“Los galochas” se me aparecieron por primera vez mientras escribía la novela Parecido S.A, en 1990. Quien hablaba de ellos era el protagonista adolescente e innominado de ese relato que tanto quiero. Los mencionaba, en contexto y ante interlocutores europeos, como parte de la cultura de su pueblo, algún lugar de una América tropical e indeterminada de donde provenía. E inventaba, inventaba…
Años después, los galochas se independizaron y comencé a escribir historias sobre ellos a partir de los estudios del profesor Augusto Mercapide, único e inverificable especialista en su cultura. Publiqué algunas en los dosmil en la efímera revista Lezama, con hermosos dibujos que le pedí a Liniers, y después fueron a parar a un libro equívocamente para chicos en Sudamericana, donde ya lleva dos ediciones con adiciones. Estos cuentos que se publican aquí no han sido recogidos aún en libro.
Los galochas, esa gente exagerada, son un pueblo ejemplar por sus saludables excesos: llevan al extremo sus convicciones, se entregan a las ideas y experiencias más peregrinas –y a aquellos de entre ellos que se las proponen o las encarnan– dispuestos a llevarlas hasta el final. Así lo hacen y así les va. Lo dicho: la exageración es lo suyo. Tienen cierto don de ubicuidad –uno no los busca pero se los encuentra– y suelen resultar inolvidables.
Amo a los galochas y soy feliz cuando me entero –con el profesor Mercapide mediante– de alguna nueva historia que siempre vale la pena y el gusto contar.