito” han sido fundados por simpatizantes y militantes peronistas. Como se sabe, Discépolo formalizó su adhesión en un programa de radio, Pienso y digo lo que pienso, emitido en los meses previos a las elecciones nacionales de 1951. Allí se cruzaba con “Mordisquito”, un interlocutor imaginario al que el orador interpelaba con todos los logros acreditados por el gobierno nacional y popular.
En estos últimos años, para regocijo de la mitad “K” del país, los audios de algunos de aquellos programas reaparecieron en las redes sociales. (Veinte años atrás no hubiera podido siquiera imaginarme esta forma tecnológica del regreso). Incluso en el segmento “segunda mañana” de un exitoso programa de radio un actor de stand up glosa aquellos discursos con datos de la actualidad. No caben dudas de que algunas de las brillantes argumentaciones con las que Discépolo increpaba a los opositores –“Hace años y años, esto tan importante y precioso, esto que hoy es una patria era realmente un club”– pudieron aplicarse sin muchas modificaciones al clima de discordia política de los años 2003-2015. En todo caso, el “a mí no me la vas a contar, Mordisquito”, pergeñado por Discépolo en relación a la situación política y social de la Argentina de la década del 30, funcionó bastante bien en relación a “los 90”, más allá de algunos forzamientos y zonas erróneas.
Pero las mayores utilidades de la riqueza cultural de Discépolo deben ser inventariadas en las grabaciones de sus tangos. De hecho, un puñado de estos se sigue interpretando, lógicamente a un ritmo más espaciado que el de los años históricos de la canción porteña. Me levanto de mi escritorio y echo un vistazo a los compactos editados después de 1996. Y sí, hay algunas cosas de Discépolo. Vayan como ejemplos dignos la versión que el grupo 34 Puñaladas hizo de “Quién más, quién menos” o la de Lidia Borda de “Sueños de juventud”. Me entero que una discográfica multinacional está preparando para estos días la demorada reedición de aquel hermoso disco de Edmundo Rivero en el que canta lo mejor de Discepolín. Qué buena noticia. Seguramente saldrá a la venta al mismo tiempo que este libro.
Pero aun teniendo en cuenta estos datos, cabe decir que mi biografiado no es una presencia dominante en los repertorios de los intérpretes del tango del siglo XXI, como sí lo son Homero Manzi y Alfredo Le Pera. Donde el arlequín parece sobrevivir mejor que otros autores de su tiempo es allende las fronteras del género. Censemos rápidamente: Los Piojos y “Yira… yira…”; Liliana Felipe y “Chorra”; Elena Roger y “Canción desesperada”; Nacha Guevara y “Qué vachaché”; Aorta y “Tres esperanzas”; Enrique Bunbury y “Confesión”; Cecilia Rossetto y “Secreto”; Pablo Dacal y “Por qué te obstinas en amar a otro si hoy es lunes”.
Naturalmente, de “Cambalache” abundan las grabaciones menos apegadas al canon tradicional, como las de Joan Manuel Serrat, Caetano Veloso, Raul Seixas, Sumo, Hermética, León Gieco y Andrés Calamaro, entre muchas otras. Es común toparse aquí con leves sustituciones de la letra original, gambitos que, al menos desde la grabación célebre de Julio Sosa (“el que vive de las minas”, decía el Varón del Tango, ahí donde el autor había escrito “el que vive de los otros”), buscan actualizar mediante guiños lo que se supone es un mensaje universal. Por ejemplo, el brasileño Raul Seixas canta “John Lennon y San Martín”, y la banda de metal Hermética, más atenta al juego de contrastes y al efecto “pesado”, se manda con “Videla y San Martín”. Finalmente, existen citas parciales de “Cambalache” en canciones como “Siglo XXI” de Luis Eduardo Aute, “No te mueras en mi casa” de Charly García y “La biblia y el calefón” de Joaquín Sabina. (Cabe recordar aquí los títulos de dos programas de televisión de inspiración ligeramente discepoliana: Siglo XX Cambalache, conducido por Teté Coustarot y Fernando Bravo, y La Biblia y el calefón de Jorge Guinzburg).
Pareciera que cuando de Discépolo se trata no alcanza con referirse exclusivamente a la poética del tango, ni al marco histórico durante el cual el género alcanzó su mayor desarrollo. Uno podría decir que los tropiezos de la historia nacional contemporánea son los responsables de la vigencia del Emil Cioran de nuestra cultura popular. Que, como sociedad, estamos condenados a repetir errores o falencias. ¿Cuántas veces hemos oído decir, perturbados por la frustración y el desengaño colectivos, “¡Qué razón tenía Discépolo!”? Seguramente, el lector de estas páginas pensará que los hechos de la realidad nacional de 2016 que describí en otro tramo de este prólogo son claramente “discepolianos”. Yo creo lo mismo, para qué negarlo, pero no porque hoy seamos lo mismo que ayer (y en todo caso habría que discernir con más precisión de qué hablamos cuando hablamos de “nosotros”). En realidad, tiendo a pensar que así como hay situaciones borgeanas y kafkianas, las hay discepolianas, por más que las características relacionadas con nombres propios de la música popular no estén tan legitimadas como las gestadas en el campo de la alta literatura. Todavía nos cuesta aceptar la teoría del autor en las formas culturales “menores”. Y más aún la posibilidad de que sea la sociedad la que acuda a sus canciones, y no las canciones a su sociedad.
Desde que salió la primera edición de esta biografía me propuse dos cosas: tratar de explicar, apoyándome en lo que había investigado y escrito, el lugar que el autor de “Qué sapa, señor” supo construirse en la cultura argentina y, asimismo, observar en qué medida sus principales tangos siguen vivos más allá del siglo descrito con tanto ingenio y premonición en su tango más famoso. Si mi primer propósito se logró con mucho trabajo pero sin grandes obstáculos –¿quién puede negar la singularidad histórica de un autor multifacético y al mismo tiempo profundamente anclado en la cultura porteña dela primera mitad del siglo XX?–,confieso que me sigue intrigando la potencia semántica del nombre “Discépolo” y su inmediato tránsito a la condición de adjetivo.
Hasta donde he podido averiguar, no existe nada similar en otras partes. Por supuesto, ejemplos de interpelación de la música popular a la vida política de un país hay muchos. Aun así, la peculiaridad de Discépolo –es decir, el modo persistente, casi obsesivo con el que su obra y su figura resisten el paso del tiempo– permanece invicta. Es infrecuente –me cuido de ser taxativo– que canciones de un autor/compositor que elaboró la mayoría de su obra ochenta años atrás puedan regresar siempre como aforismos de un sentido común nacional. ¿Acaso las canciones de Cole Porter, Ernesto Lecuona, Agustín Lara o Violeta Parra tienen en los discursos sociales de sus respectivas comunidades la presencia incisiva y algo moralista que los argentinos le atribuimos a “Yira… yira…” y “Cambalache”? ¿Qué coetáneo de Discépolo pudo imaginar que cuando en un programa de radio de 1947 el autor decía “como el boomerang, como los criminales, como los novios, como los cobradores, yo regreso siempre” estaba anunciando la fatal atadura de su cancionero a la suerte –o desgracia– del país? Parece cosa de locos. O de sabihondos y suicidas. Pero es un dato tan real como fascinante. No hay vuelta que darle: Discépolo sigue siendo nuestro contemporáneo.