Al promediar 5° grado, Gabriel comenzaba a disfrutar de esas pequeñas dosis de libertad que sus padres le ofrecían. Recién había recibido una copia de la llave de su casa y obtenía a diario los 35 centavos que le permitían trasladarse en colectivo desde su casa hasta el colegio, el Instituto San Francisco Solando de Ituzaingó. Corría noviembre de 1995, se venían los días soleados y todo marchaba ideal: la suerte parecía estar de su lado porque su tío había abandonado una bicicleta de carreras que él, con algo de tiempo, se había empeñado en arreglar. La única falla eran los frenos, por eso, siempre que deseaba aminorar la marcha recurría a su implacable talón derecho que friccionaba contra el piso y suavizaba la aceleración. Por aquella época descubrió que una veintena de albañiles construían la Autopista Acceso Oeste; con las máquinas apropiadas extraían la tierra, la depositaban fuera del camino y formaban relieves considerables. Así fue como, a tan solo 20 cuadras de su casa, sin la mediación de ningún movimiento tectónico, nació la “montaña de la cruz”. “La adrenalina que se sentía era incomparable, la gracia era subir a la cima, mirar hacia abajo, lanzarse a toda velocidad por el recorrido bien empinado y frenar como se pudiera”, explica Copola.
El 24 de noviembre fue el día fatídico. Gabriel había almorzado de su abuela y, junto a su padre, se marchó a su casa porque debía cortar el pasto y estudiar para una prueba de tiempos verbales. Sin embargo, como no quería hacer ni una cosa ni la otra, agarró la bicicleta y se fue a dar una vuelta. Entonces, no tuvo mejor idea que ir a la montaña. Desde arriba, excitado, contemplaba los autos que iban y venían sin descanso. Dos adolescentes se habían lanzado con éxito antes que él por la montaña y eso encendió su orgullo y despertó su espíritu competitivo. “Me tiré con los ojos cerrados porque tuve mucho miedo, solté el volante de la bicicleta y sentí cómo salía despedido hacia adelante. Aunque fueron segundos para mí fue una eternidad”, advierte.
Quedó tirado en el piso, al pie de la colectora. La bicicleta, intacta, estaba unos metros hacia su derecha. Aunque intentaba incorporarse, el esfuerzo se diluía demasiado rápido: se había fracturado la columna en la tercera y cuarta dorsal. Sentía un leve dolor en las piernas y estaba inmovilizado con la estructura corporal quebrada a la mitad. Eran las 15.30 y aunque pedía ayudaba nadie lo escuchaba. La única forma que encontró para tranquilizarse y no desconectarse de la realidad fue comenzar a repetir los verbos: “Yo amo, tú amas, él ama…”. Terminaba y empezaba de nuevo. Después de todo, tendría que rendir la prueba al día siguiente. Después de media hora, observó que otros dos chicos se proponían reproducir su aventura. Les gritó con desesperación, se acercaron y lo ayudaron. Unos minutos más tarde estaba en la sala de terapia intensiva del Hospital Posadas.
“¿Las podés mover?” –dijeron los médicos–. “¡No!” –gritó Gabriel con mezcla de bronca y angustia mientras se pellizcaba sus piernas. A los pocos días, al ver que no se modificaba el panorama, el equipo se reunió y le comunicó que no podría volver a caminar. “Solo pensaba en que nunca más jugaría al fútbol. Ese día lloré, fue el más triste de todos. Se me vino el mundo abajo y solo tenía 11 años”. No obstante, tras 100 días de terapia, con perseverancia de acero, gracias al afecto de sus amigos y el apoyo incondicional de su familia, todo volvió a empezar. “La montaña quedó inmóvil en su lugar, pero yo me reinventé. El accidente es parte de mi pasado pero no reniego ni busco olvidarlo. Si pudiera elegir tendría la misma vida, no cambiaría nada”, concluye.