La historia de María Estuardo siempre fue la de su trágico final. Sus años de encierro en la Torre de Londres, su vestido rojo sacrificial, su camino hacia el cadalso, su cabeza cortada. Católica en un reino protestante, mujer en un mundo de hombres, visceral y apasionada en un siglo de cerebrales estratagemas y esperas prolongadas. Su ascenso de la cuna al trono fue temprano y premonitorio: el preludio de las catástrofes que marcarían su caída. “Como una estrella matinal en un claro cielo”, la describe el escritor Stefan Zweig, fascinado por su heroína de tragedias y gestas fracasadas. Mártir por la agonía de su prisión, por la injusticia de las traiciones, fue la perfecta intérprete de las odas del Romanticismo, convertida en personaje una y otra vez, amada por la poesía y celebrada por la ópera. Victor Hugo, Alejando Dumas, Schiller, Lope de Vega, Donizetti, Wagner, todos le cantaron sus poemas y alabanzas, sus lamentos por ese destino aciago devorado por la Historia y consagrado al legado del arte. Hoy su personaje adquiere un nuevo signo, revisitado bajo una mirada que la desprende de esa condición de víctima eterna, que la enraíza en una narrativa propia, en la que se muestra artífice contradictoria de sus aciertos y sus errores, de cuerpo entero más allá de las infinitas miradas que la recrearon.
Inspirada en el libro La Reina de Escocia: la verdadera vida de María Estuardo, de John Guy, un historiador de Cambridge, Las dos reinas recorre el tiempo de María en Escocia, desde su regreso de Francia donde fue educada y convertida en consorte de un rey enfermizo, hasta su desesperada fuga de su convulso país natal, acusada de bruja e inmoral por la furia de sus detractores. La ópera prima de Josie Rourke, directora de un teatro de Londres, el Donmar Warehouse, expresa una lectura moderna sobre aquel período de residuos medievales, signado por las disputas dinásticas y los enfrentamientos religiosos. Con la voluntad de recoger su puesta en escena en los íntimos recodos de un teatro imaginario, más cercano a la lírica que a la épica, Rourke condensa la historia de su reina en perpetuo contrapunto con la de su antagonista imaginaria, su prima de sangre y habitante de la misma isla: Isabel I. Heroínas de dos historias en paralelo, la película las entrecruza a partir de la notable correspondencia que quedó de aquella tensa amistad entre fronteras. Sus contactos diplomáticos, sus obligados celos y esa tensa cofradía mediada por chismes y maledicencia son el eje de una historia que se hace personal al desnudar los intersticios de las decisiones políticas de entonces.
Es memorable la oposición que los libros de Historia han construido alrededor de las figuras de las reinas de Escocia e Inglaterra. A María, Dios y su linaje le dieron todo, las virtudes y la fatalidad; a Isabel, su origen opaco y su historia de sangre y desprecio le dieron la fortaleza y desconfianza para superar todos los escollos. María fue ardiente y temperamental, casada tres veces, acusada de promiscuidad y adulterio; Isabel fue la virgen pintada de blanco, la imagen de una Inglaterra implacable y austera como la letra de la Reforma. Adaptado por Beau Willimon, creador de House of Cards, el texto de John Guy se plasma en la película como un juego de ajedrez que trasciende el campo de batalla y las inquinas palaciegas para infiltrarse en los ámbitos domésticos, para contagiar de intrigas y maquinaciones a todos los placeres y las pasiones. María regresa a Escocia para quitar del trono dorado a su hermano bastardo que gobierna en su nombre; Isabel mide fuerzas con la voracidad del Papado que no quiere reino ajeno. En ambas pesa la exigencia del matrimonio, la designación del heredero, la presión de amantes y consejeros por sostener una guerra silenciosa como única forma de supervivencia. Como asegura Zweig en su notable biografía sobre la reina escocesa, “una y otra, María Estuardo por cierta apatía, Isabel por temor, habrían preferido mantener una media y falsa paz. Pero la constelación de la hora no dejaba a nadie permanecer en paz. Con indiferencia hacia la más íntima voluntad individual, es frecuente que la voluntad de la Historia, más fuerte, empuje a hombres y potencias en sus juegos asesinos”.
Más allá de la sorda tensión que define el vínculo entre María e Isabel como antesala de un encuentro que se vislumbra imposible y al mismo tiempo inevitable, Las dos reinas delinea un orden masculino que se adhiere a la corte de cada monarca, que desborda en ecos sociales y religiosos determinantes para el cultivo de ese enfrentamiento. Para María son las exigencias de poder del conde de Moray, su hermano y desplazado regente que sostiene en sus pérfidas alianzas la ilusión de recuperar el control perdido, y también la mendaz y furibunda palabra de John Knox, líder protestante que cimenta el mito de la promiscuidad de la reina como prueba de que la corona en la cabeza de una mujer va en contra de la voluntad de Dios. Para Isabel es la palabra de su consejero William Cecil, quien alimenta en la belleza y la maternidad de María el peligro de la disputa hereditaria, es la secreta ambición de su amante Robert Dudley de portar una corona propia, el fantasma de un padre como Enrique VIII que reinó a fuerza de caprichos y decapitaciones.
Salir de la letra histórica
La estrategia de Rourke, formada en el teatro, acostumbrada a ensayos donde sus actores se preparan su propio té, y de pronto debutante en la pantalla con una película histórica, escenas de batallas, decorados imponentes y vestuarios deslumbrantes, consiste en quitarle la rigidez y el academicismo de toda palabra oficial, plagada de rigurosidades estériles y especulaciones autorizadas. “La representación es un acto de imaginación –asegura Rourke en una entrevista con The Guardian–. Margot Robbie [Isabel] es australiana, Saoirse Ronan [María] es irlandesa. Jack Lowden [quien interpreta a Henry Darnley, el consorte de María] es escocés y está interpretando a un noble inglés, lo que seguro fue lo más extraño para todos en el set”. La elección de varios actores provenientes de la compañía del Donmar Warehouse se combinó con la aventurada elección de Adrian Lester como Thomas Randolph, el embajador británico en la corte escocesa. De piel negra, la presencia de Lester rasga cualquier premisa de rigor histórico en beneficio del adecuado conocimiento de la época y las formas artísticas del período que le brinda su entrenamiento teatral. “A veces siento que la reacción de los puristas a la presencia de una persona de color en una película histórica tiene más que ver con sus prejuicios que con una verdadera objeción de autenticidad”.
La decisión de la directora de objetar esas tiranías de la autenticidad también se vislumbra en la construcción del mundo femenino de las cortes: las damas adolescentes que acompañan a María recuerdan a las rubias cortesanas de la alcoba de María Antonieta que imaginó Sofia Coppola; las asistentes de Isabel, tanto en sus labores manuales como en sus meditadas decisiones gubernamentales, funcionan como presencias silenciosas cuya participación quirúrgica en asuntos claves escapa al lugar común del bullicio femenino. Tanto Saoirse Ronan como Margot Robbie construyen sus interpretaciones más allá de los acartonamientos de una pieza histórica, dotando a sus criaturas de orgullo y vulnerabilidad, de esa solitaria consciencia de ser líder en una estructura de poder patriarcal que las desafía y desmerece. En la aventura de imaginar un posible encuentro, desprendido de las numerosas cartas que intercambiaron a lo largo de sus vidas y tal vez ocurrido fuera del ojo público, la película consigue sus mejores escenas. Aún pese a sus ataduras a una ambientación tradicional, con sus palacios y brocados, sus pelucas y sus maquillajes –inexplicable la nariz de plástico de Margot Robbie–, su ambición de sacudir la letra histórica que confina a las mujeres a peones de una guerra ajena alcanza su triunfo en el mágico laberinto de infinitos velos que ellas comparten por única vez en la Historia.
“Intenté construir una historia que no solo fuera sobre ‘mujeres fuertes’ sino sobre dos personas que fueron gigantescas y vulnerables, a veces confundidas sobre qué hacer, tratando de desentrañar ese adverso panorama político, luchando por los derechos de sus propios cuerpos”. Las palabras de Rourke se consagran en la presencia del cuerpo femenino en su película, en el placer y el dolor que su realidad entraña. El sexo, la menstruación, la enfermedad, el martirio son las formas concretas en las que el cuerpo femenino adquiere peso, en las que la violencia se hace manifiesta por sus secuelas, en las que el progresivo aislamiento del poder define el dominio de un vestuario ornamental. “Peleé por comprender la época en el seno de una película de época. Y por cuán honesta podía ser sobre los cuerpos de esas mujeres y lo que hacen con ellos, sobre el placer que experimentan y lo que significa, sobre el cuerpo de una reina convertido en tejido político. Era algo que no había visto y quería mostrar. No muchas de nosotras podemos saber lo que se siente como una cabeza coronada en Europa, pero sí sabemos lo que es luchar por el derecho sobre nuestros cuerpos”.
Dos mundos en tensión
La película triunfa al convertirse en el prolongado preludio de ese único encuentro, celebrado en un territorio más imaginario que real. Los destinos de María e Isabel, que se entrelazan de manera inconsciente a lo largo de sus vidas pese al confinamiento en los extremos alejados de una misma isla, se bifurcan en su hora final con el eco de una gloria nunca alcanzada. Rourke filma ese momento con una grandeza admirable, concentrando en sus palabras evanescentes, en sus miradas demudadas, el legado de una disputa histórica. Enclaves de dos mundos en tensión –el del romanticismo y la tragedia para María, criada en la corte francesa y el gusto por los antiguos, en la perpetua anacronía del martirio; y el del progreso y la conquista del presente para Isabel, el del poderío naval y la ambición imperial, el de moderno arte isabelino–, sus cuerpos confluyen en un mismo tablero, en un tiempo de vicisitudes, en un escenario en el que sus propias voluntades batallan con las impuestas. Basta imaginarlas para saberlo. O escribirlo como lo hizo Stefan Zweig: siempre en la política la lenta tenacidad vence a la indómita energía, el plan meditado al improvisado èlan, el realismo al romanticismo. Para quien no vence en la Historia, están la poesía y la leyenda.