To Walk Invisible, la nueva megaproducción televisiva de la BBC sobre las escritoras Brontë estrenada a comienzos de año en Inglaterra –accesible para el público argentino en la web–, vuelve a ubicar en el centro de la escena a las hermanas más extravagantes del Romanticismo inglés, unas antiheroínas arquetípicas, a la vez austeras y enajenadas, opacas y vehementes. La excelente reedición en castellano de Jane Eyre por Penguin Classics y los festejos por el bicentenario de sus nacimientos no hace más que echar leña a un fuego que hizo combustión en 1848, cuando la publicación de sus novelas causó conmoción y espanto en el mundo literario londinense.
El título del film alude a la decisión de las tres escritoras de publicar sus libros con seudónimos masculinos y a escondidas menos de su padre párroco que de los vecinos del remoto pueblo de los páramos en el que vivían. En un brío por reivindicar su labor invisible la directora Sally Wainwright convierte a Emily Brontë (Chloe Pirrie, de Black Mirror) en vocera de una épica feminista que si inmola cierta gracia y belleza en su actuación jacobina, es redimida por su fervor político o más aún, su pedagogía.
André Téchiné militó a su manera con Les soeurs Brontë (1979), al aplicar al casting el concepto hitchcockiano de los actores como portadores de personajes. Con ese ánimo escogió a Isabelle Adjani, la travistió con ropas de hombre y le entregó dos pistolas: su Emily alucinada es magnífica. También lo es la Anne Brontë de Isabelle Huppert y el Thackeray de un sorprendente Roland Barthes, una rareza.
Pese a su ímpetu feminista, Wainwright no puede evitar no tanto el melodrama como la lección moral: acusa con severidad la dipsomanía y el libertinaje de Branwell, el hermano varón, redime al padre al presentarlo como un anciano y bonachón Jonathan Pryce y retrata a las hermanas como a tres vírgenes del páramo aunque... ¿en verdad lo fueron?
Los datos biográficos coinciden en que las cinco niñas y el único hijo del párroco Brontë nacieron entre 1813 y 1820 en una vicaría del salvaje Yorkshire, al norte de Inglaterra. Poco antes de que muriera la madre en 1821 tomó las riendas de la casa una tía que leía a los niños El metodista de Penzance, una revista en la que abundaban los milagros, las apariciones y las advertencias sobrenaturales. La tía, pequeña y enjuta, rizos postizos, llegó al páramo desde un balneario sureño de Cornualles montada en unos zuecos de madera, su espada flamígera para combatir los fríos suelos de piedra de la casa parroquial, con el plan de despachar a los niños a un internado y regresar a Penzance lo antes posible.
De modo que en 1824 el párroco envió a cuatro de las chicas (la mayor, María, tenía diez años y la menor, Emily, cinco) a un colegio para hijas de clérigos pobres, un destino común en la literatura infantil inglesa, donde la orfandad y el internado es menos una correspondencia que una taxonomía. El director del colegio Cowan Bridge era el reverendo Carus Wilson, un calvinista fanático de la teoría de la predestinación que ahorraba en pan pero no en prédicas:
“Miren a esta niña mala. ¡Oh! Qué triste historia tengo para contarles. Ella estaba en tal ataque de furia que cayó muerta. ¿Dónde creen que está ella ahora? Nosotros sabemos que las chicas malas van al infierno cuando mueren... Mis niñas, tengan cuidado de tales pecados. Oren para ser sumisas y humildes en el corazón, como desea vuestro querido Señor”.
El párroco Brontë, un irlandés pobre becado de Cambridge, no consideraba que el rigor de una escuela fuera benéfico para su hijo varón, un año mayor que Emily, quien quedó en el hogar junto a Anne, la menor de los hermanos.
El martirio y muerte por tuberculosis que las dos chicas mayores sufrieron en Cowan Bridge se convirtió en material dramático de Jane Eyre, la primera novela publicada de Charlotte, e inspiración de los escritos de los cuatro niños sobrevivientes durante toda su vida. Dos años después de Cowan Bridge, vestidos con ropas oscuras y pálidos por la fiebre escarlatina Charlotte, Emily, Branwell y Anne, de entre siete y diez años, empezaron a escribir poemas y romances en sobras de papel de cocina. Sus sagas de batallas, sacrilegios, crímenes y apostasías estaban sesgadas de amores corrompidos que se inspiraron en los poemas de lord Byron, al que leían con pasión. Estas páginas del tamaño de un pulgar, escritas a escondidas, fueron encuadernadas con bolsas de azúcar robadas de la cocina.
Cuando tenía trece años y sentido dramático Charlotte ubicó el comienzo de los juegos literarios una noche gótica de 1827 “por el tiempo en que la fría escarcha y las inhóspitas nieblas de noviembre son seguidas por las tormentas de nieve y los penetrantes vientos nocturnos del pleno invierno”. El autodidactismo frenético de los chicos Brontë se alimentó en sociedades académicamente dudosas como la Escuela de Mecánica de Keighley y en lecturas clandestinas de Thomas De Quincey y sobre todo del Blackwood Magazine, la revista más vanguardista de la época, que les prestaba un vecino. Por las mañanas, luego de decir sus plegarias, desayunaban avena cocida y tomaban lecciones de su padre; luego Branwell estudiaba griego y latín mientras las niñas cosían. Si su vida familiar lucía oscura, monótona y discreta, el “mundo infernal”, como llamaban a sus reinos imaginarios, destilaba bastardía, adulterio, homosexualidad, opio, láudano, whisky e incesto.
A los doce años Branwell citaba a Virgilio mientras escribía con la mano derecha en griego y con la izquierda en latín. Pelirrojo, miope, flacucho y bajo de estatura, su manera de hablar enlazaba el inglés antiguo con el dialecto de Yorkshire que hablaban los vikingos y e interjecciones en griego. Charlotte ridiculizó su jactancia en uno de sus textos, pero su padre lo consideraba un genio.
Entre un trabajo de institutriz y otro, en 1842 Charlotte y Emily viajaron a Bélgica para perfeccionar el oficio, que detestaban. Las maestras belgas les inspiraron repulsión, pero tuvieron un profesor de Retórica asombroso. “Vamos a analizar juntos a Lamartine desde el punto de vista de los detalles.” escribió el profesor Heger a Charlotte. ¿Es preciso aclarar que ella se enamoró enloquecidamente? Aunque discutían a menudo, el profesor detectó el genio de Emily, al que calificó mayor al de su hermana: “Debiera haber sido hombre, un gran navegante”. Tal como él adivinó, Emily era masculina, misántropa y demoníaca. Pero su preferida era Charlotte, que sufrió hasta la demencia por su amor.
Los cuatro hermanos fueron calamitosos educadores: carecían de paciencia y los niños los irritaban hasta la exasperación. Diario de gobernanta de Charlotte: “Agosto 1836. Una necia me interrumpió con una lección. Debería haber vomitado”. Branwell tiraba del pelo y pegaba con los nudillos a los alumnos de la escuela dominical. ¿Acaso podían interesarle? Su iniciación como joven romántico se consumó en las tertulias literarias de las tabernas de Bradford, donde se aficionó al opio y escribió su obra más inspirada. En 1846, mientras los periódicos de Yorkshire empezaron a publicar sus poesías, se enamoró de la madre de su pupilo de Thorp Green. El romance tuvo un final estrepitoso y lo dejó destrozado, aunque llegó a escribir el fragmento de una novela de adulterio. Tras los pasos de Coleridge pero sin las reglas de etiqueta que le hubieran proporcionado Oxford o Cambridge, alcohólico, opiómano, enfermo de tisis, sacrificial al Romanticismo, Branwell protagonizó la tragedia que anhelaba escribir.
Con la herencia que les dejó su tía al morir (Branwell quedó excluido del testamento) las hermanas publicaron sus poemas. Al tanto de las desventajas que les acarrearía publicar con nombres de mujer, eligieron seudónimos masculinos: Currer, Ellis y Acton Bell. La publicación selló la primera proscripción de Branwell de la fraternidad, aunque gran parte de la crítica moderna considera sus poemas superiores a los de Anne y Charlotte.
Entretanto, las hermanas escribieron sus primeras novelas –en las que, de distintos modos, Branwell fue profusamente saqueado–, que Charlotte envió a un editor tras otro. Con afán de ahorrar, al llegar los paquetes rechazados volvía a enviarlos a un nuevo editor en el mismo sobre, después de tachar las direcciones anteriores. Ese sobre lleno de tachaduras recibió en junio de 1847 el joven y entusiasta editor George Smith, de Londres.
Smith & Elder publicó Jane Eyre cuatro meses después, con un éxito extraordinario. El círculo de intelectuales londinenses estaba tan pasmado por la extravagancia del libro como curioso por la identidad de su autor. En diciembre, además, llegaron a las librerías dos nuevas novelas: Agnes Grey, de Acton Bell y Cumbres borrascosas, de Ellis Bell. La crítica los calificó de “repulsivos, mórbidos y brutales”, aunque reconoció su “inusitado talento”.
En eso, en julio de 1848 un editor ofreció a los Hermanos Harper de New York La inquilina de Wildfell Hall aduciendo que era una nueva novela de Currer Bell, el famoso autor de Jane Eyre. En verdad era la segunda novela de Anne pero George Smith, el editor de Jane Eyre, escribió una suspicaz carta a Currer Bell sugiriendo que había sido engañado.
Al recibir la nota, Charlotte comprendió que había llegado el momento de revelar sus identidades: sólo una prueba fehaciente de que los Bell eran tres personas separadas podría desbaratar la confusión. La prueba, sin dudas, eran ellas mismas.
Ante la renuencia de Emily, emprendió la caminata hacia la estación de tren con Anne, esa misma tarde, bajo una lluvia tempestuosa. Empapadas, tomaron el vagón de segunda clase hasta Leeds y allí hicieron el transbordo al tren nocturno rumbo a Londres. A las nueve de la mañana del día siguiente se encaminaron a la calle Cornhill con una “extraña excitación interior”. Al entrar a la lujosa librería de Smith & Elder se cruzaron con unos jóvenes elegantes: “¿Podemos ver al señor Smith?”.
George Smith salió de su oficina y se encontró con dos chicas “muy menudas con un pintoresco atuendo anticuado”. Charlotte, que apenas llegaba a su codo, le extendió la carta que él mismo le había enviado.
“¿De dónde sacó esto?”, preguntó él. “Somos tres hermanas”, dijo Charlotte y entonces él comprendió, atónito, que se encontraba ante los dos escritores más célebres de Inglaterra. Presa de una repentina exaltación, las invitó a hospedarse en su espléndida residencia de Paddington. Esa noche, bajo las bujías incandescentes de la Ópera Italiana, tomada de su brazo Charlotte murmuró: “Usted sabe, yo no estoy acostumbrada a este tipo de cosas”.
Entonces, increíblemente, tres meses después murió Branwell y luego de tres meses Emily y en cuatro más Anne, los tres de tuberculosis. Tenían veintinueve, treinta y treinta y un años. Sembrado de cadáveres, el presbiterio parecía maldito. Charlotte curó su dolor intolerable con la escritura de Shirley y Vilette, sus siguiente novelas, y hasta volvió a enamorarse: guapo, pálido, pelo negro y ojos brillantes, veinticinco años, George Smith la invitó a Escocia, una propuesta escandalosa que ella aceptó. Convertida en una celebridad, no más bella que su Jane Eyre, la primera heroína fea de la literatura, con los guantes de lana puestos y un postizo de seda marrón que compró en Keigley hizo el ridículo en una célebre cena que le ofreció Thackeray y en muchas veladas más que la elite londinense dio en su honor.
En plan de probarlo todo, en 1854 quiso experimentar con el sexo y se casó con el clérigo Arthur Bell Nicholls, tres años más joven que ella, que la adoraba. Murió el 31 de marzo de 1855, a los treinta y nueve años, por toxemia del embarazo. Pero antes, con el fin de limpiar el vilipendiado nombre de su familia escribió unas Notas Biográficas en las que excluyó a Branwell y convirtió a sus hermanas en las vírgenes del páramo que Wainwright filmó. Su memoir elegíaca dejó sentado el mito Brontë, un mito trágico, casi griego pero eficaz como para que su historia merezca volver a ser contada una y otra vez.