Entro rápido, me tumba el vaho, y saludo para abajo para que nadie me escuche. Tecleo mi número de identificación en la computadora de la recepción, me muestra una foto mía ridícula –en ella sonrío demasiado, como pidiendo un favor– y me salta un cartel que me dice: “¡Bienvenida Ana! ¡Esta semana no viniste! ¡Hoy toca tomarte las medidas!” Le digo mentalmente a la máquina que estoy al tanto y sigo. Todavía no me saqué los auriculares y alargo el momento hasta el vestuario, como una forma inútil de resistencia. La primera. 

  Voy al baño para mear y a saludar a Mister Tacho, un balde de basura parlante que nos pide a las clientas de esta famosa cadena de gimnasios “que cambia hábitos de vida” que por favor le demos de comer a él y no al wáter. Odio a Míster Tacho. Lo llenaría de tampones prendidos fuego. O peor, lo mataría de hambre y atiborraría a Míster Water hasta causar una inundación masiva y así lograr la muerte y destrucción de ese espacio lila lleno de pósters con preguntas afirmativas: “¿Sabías que el ejercicio es el peor enemigo de la depresión?” “¿Sabías que el deporte es más poderoso que la genética?” Y el más desconcertante: “¿Sabías que ejercitarse media hora todos los días combate la sordera?” 

Todo el local está empapelado con paisajes en tonos pasteles y fotos de modelos excedidas de peso o de la tercera edad que son felices porque lo intentan. También hay fotos de las animadoras (ellas se llaman a sí mismas coaches) que son las encargadas de que las clientas hagamos bien los ejercicios en la media hora obligada –ni un segundo menos, ni un segundo más– que nos toca estar allí. Media hora. Media hora y estoy afuera.

Soda Stereo y Shakira están a tope y en versión tropical. Espero para entrar al circuito de doce aparatos que tendré que recorrer dos veces y media. Ni un aparato más, ni un aparato menos. Eso me repito mientras caliento en la “plataforma”, un cuadrado de madera donde todas tenemos que hacer algo entre los ejercicios. Yo hago que corro, pero mis compañeras hacen bailecitos. La están pasando bien mientras calculan gracias a un chip si se están superando a sí mismas. Yo no tengo chip. En el medio del circuito están las coaches que nos dan aliento, como encarnaciones infernales de los pósters color pastel.

–¡Vamos rubia! ¡Vos podés! –dice la más bajita, una morocha de cerquillo tipo pequeño pony, con una extraversión tan impostada que me den ganas de preguntarle todo el tiempo si se siente bien. Yo soy rubia. Me está hablando a mí y claro que puedo. Cómo no voy a poder. Esto es un gimnasio para la tercera edad. Si no puedo, me mato.

– ¡Vamos rubia! –insiste el pony sin mirarme.

Pienso en súcubos. Doy saltitos en mi lugar y pienso en íncubos. Nunca sé cuál es cuál. Pienso en el poema de Baudelaire. Lo juro. No suelo pensar en Baudelaire pero mientras decido si la coach es un súcubo o un íncubo lo invoco. Termina “Persiana americana” y...

–Cambio de estación.

La misma gallega cachonda que habla en los GPS es la que nos dice cuándo tenemos que cambiar de aparato en el circuito. Quiero conectarme a mi mp3 lleno de música de rockeras que buscan venganza pero me da miedo de perderme a la gallega y quedar pegada. Me toca hacer abdominales. Bajo y subo. Bajo y subo.

–¡Vamos rubia que queda poquito!

El súcubo está obsesionada conmigo. Es la única explicación. Y qué raro que insista con lo de rubia, porque ahora estoy bastante oscura. Pero quién sabe. Capaz que tengo aura de rubia. Porque siempre fui rubia. Quizás debería aclararme un poco el pelo ahora que viene el verano. El pony me insiste porque soy la que no tiene chip, la que no va nunca ni se toma las medidas. Seguro que me quiere agarrar al final del circuito para pesarme y venderme suplementos nutricionales.

Bajo y subo.

A mí no me van a agarrar. Soy el último bastión de resistencia. Soy la última esperanza para destruir a este sistema. Soy menor de setenta años y no me tonifico. Permaneceré infeliz, atada a mis genes sedentarios y con problemas de sordera.

–¡Vamos Romina, vos podés rubia linda! –dice el pony, y le da una palmadita en la espalda a una señora que está al lado mío.

La semana que viene me hago el chip sin falta.