Canuto I, el gran tenedor

Es sabido que los exagerados galochas, pobladores intermitentes de las fuentes del Orinoco, fueron siempre una tribu –si cabe la calificación– abierta a las innovaciones. En su opúsculo Acumulación y despilfarro entre los galochas: las reformas de Canuto I, el gran tenedor, el profesor Augusto Mercapide, máxima y única autoridad reconocida en la cultura de este pueblo singular, desarrolla la idea de que puede describirse la evolución socioeconómica de los galochas a partir de la aparición sucesiva y la combinación en uso y abuso de tres utensilios básicos –cuchillo, cuchara y tenedor– cuyo significado va mucho más allá de la mera función instrumental en el acto de comer.

Saltándose limpiamente a Levi–Strauss y Melanie Klein con la garrocha de una brillante intuición jamás corroborada por certeza alguna, el profesor Mercapide describe tres períodos o momentos en la cultura galocha: el tiempo del cuchillo o de los cazadores, el de la cuchara o de las liquidadoras y –finalmente– el del tenedor o de los acumuladores.

Es lógico que cuando los galochas aún constituían una tribu de simples cazadores, el que poseía un mejor cuchillo cazaba mejor, cortaba primero, se quedaba con el pedazo más grande e intimidaba en consecuencia al resto. Durante esa época hubo jefes legendarios como Filoso el Expeditivo, que hicieron del uso y abuso del utensilio la clave de su supremacía. En esa época estaban los que tenían cuchillo y los que no lo tenían; así de simple. Fueron tiempos bárbaros.

Las necesarias migraciones, aunque más no fuera estacionales, obligaron a desarrollar tecnologías de traslado, con lo que los inventores y poseedores de vasijas –para el agua, sobre todo– alcanzaron un status si no equivalente al menos competidor respecto de los munidos de cuchillo. De ahí surgen clases diferenciadas y complementarias, sobre todo desde que del concepto de vasija se deriva, a partir del desarrollo en escala menor de la función colectora, el segundo utensilio: la cuchara.

Con la aparición de la cuchara, los roles y funciones se estabilizan. La asimilación de los utensilios a símbolos de género –hombres con cuchillo, mujeres con cuchara– se hizo evidente a partir de allí. Cazadores/proveedores de caza y liquidadoras (sic)/proveedoras de líquido, ambos necesarios y recíprocos consumidores también, como sostiene Mercapide, se alternaron en el gobierno tribal.

Así, la irrupción de las formas más primitivas de la agricultura y los ocasionales períodos de sequía otorgaron supremacía a las liquidadoras. En ese sentido, es célebre el riguroso reinado de Gárgara II, conocida como “La Gotera” por su inflexibilidad en la administración de los líquidos. A la inversa, la bonanza del clima, con lluvias y mucha caza, coincide con la hegemonía de los cazadores. Como dos polos alternantes y equilibrados –una cupla, en términos físicos–, cuchillo y cuchara convivieron y se alternaron armónicamente de mano en mano durante prolongados períodos. Hasta que apareció el tenedor.

Cuenta una leyenda que el profesor Mercapide recoge en el voluminoso tercer tomo de Las mil y una siestas. Cuentos, tradiciones y mentiras galochas que el invento o descubrimiento del tercer utensilio fue mérito o casualidad que favoreció a un oscuro galocha, Canuto, un haragán históricamente conocido él mismo como “el tenedor”.

Hay dos teorías sobre el origen: el tenedor como suma de (puntas de) cuchillos o el tenedor como rotura de cuchara, resultado no deseado de un utensilio astillado. En un caso por exceso; en el otro, por defecto, es tradición galocha que el tenedor apareció por primera vez en manos del astuto Canuto y nada fue igual desde entonces.

Primero, porque el nuevo utensilio generó una nueva función: retener, fijar, sujetar, y segundo porque el tenedor del tenedor –poseedor al cuadrado– adquirió una celebridad y popularidad crecientes que llevaron a sobredimensionar su importancia. Así, aunque en apariencia el novísimo útil sólo cumplía una tarea complementaria respecto de la del cuchillo, la paulatina e irrefrenable vocación acopiadora del proverbial Canuto hizo del tenedor (un momento, una función transitoria vinculada al consumo inmediato) un estado semipermanente. “De tenedor a retenedor sólo hay una sílaba y un paso –dice un casi indignado Mercapide– que Canuto I, una vez devenido jefe, no vaciló en dar.”

No es necesario ser demasiado perspicaz para advertir que el gobierno de los tenedores convertidos rápidamente en acumuladores (de la caza, de los cultivos, de los líquidos) produjo una poderosa clase no productiva de culo pesado y costumbres soberbias. Encastrados como intermediarios necesarios entre cazadores/liquidadores y consumidores, los tenedores se convirtieron, con Canuto I, en árbitros y beneficiarios privilegiados del sistema. Una auténtica pesadilla de agobio para el resto. No podía perdurar.

Así, el reinado del Gran Tenedor terminó bruscamente: hartos de que los intermediarios encanutaran –de ahí viene el verbo– los bienes de todos como si fueran suyos, los saludables galochas amenazaron a Canuto I con pasarlo a cuchillo, hervirlo y tomarse el caldo (con cuchara, claro).

No fue necesario. El Gran Tenedor también había acumulado, durante su reinado, ingentes dosis de casi cínico buen sentido. Se tomó el buque Orinoco arriba y –según la leyenda que recoge Mercapide– puso una fábrica de tenedores de la que los felices galochas nunca tuvieron noticias.


 

Quizás III, el Malentendido

Entre los galochas, ese escurridizo pueblo que supo habitar –según se cuenta– la zona bañada por las imprecisas fuentes del Orinoco, nunca (o al menos a partir de cierto momento de su desconcertante historia) fue del todo bien vista la certeza plena, la formulación, uso y ostentación más o menos agresiva de la Verdad en general y de “verdaditas” –el neologismo vale en este caso– parciales o complementarias de la Verdad madre o mayor.

Tras algunas experiencias penosas con algunos –por lo general bienintencionados– líderes u ocasionales conductores espirituales que los embarcaron en disparatadas empresas que pronto se revelaron carentes de sentido y catastróficas para la comunidad, los flexibles galochas, exagerados hasta en la apelación a la cordura y en la búsqueda de remedios compensatorios, optaron por hacer caso o al menos escuchar durante un tiempo a quienes ni siquiera pretendían tener razón: la secta de los inefables, pudorosos Malentendidos.

Algo sabemos de esta corriente de pensamiento que –puesta en términos actuales– sostenía la idea (con programáticas dudas al respecto) de que sólo la incertidumbre nos define cabalmente, nos hace ser como/lo que/somos. En un opúsculo titulado “Sobre los orígenes de la desconfianza positiva entre los galochas”, el profesor Augusto Mercapide, máximo conocedor y único mentor y difusor confiable de su cultura, señala que el equívoco apotegma “Una duda vale por mil certezas” ya aparece registrado como una de las primeras y auspiciosamente dudosas afirmaciones ancestrales de los galochas. Además, Mercapide ha aportado convincentes pruebas de que el refrán castellano “A Seguro lo llevaron preso” es una variante espuria de un viejísimo apotegma galocha, motivado por el triste fin que le cupo a Seghur, el infalible. Con relación a este gobernante, sostiene el docto Mercapide, ni siquiera la historia se pone de acuerdo respecto de qué era lo que aseguraba ni por qué fue preso, si es que así fue.

En otro trabajo erudito, “Los galochas y la era de los Quizás”, Mercapide cuenta la incierta historia de la breve dinastía, ejemplo paradigmático de las posibilidades relativas y limitaciones ciertas de tan radical escuela. Ese es, mayormente, el texto que glosamos aquí.

En realidad, según la crónica histórica, pese a lo aparatoso de su propuesta inicial, Quizás I –llamado El Opinador– fue un auténtico fiasco, ya que lo único que hizo fue cambiar el rótulo a las mismas afirmaciones taxativas previas. Sustituyó las “Verdades” instauradas por Seghur y sus sucesores por sus “Opiniones”, y todo siguió igual, en tanto no había otras “opiniones” válidas. Es decir: la naturaleza totalitaria e inamovible se mantuvo tal cual, no hubo un cambio filosófico, digamos. Y menos ético, por supuesto.

Con Quizás II, el Entendedor, pese a que se caracterizó por la parquedad y el estilo pudoroso a la hora de manifestarse (se movía entre los juicios y las afirmaciones como gato entre copas de cristal), el resultado no fue mejor, ya que lo poco y cauteloso que dijo no justificó jamás las expectativas de quienes esperaban todo de sus sopesados dichos, que naturalmente fueron objeto de múltiples y contradictorias interpretaciones. Su cautelosa gestión sólo sirvió para desalentar tanto a ansiosos ciertos como a neuróticos dudosos.

Sin duda que de esas experiencias frustrantes partió el inolvidable Quizás III, el Malentendido, que por la originalidad de su doctrina iluminó toda la secuencia y le dio nombre retrospectivo a la dinastía.

Atento a los indeseables resultados de la gestión de sus antecesores, Quizás III formuló de salida su credo en el memorable “Elogio del malentendido”, una pieza maestra de increíble modernidad que el profesor Mercapide ha salvado en gran parte del olvido apoyándose en la tradición oral, ya que –como bien sabemos– no hay lengua galocha escrita que lo haya podido recoger.

Según la propuesta de Quizás III –harto y perplejo de ser elogiado por virtudes de las que carecía y denostado por hechos que no había protagonizado con el mismo jubiloso o severo énfasis–, el usual malentendido no es un error a subsanar sino que está en la esencia misma de la comunicación humana, es su rasgo definitorio: su origen inevitable y su consecuencia natural. En los términos aforísticos de Quizás III: “Nos malentendemos porque somos un malentendido”. Estamos en barroso terreno metafísico.

Así, aunque el buen sentido suponga que debería ser al revés, Quizás III explica que es natural que cuanto más contactos haya, al aumentar los gestos y extenderse las redes de sujetos comunicados, más proliferen los malentendidos. Toma tres ejemplos cotidianos y pueriles (una gallina que puso un huevo muy grande y un poco más oscuro, un niño que durmió dos días seguidos, una mujer que dijo extrañar más al chancho perdido que al marido de cacería) y desarrolla las equívocas derivaciones que provoca la simple comunicación del suceso. El resultado, que no cabe explicitar acá, es extraordinario.

Para Quizás III (poniéndolo en términos contemporáneos, Mercapide mediante), el malentendido tiene un desarrollo lógico: dado un hecho cualquiera (episodio público o privado: acto físico o manifestación verbal), inmediatamente es objeto de comunicación. Alguien –el sujeto actuante, el testigo inmediato, el primero, segundo o último receptor indirecto– lo comunica; y a partir de ahí se suceden las versiones del suceso, que pueden ser consideradas (con el tiempo y por consenso) errores/mentiras/ opiniones, a partir de las cuales –juntas o separadas– se generaliza una versión aceptable cada vez más consolidada y lejana de la experiencia original que empieza a ser considerada –en términos operativos, funcionales– la verdad. Es decir: algo que sirve para construir nuevos malentendidos. Por eso, dice Quizás III, toda verdad es una construcción selectiva de versiones e incluye (o está compuesta de) una suma de inevitables malentendidos.

“El malentendido no es un error, ni una mentira, ni un engaño, ni siquiera una limitación, sino la condición de posibilidad misma de nuestra humanidad. Somos un malentendido, porque no sabemos qué quisieron hacer cuando nos hicieron y porque queremos entender lo que no sabemos si tiene sentido. Es lo que hay. Y no está mal: vivimos así”, concluye.

Al hacer un elogio del malentendido, Quizás III previó que se lo malentendería (seguro de que eso iba a suceder, y sucedió) y lo aceptó sin escándalo, del mismo modo que podía aceptar ser considerado un impostor. Estaba claro que describía el malentendido como condición necesaria e incluso como fuerza propulsora de la fertilidad de la comunicación. Pero nunca se propuso cultivar el malentendido como un objetivo en sí.

En ese sentido, en el caso de los galochas, fue una secta dogmática, una derivación extrema y distorsionada de los Malentendidos, los llamados Malentendientes, quienes desnaturalizaron la teoría y la filosofía consecuentes al postular sin reparos su aspiración a ser malentendidos, su vocación de ambigüedad. Efímeras seudovanguardias y supercherías contemporáneas han elegido la comodidad de ese mismo camino de impostura.