Dos rayitas confirman que es positivo. Yakie, de 19 años, estudiante de Letras, está embarazada. “No sé qué hacer con Tomi. Cómo decirle. Tengo miedo de que quiera tenerlo –escribe–. De todos modos, sería muy ridículo Tomi como padre. No me lo puedo imaginar. Lo puedo imaginar muerto atropellado por un auto. O peor, por un colectivo. Todo reventado con los órganos para afuera. Pero no me lo puedo imaginar jugando con un nene rubicieto como él en una plaza”. Los pensamientos de esta joven -hija de una reconocida dramaturga, que está por estrenar una obra en el Cervantes- se vuelven más corrosivos, como si la carrera contra reloj para abortar con Misoprostol aumentara su ferocidad y lucidez sobre Tomi, un estudiante crónico de Comunicación Social, de 32 años, que también es poeta. Ella lo define como un loser “que no tiene un peso partido por la mitad” y “le pide plata a la madre para pagar las cuentas”. Detrás de la intensa voz de Yakie, en primera persona, está el escritor Carlos Godoy, que arriesga y sale de la zona de confort de su literatura para construir una ficción potente y extrema. Jellyfish. Diario de un aborto (Tusquets) es una novela donde la ficción “documentada” –el registro día tras día, durante tres semanas, del 5 de marzo al 25 de marzo de 2017, en coincidencia con el proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE)– parece más verdadera que la realidad.
Yakie puede ser demasiado irónica, excesivamente cruel. “Parece que se hacen 450.000 abortos en Argentina -obvio, siempre ilegales- por año, y mueren 43 mujeres realizándoselos. Es poco. Vamos. No es tan terrible. Me esperaba una estadística demoledora. Corte que no debe ser tan peligroso. Esto es pan comido. Ah, no, mueren muchas más. Porque parece que los médicos, en las actas de defunción, no ponen que esas pacientes murieron por un aborto, para no criminalizar. Pero de todos modos, el aborto con Miso es lo más seguro que hay, no me voy a meter perejil, ni el gancho de una percha, ni una aguja de tejer, que parece que es lo que suelen hacer. Re animal. Sacarse un jellyfish de adentro como si fuera reventar un grano. Así, pum, de una, con toda. Re loco”. Godoy, escritor cordobés que vive hace un tiempo en Buenos Aires, autor del poemario Escolástica Peronista Ilustrada, los relatos Can solar y la novela La construcción, entre otro, dice en la entrevista con PáginaI12 que la irrupción del movimiento de mujeres “es el evento político más importante de los últimos años”.
–¿Por qué se te ocurrió escribir una novela desde la voz de una joven de 19 años que hace un aborto con Misoprostol?
–Me parecía una buena idea que circule una novela, una ficción, que además de ser un texto literario –con una mirada y con la construcción de un mundo– funcionara como una especie de instructivo, de manual de procedimiento de aborto con Misoprostol, pero enmarcado en un contexto realista. Si lo contaba con una voz masculina, el texto perdía fuerza. Y también me gustó esa ambigüedad de tratar un tema complejo, la soberanía del cuerpo de las mujeres, escrito por un hombre, pero narrado con la voz de una mujer.
–¿Cuáles fueron las mayores dificultades que afrontaste para sostener esa voz? ¿Qué cuestiones de la “masculinidad” tuviste que deconstruir o revisar para poder mantener sin fisuras la voz de esa mujer?
–Me costó bastante. Hice algunos ejercicios y pruebas hasta que finalmente llegué a esa voz medio intensa, medio tierna, medio irónica y a la vez mordaz y observadora. Después esa voz simplemente empezó a hablar, a contar cosas. No sé si tuve que hacer un ejercicio de deconstrucción, más bien empezó a aflorar cierta mirada femenina -recuerdos, charlas, ideas, discusiones- que estaban en algún lado y que esa voz permitió liberar. Fue tan magnética la voz de esa adolescente -o pos adolescente- que quedaba funcionando en mi cabeza incluso cuando ya no estaba escribiendo. La novela en su estructura de diario, tenía una semana más. Pero la terminé antes porque me estaba volviendo loco.
–Un libro de referencia para Yakie es Maternidad imposible, de Irene Vilar. ¿Por qué elegiste que Yakie estuviera dialogando y discutiendo con el libro de Vilar?
–Hace varios años Juan González del Solar, editor en ese momento de la editorial española Lengua de trapo, me ofreció traducir Impossible motherhood al español. Hice una prueba traduciendo el primer capítulo, pero mi propuesta no fue seleccionada. Tiempo después, Juan me alcanzó la novela ya traducida y entonces la volví a leer. Tuve dos acercamientos al texto, primero en su lengua original y luego en la mía, que me hicieron relacionarme de una manera especial, profunda con sus enunciados y sus ideas. Cuando empecé con este proyecto de escritura, pensé en partir de Maternidad imposible de Irene Vilar como diálogo porque es una referencia inmediata –por lo menos para mí– y porque plantea una mirada sobre el aborto muy tóxica, moralizante, victimista, determinista y legal. Se ubica exactamente en las antípodas de lo que yo quería escribir.
–En la novela aparece una tensión respecto al uso de los hospitales públicos, cuando Yakie se tiene que hacer un análisis de sangre o una ecografía. ¿Cómo explicás esa especie de amor-odio a la salud pública?
–La protagonista recurre al hospital público en el marco de un ejercicio autoconsciente de clase, como un experimento en el que ella es el conejillo de indias. Un poco repitiendo –o copiando– el ejercicio que realizó Laura Meradi en su crónica Alta rotación (2009), donde la autora recorre una serie de trabajos precarizados y los narra desde una mirada etnográfica, no desde la naturaleza de cumplir con una obligación laboral. En este sentido, el del experimento etnográfico, es que la protagonista indaga sobre qué es lo que sucede cuando las personas que estamos acostumbradas al acceso a una salud prepaga o privada, tenemos contacto con la salud pública.
–Llama la atención el rol opaco que tienen los hombres en la novela, especialmente Tomi, un loser que intenta acompañar malamente a Yakie, cuando aborta. En la novela pareciera que la interrupción voluntaria del embarazo es una cuestión solo de mujeres. ¿El aborto debería interpelar también a los hombres?
–Es un llamado de atención hacia eso, claro. No sólo Tomi es un personaje masculino trunco, fallido. El padre de la protagonista es un padre ausente, el personaje con el que sale su mejor amiga tiene fama de golpeador. Quise que los roles masculinos que aparecieran en la novela no generaran empatía, sino más bien lo contrario. Por otro lado, me pareció que al ser un autor hombre el que escribe la novela, por más que la voz sea de una mujer, ya está dicho de un modo explícito –o quizás no tanto– que los hombres también pueden abortar, no desde el cuerpo pero sí desde la escucha y desde la gestión como formas de compañía. Tomi es un loser, pero, con sus problemas para afrontar la adultez, gestionó prácticamente todo el aborto, tiene un rol activo pese a que la protagonista lo detesta y detesta particularmente ese rol tan presente.
–Yakie confiesa en el diario que se niega a decir “hije”: “es una lucha con el lenguaje, una batalla que por el momento no quiero dar”. ¿Qué te pasa como escritor con el lenguaje inclusivo? ¿También lo vivís como una lucha con el lenguaje que por el momento no querés dar?
–No tengo nada ni en contra ni a favor del lenguaje inclusivo. Creo que es una gran marca de época en cuanto al ejercicio de lo políticamente correcto, quizás logre instalarse, quizás no, lo que hay que reconocer es que está generando una concientización, a veces paranoide, sobre el uso de las palabras. Sobre la tensión de determinadas frases. La protagonista dice esa frase al principio del libro como para reconocer la marca de época que implica el lenguaje inclusivo, pero desvinculándose rápidamente de él. Como escritor, desde una mirada técnica, narrar en lenguaje inclusivo es escribir un texto experimental a lo Perec. Dependiendo de cuál sea el proyecto literario que se tenga puede funcionar como una herramienta hasta pynchoniana, si quiere. Federico Jeanmarie, por ejemplo, en La creación de Eva (2018), tomó al lenguaje inclusivo como una arista para leer la época.
–A propósito de que escribís desde la voz de una mujer una ficción, una novela, pero que tiene un fuerte anclaje con la realidad, hacia el final aparecen dos aspectos interesantes. Yakie escribe que “estamos en un momento de la historia donde la ficción no alcanza a describir los procesos de la realidad” y luego agrega que “el realismo, la realidad, es un grotesco delirante”. Si la ficción no alcanza y el realismo es un grotesco delirante, ¿cómo escribir hoy, en el siglo XXI?
–Hace unos años di un curso que se llamó “Nueva ciencia ficción argentina”, en el que trabajaba con varios autores locales de entre 30 y 40 años que escriben ciencia ficción. La hipótesis de este curso era que la ciencia ficción se transformó en un realismo. Un poco porque los avances tecnológicos son devastadores y un poco porque la realidad se volvió muy extraña. Lo que dice la protagonista en la novela es una aproximación a esa idea, solo que más para el lado del grotesco que de la ciencia ficción. En ese sentido, respondiendo a la pregunta, creo que el siglo XXI en cuanto a género va por la ciencia ficción o el grotesco delirante. En cuanto a técnica, va por la postproducción –tomando el término de Nicolas Bourriaud– de lo producido en la red. Peronismo spam de Charly Gradin o los Diarios del odio de Roberto Jacoby podrían ser ejemplos.
–¿Fuiste a alguna de las marchas de “Ni una menos” o del 8M?
–Sí. Trato de ir a todas las marchas del 8M o “Ni una menos” o a las concentraciones por la despenalización del aborto en el Congreso. Pero no marcho. Voy hacia el final, cuando ya no se marcha y se aglutinan en algún escenario. Me gusta ver los afiches, los grafitis, dar un par de vueltas, levantar panfletos. No sé si es la mejor forma de participar, pero es la que encontré.
–¿Cómo evaluás la irrupción en la arena pública del movimiento de mujeres, especialmente durante el tratamiento de la IVE el año pasado?
–Es el evento político más importante de los últimos años. Excede al bipartidismo de la política argentina y por más que no aparezca como una alternativa sí lo hace como una fuerza. Es como una efervescencia de la política en un estado primitivo –y no digo primitivo como algo despectivo, sino como algo puro, sin contaminantes– que todavía no se sabe quién ni cómo podrá capitalizarlo.