Si es verdad que la década de los 50 fue la mejor para el jazz en toda su historia –sentencia tan divulgada como debatible–, el hecho de que Kind of blue de Miles Davis haya sido grabado en 1959 puede entenderse como un final esperanzador para un género que no dejaba de crecer. O quizá lo contrario: un canto de cisne, la clausura de una era a la que le sucedería la del pop y el rock. Pero, ¿quedó Kind of blue fatalmente etiquetado a su época?
Sabemos que el historial del jazz en clubes, cabarets y festivales es cautivante, pero empalidece un poco cuando lo comparamos con el de sus discos memorables. Y en ese rompecabezas gramofónico gigantesco, Kind of blue sigue siendo la pieza que da sentido al todo. Esto explica tanto su vigencia a través de los años como su ubicuidad: incontables series, películas y novelas lo citan. Un libro muy documentado de Ashley Kahn relata su gesta y trayectoria, mientras el cine documental de bajo presupuesto le ha dedicado varios minutos. En cuanto al arte de tapa, el perfil de Miles emergiendo de la oscuridad de un escenario tal como lo capturó el gran Jay Maisel (también hizo fotografías de Billie Holiday, Count Basie y Duke Ellington, entre otros) tiene el poder de un icono eternamente joven.
De este disco se ha dicho de todo; especialmente los músicos han dicho de todo: Biblia del jazz, modelo de improvisación (“Explica lo que es el jazz”, afirmó Quincy Jones), clase de entendimiento entre individualidades fuertes y contrastantes (los solos sucesivos de Miles, Coltrane y Adderley presentan la escala completa del temperamento humano) y banda sonora ideal para la práctica del sexo tántrico, según los más optimistas. Todo esto es un poco cierto y un poco falso, como pasa con todas las obras consensuadas por la Historia. Pero no caben dudas de que su tempo musical “medio” (ni rápido ni lento), sus solos exquisitamente melódicos (¡el de Miles en “So what” es insuperable!), el plantel de músicos que siendo ya destacados preanunciaban años de gloria y su swing envolvente nos siguen magnetizando como si nada realmente importante hubiera sucedido después de su casual alumbramiento.
Por supuesto, debe contemplarse aquí el contexto cultural. Bill Evans, cuya influencia en el concepto del disco fue decisiva más allá de su delicado “Blue in green”, escribió para la contratapa un texto en el que comparaba la improvisación jazzística con aquella técnica de dibujo japonés de un solo y espontáneo trazo. Asimismo, en 1959 el libro de Alan Watts sobre budismo zen era best-seller en los Estados Unidos, el Ballet Africaine de Guinea había producido cierto impacto en Nueva York y el jazz se había vuelto un territorio fértil para la experimentación. Miles capturó todo eso con su habitual fineza y lo conjugó con la memoria del góspel y el blues. No sería del todo correcto afirmar que con la llegada de Kind of blue el bebop fue superado –en todo caso, eso ya había sucedido varios años antes–, pero en una perspectiva amplia es verdad que la nueva música significó un ejercicio de ascesis armónica, en algunos casos a partir de motivos insignificantes (en “So what” la verdadera melodía es la de los solos) y con especial atención al color de ciertas combinaciones. Fue así que el álbum más vendido en la historia del jazz introdujo novedades sin plantear rupturas dramáticas ni generar batallas entre tradicionalistas y modernistas. (Claramente no fue vanguardista en la medida que lo fue The shape of jazz to come de Ornette Coleman).
Si Seargent Pepper´s... de Los Beatles estableció un nuevo criterio de creación y producción musicales en estudio, el álbum de Miles demostró que la grabación no necesariamente duplica un original: también puede crearlo prácticamente de la nada. Despojada tanto de standards como de composiciones propias complejas, la música sucede de determinada manera por primera y única vez, para seguir su curso indefinidamente. El sexteto formado por Miles Davis (trompeta), John Coltrane (saxo tenor), Julian “Cannonball” Adderley (saxo alto), Bill Evans (piano), Paul Chambers (contrabajo) y Jimmy Cobbs (batería) –en “Freedie Freeloader”, el primero en grabarse y el segundo en el disco, el piano lo tocó Wynton Kelly– hizo música a partir de unos esquemas que Miles le mostro a Evans minutos antes de empezar a tocar. En unas pocas tomas de sólo dos tardes –las del 2 de marzo y el 22 de abril–, en el estudio de la 30th Street que alguna vez había sido una iglesia ortodoxa se grabaron cinco temas de duraciones no muy mediáticas (la más corta, “Blue in green” de 5:29; la más larga, “All blues”, de 11:34) que fijaron un estilo de improvisación diferente, basado en antiguas escalas antes que en secuencias de acordes. A ese estilo se lo llamó modal. Ejercería una notable influencia en el jazz del porvenir, pero sobre todo en el rock: ¿no son las largas zapadas de la Era Acuario un derivado más o menos directo de aquellas tardes del 59?
A 60 años de su realización, pocas grabaciones como Kind of blue han logrado conjugar el vigor rítmico del jazz con un sentimiento de profunda melancolía, como si todo el disco nos dijera en su propio lenguaje que los sonidos allí guardados no empiezan ni terminan en los surcos negros de vinilo. Tal vez ese sea el toque oriental del álbum. O la lección presocrática: entre el inicio casi inaudible de “So what” y el modo inesperado en que termina el hispanizante “Flamenco sketches”, se forma la imagen de una música que fluye con encanto hacia un lugar que está en el ayer y en el mañana al mismo tiempo.