Desde Río de Janeiro
La asombrosa capacidad de Jair Bolsonaro y parte de sus ministros disparar estupideces y lucir un inmenso repertorio de actitudes patéticas es el dato más visible de lo que ocurre en Brasil. Bolsonaro tiene a Donald Trump como el modelo a seguir. Y en al menos un aspecto logró superar su ídolo: en sus primeros 68 días como presidente, el primate brasileño mintió 82 veces. Trump necesitó tres largos meses para alcanzar esa marca.
Los dos, además, tienen otro punto en común, con otra victoria del brasileño: el peso de sus familiares en la administración. Cuando comparado al clan Bolsonaro - el capitán y sus tres hijos hidrófobos - el clan Trump se transforma en un ejemplo de equilibrio y serenidad.
Mientras el capitán dedica su tiempo a desperdigar odio y rencor vía Twitter, algunos de sus ministros traban una feroz disputa para imponerse como el más bizarro. El de Relaciones Exteriores se anuncia como un cruzado contra la contaminación marxista que sofoca a la humanidad. La ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, una evangélica fundamentalista, dice haber adoptado una niña indígena (hoy día una joven señorita) sin jamás haber realizado los trámites previstos por ley: se apoderó de la ella, y listo; el de Educación, un colombiano de quien nadie jamás había oído hablar, ve la amenaza comunista tan pronto abre los ojos por la mañana; y el del Medio Ambiente ostentó en su currículum una maestría en Harvard sin haber puesto jamás los pies en un aula de la institución.
La senda de aberraciones que a cada día trae novedades tiene como epicentro el gurú del clan Bolsonaro, un astrólogo que se presenta como filósofo y profesor sin haber terminado ni siquiera el primer grado.
La gran amenaza, en todo caso, no está en la parte más visible de lo que, por delicadeza, se suele llamar “gobierno”: está en lo que empieza a gotear de los integrantes del equipo económico encabezado por Paulo Guedes, un especulador del mercado que tiene como punto máximo de su carrera haber trabajado para un gobierno que considera paradigmático, el del general Pinochet en Chile.
Por estos días esa tropa celebró el éxito de la primera subasta de privatización, la de los aeropuertos brasileños. El trofeo máximo fue alcanzado por la española Aena, que pagó 500 millones de dólares por el bloque más atractivo. Detalle: el 51 por ciento de las acciones de la Aena pertenecen al Estado. O sea, una estatal española “privatizó” a una estatal brasileña.
Guedes anunció que “en los próximos años” entre 40 y 50 por ciento de los funcionarios públicos se jubilarán, y no se abrirán concursos para llenar esas plazas. ‘Vamos invertir en la digitalización’, dijo. En Brasil, el total de funcionarios públicos activos representa 1,6 por ciento de la población. Para fundamentalistas del liberalismo, como Guedes, esa es una de las fuentes de los males que padecemos. Quizá se olvide - o no lo sepa - que en Alemania, esa proporción es de 10,6 por ciento. En los Estados Unidos, 15,3. En Francia, 21,4. En Suecia, 28,6. Y en Noruega, exactos 30.
La banca estatal poco a poco será diezmada. La Caixa Económica, con más de un siglo de vida, venderá los servicios de tarjeta de crédito y una substanciosa fuente de lucro, las loterías. Si dependiese del presidente del Banco do Brasil, el destino de la institución sería la muerte súbita. También el presidente de la Petrobras, Roberto Castello Branco, daría a la empresa - y a todas las estatales - idéntico destino.
Castello Branco sabe que no puede realizar su sueño de golpe. Entonces irá de a poco: empezará por vender la distribuidora BR. El blanco siguiente será la refinadora. Y hay más “siendo cuidadosamente estudiado”. Las universidades federales caminan rumbo a la guillotina. O sea: mientras el país se distrae con aberraciones escandalosas, otros escándalos, esos sí, devastadores, son tramados en las sombras.
Los mercaderes lo sabían: Bolsonaro es la receta perfecta.