Una mirada ‒experta, acostumbrada‒  dirigida a la pila de prendas por coser que estaba a su derecha le bastó para calcular rápidamente que aún restaban dos largas horas de trabajo sin distracciones para terminar con esta "remesa". Sonrió. Le había costado aprender a usar esa palabra que resultaba ajena e insólita a su discreto vocabulario; palabra que había escuchado por primera vez de don Jorge, el "fabricante" que le traía la ropa para coser. Su perseverancia ‒alimentada por la necesidad de "quedar bien" con don Jorge‒ había logrado que la usara corrientemente. Eso sí, en su vocabulario "remesa" se aplicaba exclusivamente a cada paquete de ropa a coser.

No quería mirar la hora. De ese modo evitaba saber cuántas horas llevaba sentada frente a la máquina o estimar a qué hora terminaría. Demasiadas veces había experimentado la angustia de comprobar que las agujas del reloj marchan a una velocidad determinada y el dolor de espaldas avanza a otra; siempre éste (el dolor) es más veloz. Por eso no quería mirar la hora, porque es mejor seguir y seguir hasta que las fuerzas alcancen o la pila de ropa se acabe. Sin embargo, sin mirar el reloj sabía que debían ser… la una o una y media de la mañana. A esa hora, todas las noches, el dolor en la espalda se hacía más fuerte. Decidió seguir un poco más. Aunque no terminara la "remesa", adelantaría trabajo.

Titina tenía... no importa cuántos años. Eran años todavía jóvenes. Muy jóvenes. Años de disfrutar de la vida. Años de disfrutar de los hijos, de disfrutar del ocio, de disfrutar del amor. Pero para ella, los hijos eran una responsabilidad; los amaba y se deshacía (literalmente) por ellos pero eran una responsabilidad. El ocio era algo que no existía en su turbulenta cotidianeidad. Y el amor... El amor palpitaba furioso, joven, apasionado en su pecho, en su sangre, pero no lo disfrutaba porque su hombre no estaba a su lado.

Cortó el hilo, puso la prenda terminada en la pila de la izquierda y tomó de la derecha la siguiente. Hoy eran pantaloncitos; podían ser camisas, remeras, camisones... para ella siempre era lo mismo: la "remesa" de lo por hacer a la izquierda, la "remesa" de lo hecho a la derecha, la máquina en el medio y ella -convertida en un mecanismo más de la máquina− impulsando el pedal para que la máquina funcionara.

Ella no lo sabía. Nunca siquiera lo pensó. En realidad no era ella la que, con un suave y enérgico movimiento de su pie, movía el pedal de la máquina. Ese pedal rectangular (tan grande que ocupaba casi todo el espacio disponible entre las patas de la máquina) que por medio de una varilla de metal movía una rueda que, a su vez -correa mediante−, movía la máquina, ese pedal era el que la movilizaba a ella. Ese pedal que en su vaivén había despertado la curiosidad de su hijo cuando se aproximaba gateando y se quedaba largo rato mirando, hipnotizado, el subir y bajar de pedal en su recorrido repetido, monótono y ruidoso.

Nunca lo pensó. Era el pedal el que la hacía vivir a ella. En ese pedal estaban todas sus fuerzas, todas sus pasiones, todos sus deseos, todos sus amores. Y en ese pedal, en ese pedalear, cada día recuperaba su vida y la reconstruía.

Con su píe derecho sobre el pedal ella podía pensar. En esas largas noches -"Yo coso siempre a la noche", decía− noches que comenzaban cuando la tarde era todavía temprana y terminaban cuando la madrugada ya había avanzado sobre el nuevo día, en esas largas noches ella pensaba. Había cosido tanto, cobraría tanto, podría comprar tal o cual cosa. Mañana iría a la escuela a hablar con la maestra por el cuaderno de su hija. Un pensamiento para su hombre, para su amor. Ella lo esperaba todos los días. No es que estuviese dispuesta a perdonarlo. Estaba convencida que no había nada que perdonarle porque todo era culpa de "esa yegua" que se lo había robado; sabía que él volvería y que -entonces− sería feliz. Entonces viviría y moriría feliz. Mientras tanto el pedal seguía subiendo y bajando. ¿Cómo saber cuál energía era la impulsora? ¿El pedal funcionaba empujado por la fuerza de sus pensamientos? ¿O, quizás, sus pensamientos brotaban engendrados por el pedal subiendo y bajando?

Titina tenía... no importa cuántos años. A cualquier edad tener la vida atada a una máquina de coser, atada al vaivén cortito y rápido del pedal de una máquina de coser, desgasta, deshace. Sus ojos, claros y limpios, mostraban su cansancio. Sus ojos, claros y limpios, confesaban toda su bondad. Sus ojos, claros y limpios, gritaban su fuerza. No se rendiría: mientras pudiese apretar el pedal de la máquina de coser cuidaría y amaría a sus hijos y esperaría a su amor. Nadie sabría jamás cuánto sufría, nadie sabría jamás cuán cansada estaba. Su dolor era de ella y nada más. Y ella se lo bancaría sola. Aquellos que la conocían bien (muy pocos), descubrían en esos mismos ojos claros y limpios toda su tristeza. Pero nadie se animaba a compadecerla; era tan digna. Nadie se animaba a despreciarla; era tan humilde.

Nunca se propuso bancarse la vida sola. Una mujer (más en aquellos años) no necesita tomar la decisión de afrontar la vida que le toca. Esa vida que le "toca" -evidente y perversamente decidida por otros−, en silencio y con resignación debe asumirla y punto. Una mujer no tiene otra alternativa; no hay cavilaciones, análisis de opciones... Cuidar a los hijos, trabajar para que no les falte nada, esperar a su hombre sin pensar en otros hombres y, mientras tanto, deshacerse, desleírse, esfumarse. Obviamente, sonriendo alegre y resignada, feliz y sumisa. Mientras tanto, los demás sabrán disimular −con cobardía algunos, con (casi) la misma resignación otros− su tristeza y su dolor mientras enaltecen y ponderan lo "extraordinaria mujer" que es, mientras se van acostumbrando a verla un poco más desgastada cada día.

Ella satisfacía el mandato. Pero no estaba alegre, no era feliz; tal vez sí resignada y sumisa. El pedal le ayudaba. El pedal de su máquina de coser mientras le absorbía la vida le obstruía la posibilidad de pensar en ella, en sus deseos. El gastado pedal, en su monótono y forzado cabeceo, le imponía aceptar su destino.

Ahora debían ser como las dos y media de la madrugada porque el dolor de espaldas era insoportable. Entonces el pedal de la máquina de coser le da permiso y se va a descansar. Se levanta lentamente de la silla. Camina agachada, como si no pudiese modificar la postura que adopta sobre la máquina de coser.

Si se presta suficiente atención, se puede ver que su píe derecho continúa realizando un casi imperceptible movimiento de vaivén. Se acerca a sus hijos dormidos, los arropa, los acaricia suavemente. Ella quisiera ser madre y padre a la vez, lo intenta, pero…

Se desviste lenta, pesadamente. Más que su ropa quiere sacarse el cansancio. La blusa sale sin esfuerzo, la pollera cae sola, el corpiño se desprende fácilmente y alivia a sus pechos jóvenes… pero el cansancio, porfiado, persevera metido en sus músculos, en sus huesos, en su sangre.

Se acuesta en su cama, muy ancha para ella sola. Conservarla es parte de su esperanza. Cierra los ojos con firmeza y seguridad. Sabe que mañana (ese "mañana" que ya hace un par de horas comenzó) será un día distinto en el que todo se repetirá. Como el subir y bajar del pedal. Invariable, repetitivo, aburrido. Siempre el mismo movimiento, pero siempre nuevo. Y siempre productivo. Mañana será… Como el subir y bajar del pedal: igual a todos los otros "mañanas", pero necesario para que la máquina funcione…

eduardocappe@gmail.com