No sabemos qué tan deliberadamente. Pero aún así es indudable que, sostenida y sistemáticamente, Netflix nos está terraformando. No es una cuestión del todo flamante, no es algo que esté pasando desde ayer, lleva meses siendo así. Pero el concepto mismo de que esté terraformando --es decir, interviniendo, amoldando, uniformando, excavando-- nuestros elementos y estructuras de debate cultural tuvo un nuevo impulso semántico a partir de la reciente aparición en esa plataforma del documental Tan plana como un encefalograma, de por sí una ya extraña traducción para Behind the Curve, el trabajo audiovisual que indaga en la insólita (¿o insolente?) corriente de los terraformistas.
No van ni dos semanas desde que Netflix cargó a su menú este documental dirigido por Daniel J. Clark, un realizador publicitario, cortometrajista y director independiente que además es ingeniero de sonido, baterista y fanático de los e-sports, entre otras cosas. Pero tampoco importa el contenido de la película: el yeite es cómo, en tan poco tiempo, el tema se encaramó a los medios tradicionales, con los noticiarios televisivos cebados por el terraformismo; y a los medios sociales, en forma de grandes memes 2019. La idea incluso llegó a ese espacio nebuloso que son las “charlas de Uber”, propiciadas únicamente por el hecho de tener que viajar en el asiento delantero, y donde lo mismo vale hablar de las características físico-químicas del planeta, de los tubos de papafritas o del clima.
De hecho, uno de los memes más acertados es ése que muestra un gran muro (a veces es rotulado como “Argentina” y otros como “yo”) a punto de derrumbarse, sostenido apenas por unos tirantes que lo apuntalan y llevan por sobrenombres “Netflix”, “Día %”, “prensado” o “memes” --¿es éste un metameme?--. El “¿Vemos algo en Netflix?” se convirtió en la versión más posmo que porno del “¿hacemos una siestita?” de nuestros abuelos, en cuanto a cómo apela directamente a ver si habrá garche o no. Y eso alcanza para demostrar el alcance de esta plataforma en el imaginario cultural, pero no ya por su pretensión de ser un repositorio de obras audiovisuales que narran el mundo de maneras ficcionales y no ficcionales, sino porque Netflix es pop en el sentido en que Disney lo es.
En la misma línea están todos los memes que apelan a las diferencias entre la obra original y la “adaptación de Netflix”, sea para los casos de manga, de superhéroes occidentales o de relatos de “coming of age” o iniciación. Justamente en estos ámbitos, en el último tiempo se hizo evidente una tendencia bastante heredada del éxito sobrenatural de Stranger Things. En una línea que sale de allí, sigue por The End of the F*** World y acaba en Sex Education, la plataforma además está presentando un prototipo de héroe centénico, dosmildiecinuevero: el pibe joven con cara de nada, estética normcore, problemas de seguridad, delgado, canijo, intrascendente.
Mike, James y Otis, respectivamente, son todos referentes muy livianos sobre los que no se entiende muy bien cuál es su mambo, que avanzan a los tumbos con distintos grados de agilidad y que necesitan de una piba cerca, ellas sí ataviadas al modelo clásico de ser la “gran mujer” que necesita detrás, en un subrayadísimo detrás, todo “gran hombre” (o en este caso “gran wachina” y “gran wachín”). En los papeles que les caben a Eleven, Alyssa y Maeve, todos prototípicamente propios de la escudería Netflix aunque hayan sido creados por otros, incluso como modelos de “adolescentes empoderadas”, se deja ver un acartonamiento que confronta el notable volumen de audiovisuales sobre el feminismo que ofrece la plataforma.
Pero no todo es mérito ni culpa del proveedor del servicio. Como productora, Netflix terceriza. Los temas y las resoluciones de sus películas, series y documentales están mediados por voluntades de autores, productores y directores varios. Aún así, pese a las fuentes diversas, Netflix se volvió el genérico de ver narraciones audiovisuales --¿dónde quedó Cuevana?-- así como Savora se convirtió en el de la mostaza o Paty en el del medallón de carne, antes del boom de las hamburgueserías. Y de tan mainstream la plataforma, los realizadores buscan estar en ella, ser adoptables por Netflix, y eso resiente el riesgo de caer en narraciones y estéticas tan remañidas como tatuarse un “Carpe Diem”.
A propósito, es curioso cómo un servicio que tiene tal cantidad de películas, documentales y series, y al que tiene acceso una población tan extensa y diversa de suscriptores, logra no obstante que más o menos casi todos terminemos hablando en el mismo lapso de la misma serie o película. ¿Netflix puso a Roma en los Oscar? Sí. ¿Netflix puso a una generación entera de nuevos fanáticos en los recientes recitales de Luis Miguel en Buenos Aires? También. ¿Netflix puso el “Macri chau” cantado con el ritmo de Bella Ciao en las marchas? Sipis. ¿Netflix puso la gorra tricolor de Dustin en nuestras cabezas? Oh, sí. ¿Netflix jaqueará lo esférico de la Tierra? No, pero sólo porque Tan plana como un encefalograma va a contramano de esa idea. ¿Qué nos pasa, estamos todos Netflix?
En este corto tiempo, Netflix ha construido un imperio comercial. No es casual: la compañía está administrada actualmente por grandes financieras, aseguradoras de pensiones, agentes de bolsa y bancos de inversión. Con 140 millones de suscriptores, cerca de llegar a la cifra de 10 millones de nuevos abonados por trimestre, y acumulando ganancias netas que este año estarán por encima de los 400 millones de dólares --descontados costos de producción y compras, gastos de promoción, inversión en desarrollo, todo, todito--, es claro su impacto comercial. Con YouTube establecido como el más grande depósito de material realizado por aficionados, a Netflix solo le estaría faltando contenido erótico, espectáculos musicales y eventos deportivos para definirse, en el ambiente de las producciones profesionales, como el kraken épico que su fuerza viene demostrando que puede ser.
Pero esos son vericuetos de la industria del entretenimiento. En lo cotidiano, en lo más epidérmico de la cultura, que en estos tiempos son los memes, Netflix es el Gran Hermano invertido porque no es esa pantalla a través de la que nos vigilan a todos sino la pantalla que todos miramos. Si no fuera así, qué necesidad tendría la plataforma de preguntarnos, a cada rato: “¿Todavía estás viendo...?”