La estrategia oficial para la reelección de Mauricio Macri en medio de la peor performance económica desde la recuperación democrática tiene tres componentes principales:
- Sostener el valor del dólar para evitar la espiralización de la inflación.
- Utilizar los fondos del sistema previsional para otorgar créditos equivalentes a varios salarios.
- Y tratar de mantener la estrategia de inteligencia-judicial-mediática de persecución y demonización de la oposición.
Los tres elementos se caracterizan por contar con el fuerte aval de Estados Unidos. Los dos primeros a través del Fondo Monetario Internacional y el tercero a través de los servicios de inteligencia extranjeros en colaboración con sus pares locales. Esto último fue taxativamente reconocido por el embajador estadounidense Edward Prado, cuando declaró hace un año que su tarea en el país sería “ayudar a la rama judicial”. El recientemente conocido affaire de las extorsiones sólo sacó a la luz pública un modus operandi conocido, aunque con la sorpresa de la búsqueda de enriquecimiento personal de los funcionarios involucrados, orgánicos e inorgánicos.
Los objetivos de la estrategia son explícitos: evitar que el genéricamente denominado populismo vuelva a tomar el timón del Estado.
¿Pero por qué el llamado populismo es un fantasma tan grande para los países centrales, la síntesis de todo lo que estaría mal en materia de gobierno y un calificativo que se aplica a regímenes muy diferentes, desde la Venezuela de Chávez al Brasil de Lula y el kirchnerismo?
Una forma de entenderlo es preguntarse qué tienen en común estos regímenes llamados “populistas”. En principio, dos aspectos principales. El fundamental es no aceptar estrictamente el lugar que los países centrales pretenden para la región en la división internacional del trabajo. El objetivo de las potencias es que la periferia descarte la diversificación de su estructura productiva para sustituir importaciones. La economía local no sólo no debería fabricar satélites, sino que ni siquiera debe complejizar su industria. Su lugar sería limitarse a ser el “supermercado del mundo”, es decir el de proveedor de commodities e importador de todo lo demás. El segundo aspecto se deriva del primero: no seguir a rajatabla los mandatos de la política exterior estadounidense. Una manera rápida de sintetizar estos dos componentes es decir que “los populismos interfieren con la geopolítica del imperio”, pero se trata de expresiones muy estigmatizadas.
Esta naturaleza común de los llamados populismos es entonces lo que explica que el FMI aporte casi 60 mil millones de dólares para extender la agonía de un modelo económico insustentable. Pero no los aporta solamente por un interés especial en el destino de Argentina, sino por una estrategia global en la que la clave es evitar el impacto regional de un triunfo populista en el extremo sur. Subsidiariamente, pero no tanto y como ya se dijo muchas veces, la deuda es en sí misma una estrategia de subordinación económica del acreedor. Como lo expresa la historia económica local existe una relación inversa entre deuda en divisas y grados de libertad de la política económica. Luego, en la era del capital financiero, la deuda funciona como el mecanismo por excelencia de “extracción imperial del excedente colonial”. Las expresiones estigmatizadas no terminan nunca, pero poseen una precisión luminosa.
Retomando los tres ejes de la receta ganadora que impulsa Estados Unidos, el primero, sostener el valor del dólar como instrumento de estabilización macroeconómica, no estaría funcionando acorde a lo esperado. Más allá de las volatilidades y del pico de la cotización alcanzado este mes, desde el último cambio de autoridades en el BCRA el dólar se mantuvo estable e incluso se apreció contra la inflación. Sin embargo, el empeño en mantener la suba de otros precios relativos o básicos, como las tarifas y la tasa de interés, más la continuidad del traslado a precios internos de la suba de 100 por ciento en la cotización del dólar durante 2018, determinaron que la inflación no sólo no se haya frenado, sino que se acelerara. Frente a estos datos el gobierno respondió con más torniquete monetario y más tasa, lo que volverá a traducirse en más recesión. Una segunda dimensión es la pregunta de si los dólares que aportará el FMI alcanzarán para contener las habituales fugas preelectorales y las presiones devaluatorias de quienes deberían liquidar exportaciones. Cualquiera sea el caso, que el dólar se dispare nuevamente como en 2018 sería literalmente el fin del modelo, de aquí la preocupación del organismo de crédito y su mandante.
En este punto entra la contención por abajo. El último año la inflación de alimentos arañó el 60 por ciento, aumentos que no fueron recuperados por los salarios. A ello se sumó también el mayor desempleo, que se oficializará en los próximos días en dos dígitos y cerca del 11 por ciento. La demanda agregada ya cayó y se siente en el consumo y la actividad. Con miras a octubre, la clave consiste en evitar que las caídas se profundicen y crezca el malestar de los sectores populares. Por eso el único anuncio económico presidencial en la apertura de sesiones legislativas fue el aumento del 46 por ciento en la AUH, a lo que se sumará en los meses preelectorales la reedición de una receta que dio muy buenos resultados en 2017: los préstamos personales de la Anses.
Estrategia que funciona no se cambia. Se tratará que el tipo de cambio induzca una relativa estabilidad macroeconómica, lo que no es seguro, y se buscará poner un poco de plata en los bolsillos de los sectores populares en los meses previos a los comicios, tanto para que se aplaquen los ánimos como para impulsar un poco la demanda. A ello se sumará que los indicadores comenzarán a compararse con los peores meses de 2018. La idea, como en 2017, es crear la sensación de que “lo peor ya pasó” y de que las penurias vividas valieron la pena.
El complemento indispensable es el tercer punto de la estrategia: convencer a los electores de que aunque el gobierno es malo, los opositores son peores. El instrumento clave para este fin es la operación de las fotocopias de los cuadernos. El nuevo problema es la pérdida de credibilidad sufrida tanto por los aparatos judiciales y de inteligencia intervinientes, como por sus patas políticas y mediáticas. Que el oficialismo pretenda conservar para sí las banderas de la transparencia o la institucionalidad se parece cada día más a un mal chiste.