Mauricio Macri ha expresado en numerosas oportunidades que su pensamiento económico es “desarrollista”, corriente que en el país encontró su máxima expresión política con Rogelio Frigerio –abuelo del actual ministro del interior– durante el gobierno de Arturo Frondizi (1958-1962). Dentro de su visión “desarrollista”, para el actual presidente la clave pasaría por impulsar las inversiones tras más de una década de políticas “populistas” que, al fomentar irresponsablemente el consumo, generaron desequilibrios macroeconómicos insostenibles. 

Para conseguir tal objetivo bastaría mejorar la rentabilidad empresaria a partir de una reducción de los costos, mecanismo que se habría puesto en marcha a través de la devaluación del peso y la reducción o eliminación de impuestos “distorsivos” como las retenciones. Si bien hasta el momento la inversión no reaccionó de la forma esperada –de hecho es el componente de la demanda agregada que más se redujo el año pasado–, esto se habría debido a la insuficiencia de las medidas aplicadas, cuyo siguiente paso sería la baja del costo laboral a partir de la flexibilización de las condiciones de trabajo.

Dentro de la polémica “ahorro versus consumo”, la posición “ofertista” del gobierno ha sido rechazada por buena parte de la heterodoxia, la cual afirma que es necesario fomentar primero el consumo de los asalariados, ya que sin demanda para sus productos ningún empresario va a invertir aunque se le reduzcan los costos.

Resulta indudable que en una economía capitalista deben cumplirse ambas condiciones para que haya inversión, es decir, es necesario que exista tanto una tasa de ganancia considerada “normal” por los empresarios como una demanda que pueda “realizar” dicha ganancia. Pero esta polémica está lejos de agotar la discusión sobre las posibilidades de desarrollo. En efecto, durante los gobiernos kirchneristas hubo altísimas tasas de ganancia (sobre todo durante el mandato de Néstor Kirchner y buena parte del primero de CFK) y un alto nivel de consumo a partir del fomento a la demanda pero, aunque hubo altas tasas de crecimiento, fue poco lo que se avanzó en materia de desarrollo económico.

Restricción externa

Los clásicos pensadores del estructuralismo latinoamericano definían la situación de subdesarrollo como aquellas estructuras productivas heterogéneas en las cuales convivían sectores tecnológicamente “modernos”y “atrasados”. El grado de (sub)desarrollo dependía del peso de uno y otro sector, es decir, de la cantidad de población ocupada absorbida por los mismos.

El problema central que tienen economías subdesarrolladas como la nuestra para incrementar el peso del sector moderno no tiene que ver con la disponibilidad o capacitación de la mano de obra –aunque puedan existir algunos cuellos de botella en sectores específicos– ni tampoco se debe a una supuesta crónica insuficiencia de ahorro, lo cual queda en evidencia al ver los altísimos niveles que ha adquirido la fuga de capitales en el país en los últimos años. La principal traba al desarrollo radica en muy debatida “restricción externa”.

El principal escollo para sostener un ritmo de crecimiento compatible con el desarrollo es que la economía argentina requiere generar una cantidad creciente de divisas ya que la mayor parte de los bienes de capital y buena parte de los insumos que utiliza el sector productivo local, y en el especial el tecnológicamente más avanzado, son importados.

A fines del 2015 el gobierno de Cambiemos recurrió a la devaluación de la moneda como clásico instrumento de estabilización del sector externo. Sin embargo, la historia ha demostrado que esta medida por sí sola no solo no resuelve los problemas de fondo de la economía sino que a la larga tiende a profundizar la situación de atraso relativo al encarecer el componente tecnológico de la inversión de capital. 

A su vez, los efectos de la devaluación son muy limitados tanto en materia de sustitución de importaciones como en lo que hace a la promoción de las exportaciones. En el primer caso, porque en la producción de nuevos bienes y servicios no se resuelve en el corto plazo y el tipo de cambio “alto” nunca se ha podido sostener más allá de este. En el segundo caso, además de este factor –por caso, ninguna firma automotriz va a decidir la producción de un nuevo modelo en el país, proceso que demora varios meses o incluso años, por una mejora transitoria en el tipo de cambio–, debe recordarse que la mayor parte de las exportaciones argentinas dependen directa o indirectamente de la explotación de recursos naturales, cuya expansión encuentra un límite estrecho en el corto plazo. 

Además, claro está, todo ello depende de la evolución de la demanda externa, que en la actualidad se encuentra retraída por la crisis en Brasil y por el avance de medidas proteccionistas en buena parte del mundo.

En definitiva, la devaluación termina reduciéndose en la práctica a una transferencia de ingresos hacia los sectores exportadores, mejorando su rentabilidad pero con poco o nulo efecto sobre el volumen general de las exportaciones y en la sustitución de importaciones. De esta manera, la devaluación de la moneda en sí misma dista mucho de ser una política “desarrollista”, más bien lo contrario, ya que tiende a reducir el ritmo de crecimiento o bien directamente a generar un cuadro recesivo tal como ocurrió el año pasado. 

¿Desarrollismo neoliberal?

La supuesta orientación “desarrollista” del gobierno entra en franca contradicción con la aplicación de políticas liberalizadoras y desreguladoras de corte neoliberal. En economías subdesarrolladas como la argentina el mecanismo de precios, por más que garantice mayores ganancias al capital, no sirve como orientador de las inversiones necesarias para desarrollar nuevos sectores que sean tecnológicamente más avanzados. Por lo general los empresarios locales no invierten en ámbitos donde no hay experiencia previa, mientras que las firmas transnacionales conservan la mayoría de las inversiones innovadoras en sus países de origen o bien en aquellos que cuentan con un sistema científico–tecnológico consolidado. De este modo, cualquier intento por elevar la tasa de inversión sin políticas públicas que orienten explícitamente la dirección de las mismas termina agravando los desequilibrios entre la composición de la oferta y la demanda, lo cual desemboca en nuevos desequilibrios externos.

No se trata de una problemática novedosa ni mucho menos. Los fundadores del pensamiento estructuralista latinoamericano como Celso Furtado ya lo habían advertido más de medio siglo atrás: “para que la política de desarrollo no perjudique la estabilidad, es necesario que la misma asuma la forma de una orientación positiva del proceso de formación de capital. No se trata solamente de crear condiciones propicias para que los empresarios intensifiquen su esfuerzo de inversión: es necesario dar un paso adelante, garantizando que las inversiones provoquen las modificaciones estructurales requeridas por el desarrollo”.

La desregulaciones económicas y financieras establecidas durante el primer año de gestión de Cambiemos, junto a la reducción de los presupuestos en áreas clave para la generación de conocimiento científico y tecnológico no parecen ser exactamente políticas “desarrollistas”.

* Investigador del área de Economía y Tecnología de la Flacso  y del Conicet.