Cuando en diciembre de 2015, a menos de cinco días de asumir la presidencia de la nación, Mauricio Macri nombró por decreto a dos jueces de la Corte Suprema, muchos sentimos que las instituciones estaban amenazadas. Y el sentimiento no obedecía a ninguna percepción falsa: la urgencia del procedimiento –un DNU, la omisión del respeto por la división de poderes y la designación presidencialista prácticamente a dedo comunicaban esa sensación.
Hoy sabemos que la República –y no sólo la nuestra– enfrenta el riesgo de transformarse en una estructura formal afectada de vacuidad. Y la República, por lo menos hasta hoy, es esa articulación de instituciones constitutivas que hace posible el funcionamiento dinámico de la comunidad social. Sin la República volveríamos a un pasado preateniense o nos perderíamos en un futuro desconocido.
Es inquietante no sólo el gesto de Macri –que lo es sobremanera– sino los matices de una tendencia global cuyo objetivo central es la disipación de toda convivencia u organización pública en beneficio de individualidades “digitalizadas” solo capaces de reuniones ocasionales ante la convocatoria de una marca comercial misteriosamente jerarquizada: unas zapatillas, unos pantalones (en lo posible rasgados) y, sin duda, teléfonos celulares cada vez más perfectos. El ocio “divertido” –hasta el agotamiento– es otro de esos enigmáticos dispositivos convocantes.
Todas estas formas, aquí sintetizadas al extremo, sirven al llamado capitalismo tardío, a la derecha ultraconservadora o neoliberal una de cuyas jactancias consiste en proclamar que hoy hay en el mundo más democracias de las que nunca hubo antes, salvo que son muy escasas las que en realidad funcionan como tales. Desde ya, esto último no lo dice.
Por lo tanto, en una era “privatizante” que proclama y exalta el individualismo más irracional como si se tratara del mayor –o único– logro ético posible; en un época en que las agrupaciones y partidos tradicionalmente progresistas se entregaron –sobre todo en Europa– al poder financiero, la misma noción de república –“res publica”, es decir cosa pública– le plantea al sistema una contradicción en sus propios términos.
Y es precisamente, en este punto, semánticamente inquietante, donde se percibe el propósito de aniquilar la política y hacer del Estado un envoltorio vacío. Queda claro, en consecuencia, que el desafío (la amenaza, lo temible) no es exclusivamente semántico sino más bien filosófico y político. En ese punto estamos, y en ese punto están sobre todo las nuevas generaciones.
Es posible que debamos repetirnos una obviedad como si fuera un mantra: la República es y fue siempre el resultado del ejercicio político, al mismo tiempo la construcción de un espacio regulado para que en él se jueguen confrontaciones, disidencias y acuerdos que a su vez regeneran la política.
La sociedad del rendimiento, como de manera acertada la califica Byung-Chul Han, opera en contra de la República, opera en contra del Estado procurando despolitizar a la sociedad. El gobierno que preside Macri habita ese rumbo de finalidades exclusivistas que no lleva en realidad a ninguna parte, salvo a un lugar no deseado conocido por el nombre de Estado de Excepción. Frente a todo esto, como si se tratara de un reflejo condicionado, evoco a Raúl Alfonsín leyendo el Preámbulo de la Constitución Nacional en plena campaña, esa vez sí, fuertemente republicana.