Freud observó que en la vida diaria determinados pensamientos se comportan en forma arbitraria, imperativa. Su automatismo provoca conductas sin mediar consideración alguna, ni tener en cuenta las consecuencias. Ante lo traumático, a veces, es lo único con lo que cuenta el sujeto para dar una respuesta, a pesar de poner en crisis su propia existencia.
En la urgencia de los acontecimientos sociales se observan conductas equivalentes a la actuación de estos pensamientos. Se producen enunciaciones imperativas durante la urgencia social, que, por analogía, las definiríamos como la reacción del sistema socioeconómico ante su trauma.
Tomaremos los incendios ocurridos en el barrio Once de Buenos Aires, Argentina y en Asunción del Paraguay. Tragedias por demás horrorosas, pero en ellas el horror alcanza su enésima potencia cuando nos percatamos de que la cantidad de muertes pudo ser altamente mitigada si no fuera por la orden imperativa “cierren las puertas, que nadie entre sin pagar”, en el sitio República de Cromañón, lugar de eventos musicales, y “cierren las puertas que nadie salga sin pagar” en el hipermercado de Asunción. Ambos son espacios comerciales, encuadrados en los paradigmas de la economía de nuestra época.
¿Por qué ubicamos al acto de pago como el carácter superyoico de nuestro sistema económico?
Adam Smith relata un mito de origen de la economía: en sus principios el hombre se satisfacía directamente. Luego, por el avance y las dificultades de la vida, se ve privado de esta satisfacción y la acumulación de riqueza toma el lugar de protección ante la carencia y la precariedad. La acumulación sustituye la satisfacción directa perdida.
C. Marx diferencia “la reproducción del capital” del proceso productivo, necesario al desarrollo de la economía, y deja el término acumulación para lo que descubre como el corazón del movimiento, que fue adquiriendo el capital, hasta convertirse en capitalismo. Establece un factor singular, dentro de la ganancia, que llamó plusvalía. Factor no considerado en el valor del trabajo. A la conversión de la plusvalía en capital es a lo que va llamar específicamente “acumulación de capital”. Esta diferencia abre dos registros: uno ubica a la reproducción como sostén de la economía y el otro, a la acumulación como sostén del capitalismo. En A. Smith, ambas cuestiones están condensadas.
El proceso de acumulación de capital es un impulso perentorio y permanente, es un montaje que representa la búsqueda de la satisfacción directa y perdida, que plantea A. Smith, pero en otra dimensión. Su logro, acumular, es el acto de satisfacción del sistema capitalista, es su razón de ser.
La acumulación tiende al absoluto como manera de recuperar lo perdido. Su meta no tiene en sí una proporcionalidad que represente un límite que evite los excesos sobre la población. Ella también captura las redes de comprensión de la realidad, hasta imponer una interpretación particular de la pérdida: no alcanzar la mayor ganancia o posesión es el comienzo de la significación de la pérdida. Los límites están puestos desde fuera de su lógica de existencia, desde la organización social.
El liberalismo propuso “el libre mercado” como límite objetivo, pero la dependencia al poder económico dio por tierra con la propuesta. El límite depende de cómo los gobiernos intervienen, según sus intereses ideológicos y según resulte la disputa con los distintos grupos de poder, sobre la distribución de la riqueza acumulada (la rentabilidad). Muchas veces se concentra en pocos, algunas no. Muchas veces en el exterior, algunas veces no.
Un corte transversal nos muestra que la acumulación se entramó en el acto de pagar. Los pagos vehiculizan la plusvalía hacia el capital. El dinero es el gran significante que aceleró la creación de los nuevos lazos socioeconómicos. El intercambio, fundamento de la organización social, se positivizó en el acto de pagar, articulando al sujeto con lo social y lo económico, sosteniendo las relaciones de poder de los procesos económicos. El trueque refleja el intercambio, pero no acumula.
El acto de pago garantiza la pertenencia al sistema y según quede afectada la riqueza de cada uno, será su lugar en el mundo. Esta función lleva a que el sistema le dé al pago el mismo estatuto de existencia natural y espontánea, como una necesidad vital más. Su encadenamiento, la cadena de pago, es la respiración del sistema socioeconómico.
El imperativo de pago se convirtió en ley. El saqueo generalizado, como modo de apropiación, más allá de sus razones, desata el pánico social. Si lo que causa el pánico es la pérdida de la cohesión, de lo que ocupa el lugar del Otro social (formula que Freud llama angustia pánica), entonces lo que está cohesionando es la cadena de pago sostenida por el mandato de pago.
Lo que traumatiza al sistema es la imposibilidad de acumular al romperse la cadena de pago. El carácter imperativo del pago es inapelable y categórico; para proteger el corazón del capitalismo, su severidad nos va amontonando alrededor de una puerta cerrada: “Honrar el pago (cierren la puertas, que nadie entre ni salga sin pagar)”. La acumulación de muertos en los incendios fue la consecuencia.
Esta lógica subyace en distintas problemáticas a nivel mundial. No es necesario dar los números del horror, que es la cantidad de gente que se muere por hambre, por enfermedades, por falta de recursos, principalmente en América latina, África o Asia. ¿Qué dice el sistema?: Les “falta el pago”, comida hay.
El sistema, por asegurarse la acumulación en el precio de los productos, permite el despilfarro. Según la FAO, por año se tira, en promedio, alrededor del 25 por ciento de la comida que se produce. En América latina, Argentina, Brasil y México son los países que más desechan.
Nuestro sistema económico, como diría S. Freud, no es gran cosa, pero es el único que tenemos. Aun así, el daño a la población, justificado en principios de la económica, es evitable e imposible de realizar sin alguna forma de la complicidad, directa o indirecta, consciente o no, de las personas.
* Psicoanalista.