Suena el teléfono fijo de casa unas semanas previas al festejo de mi cumpleaños número ocho. La llamada es para madre, desde San Juan, y nombran a mi abuela. El resultado es una mochila liviana y un viaje pesado para madre, y la obligación de suspender la movida gigante, casi a último momento, del día que más esperaba en el año. Esto fue en agosto de 1993. “Cuando vuelva lo hacemos bien, vas a ver que va estar mucho más lindo, les voy a hacer una olla enorme de salchichitas con tuco y mil galletitas mas”, me promete antes de partir. El llanto ininterrumpido y la ilusión por el piso me sellan los ojos. Siento un beso caliente, un abrazo largo de pausa y una puerta que cierra al infinito.

   Cuando padre vuelve de la terminal, me ve en un estado mucho peor del que me había visto al salir con madre. Yo no había podido entender las razones por las que había que dejar la fiesta para más adelante. Pataleo y suplico tanto que no se si le rompo el corazón en mil pedazos, o lo convenzo de retomar el festejo, sea como sea, por agotamiento. Él sabe que no va a poder con todo. Su trabajo en ese momento (y hasta hace unos pocos años) es devastador, de lunes a lunes, de acá para allá, y claramente, la planificación festiva no es, ni fue nunca, una actividad acorde a sus ritmos. Le pide algo de ayuda a nuestra vecina y suelta un toque el freno de mano. 

   Uno de esos días, me trae un paquetito con tarjetitas de invitación con motivo de Los Simpsons. Hay algo extraño y confuso en esos dibujos, no es la familia original. Son unos Simpsons medio deformes y bastante mal dibujados que le vendieron en alguna librería al paso. Rellenamos las líneas a mano con la ayuda de mi vecina y al otro día se las reparto a mis amigos en la escuela sin querer escuchar excusas ni devoluciones al respecto.  

   Llega el día del festejo, todo técnicamente preparado, con el mayor de los esfuerzos posibles, pese a la gran decepción de madre y su insistencia, ya sin fuerzas, desde el otro lado del teléfono para que lo piense de nuevo, que trate de entender la situación. 

Las horas pasan, no sé cómo pero pasan y no suena el timbre, no se escuchan los perros ladrándole a las palmas de los padres de nadie, de ningún compañerito ni compañerita de la escuela. La familia de mis primos está de viaje y mis hermanos mas grandes con madre en San Juan. Solo estamos padre, hermana, vecinito y yo, tirado en un rincón del patio, mientras se pega la chipica amarilla en mi pullover de tanto revolcarme bajo el sol de agosto, llorando desconsoladamente ante la ausencia de los invitados, frente a nuestra vecina, que trata de calmarme. Le doy tanta pena, y me doy cuenta de eso, que poco a poco voy retomando fuerza y puedo escuchar los consuelos mi hermana menor. También los de padre, que me dice que es hora de levantarse, que en un ratito, a las 20 es el estreno exclusivo de Terminator 2 en Cinecanal. Lo miro de reojo, cortando el llanto sorprendido: “¿Pero esa película no es una película para grandes?”

   Lunes. Entro a los saltos en el aula buscando a mi mejor amigo para contarle el peliculón que había visto con mi viejo. Le cuento sobre todo que en la parte de la persecución entre el camión y la moto había una canción en que la batería hacía como un helicóptero que me había vuelto loco, loco de verdad. Días después, en su casa, su hermano mayor –que hasta el momento estaba haciendo un mínimo contacto con nosotros, escondido detrás de su colección de revistas y videos porno– nos escucha hablar de esa canción y de esa película. Se nos acerca con aires de galantería, abre la bandeja porta CDs y le da play a “You Could Be Mine”, de los Guns N’ Roses, nuestra primer clase de batería, de rock y de oscuridad. Habíamos descubierto la pólvora. A partir de entonces con mi amigo nos refugiamos en ese mundo paralelo de aullidos y guitarras potenciadas mientras nuestros padres dormían la siesta. Hasta que descubrimos que podíamos fabricar nuestra propia batería con tachos de pintura y radiografías haciendo de parches, nuestras espaldas quedaban coloradas de tanto practicar el fill que da inicio a esa furiosa canción. Nos turnábamos y competíamos para ver a quién le salía mejor: un rato sobre mi espalda, un rato sobre la suya. 

   El cumpleaños pasó, mi madre volvió, padre volvió al trabajo, y nadie supo bien qué es lo que sucedió en ese día de ausencias extrañas. Ahora había un nuevo agente de distracción y crecimiento girando todo el día en mi cabeza, todo estaba bien, muy bien. Los Guns nos transformaron en Demonios de Tasmania. 

   Perdí hace años el disco doble de Use Your Illusion, creo que lo vendí en un momento para poder completar la discografía de los Redondos (que luego también permuté por otros discos). Aunque disienta con la mayoría de las letras de Axl Rose, y su actitud con el público y sus compañeros de banda me parezca una basura, confieso que de vez en cuando le doy play a sus canciones en internet.


Mariano di Cesare nació en Mendoza, en 1985. A finales de los 90 comenzó a tocar en bandas de hardcore-punk en su provincia. En 2007, luego de vivir un colapso musical (llegó a tener 5 bandas en simultáneo), decidió resetear el ritmo y, semanas previas a su mudanza a la Ciudad de Buenos Aires para dedicarse a estudiar cine, graba en plan solista La tenaza que rompe el alambre del corral, el disco con el que se inicia el camino de Mi Amigo Invencible, grupo con el que hoy está trabajando en su séptimo álbum.