El día que Carlos Rosenkrantz participó del primer acuerdo en la Corte Suprema, en 2016, sus colegas quedaron algo sorprendidos por su parquedad. Con el tiempo también lo notaron confrontativo. Pasaron los meses y ya se animaron a definirlo como disruptivo y disidente. Eso se traduce en muchos de sus fallos: vota, por lo general, en disidencia. Algunos le dicen “El emperador”. Aquel mismo patrón se vio esta vez con su discurso de apertura del año judicial como presidente supremo, cuyo contenido fue un misterio para sus colegas hasta el instante en que al mediodía empezó a pronunciarlo, fiel a ese estilo, sin ninguna bienvenida a los presentes. Rosenkrantz sorprendió quizá más al público general que a los propios jueces, que saben bien de qué les hablaba pero pocos tienen la predisposición a tomarlo en serio: la justicia argentina, definió, “atraviesa una crisis de legitimidad”, que es “una crisis de confianza” y si no la recupera “pierde su razón de ser”. La novedad para el público desprevenido es que un juez levante en peso a otros y haga, o parezca hacer, una novedosa autocrítica.
Las frases más enfáticas de su discurso que reflejan su ánimo podrían ser las siguientes: “Hay dudas de que nos comportemos como verdaderos jueces de la democracia republicana”. “Se empieza a generalizar la sospecha de que servimos a intereses diferentes al derecho”. “Debemos mostrar que somos meros instrumentos de la Constitución y la ley”. “Debemos mostrar que somos refractarios a todo interés personal, ideológico, político y de cualquier otra naturaleza que no sea el interés de realizar el imperio del derecho”. “Lo que importa no es meramente el resultado de una decisión (…) si gana el gobierno o la oposición, si gana la izquierda o la derecha”. “Nuestras decisiones deben estar estructuradas por principios” que se deberían aplicar “aunque el resultado sea impopular o antipático (…) significa que, como Ulises, somos capaces de atarnos al mástil de la legalidad”. “Pertenecer al poder judicial no es un privilegio”. También citó a Napoleón y su idea de que los “ejércitos” marchen “al paso de los más lentos”. A Alexander Hamilton, lo eligió para referirse a la legitimidad.
Hasta aquí, todo políticamente correcto. Algunas frases impactan, aunque usara poco énfasis en la oratoria. Para algunos de sus propios colegas supremos al discurso le faltó un pedazo que hablara de la “independencia” de poderes --algo que sí solía hacer Ricardo Lorenzetti para dejar a todos contentos-- e hiciera aunque sea una mínima alusión a los atropellos de un Gobierno que se quiere llevar puestos a los jueces que no fallan a su gusto, o que investigan sus funcionarios. Pero es conocida la sintonía de Rosenkrantz con el oficialismo, ideológica inclusive, aunque predique que es posible distanciarse de tales cosas. Tal vez por esa carencia en la exposición la llamada “mayoría peronista” --tal vez solapadamente aludida por el presidente supremo-- apuró ayer de manera enfática una resolución para conceder los recursos reclamados por el juez de Dolores, Alejo Ramos Padilla, que investiga un escándalo de espionaje que atraviesa al propio poder judicial, incluidos los tribunales de Retiro.
Algunas lecturas benévolas entre los jueces presentes veían que se había distanciado del macrismo, y sus jueces y fiscales más funcionales de Comodoro Py, al ser enfático en la cuestión de que se debe respetar las leyes por sobre todas las cosas y que las reglas son las mismas para todos, algo que como es sabido no sucede por estos días, por ejemplo, al evaluar prisiones preventivas. A la vez, cuestionaban que no llamó al debate, que no hizo propuestas y que faltó profundidad. Impuso su idea, por momentos como un outsider, aunque usara el “nosotros”. Como alguien --antes abogado de empresas y rector de la universidad de San Andrés con historia en el radicalismo-- que aún está con un pie en otra parte. Fue extraño que rescatara iniciativas de la Corte que no avaló en su momento, como el armado de una agenda de temas de relevancia institucional. Pero también que hablara de “legitimidad” siendo alguien que se prestó activamente a un golpe interno para sacar al ex presidente Lorenzetti cortándole el mandato, que respaldó los traslados directos de jueces que pedía el gobierno a tribunales estratégicos y que, en otro orden --el de las sentencias judiciales-- promovió el fallo del 2x1 a favor de los represores, que rompía lo que había sido una política de Estado instalada a lo largo de más de una década para poder juzgar los crímenes de lesa humanidad.
En sus palabras buscó diferenciarse de las reiteradas “homilías” de Lorenzetti, donde repartía frases reconfortantes para cada audiencia, hablaba de todo tipo de temas (desde la impunidad hasta las necesidades de “la gente”) y dejaba entrever ambiciones. La sensación, por momentos, era que estaba levantando en peso a todo el mundo. Uno de los grandes datos de la jornada fue la ausencia de la mayor parte de la troupe de Comodoro Py, que mantiene lealtad a Lorenzetti y se mueve con una lógica más parecida a la que cultivó Sergio Moro en Brasil, hoy Ministro de Justicia de Jair Bolsonaro. Faltaron, por caso, Claudio Bonadio (que estaba difundiendo en simultáneo un nuevo procesamiento contra Cristina Fernández de Kirchner), Rodolfo Canicoba Corral, Ariel Lijo, María Servini de Cubría, Marcelo Martínez de Giorgi y Sebastián Ramos, Luis Rodríguez y su guía judicial/espiritual el camarista Martín Irurzun. De la Cámara de Casación hubo dos ausencias, pero con sentido distinto: la de Ana María Figueroa y Alejandro Slokar, en repudio a la presencia del ministro Germán Garavano , impulsor de jury a Ramos Padilla. El resto de los casadores fue. También estaban los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi y los jueces Daniel Rafecas, Sebastián Casanello y Sergio Torres. Había jueces de provincias. Ramos Padilla no estuvo invitado.
“Menos mal que no fui, para que me caguen a pedos así me quedo en mi despacho”, dijo uno de los ausentes. “Parece un turista sueco”, comentaron en otra oficina. “Es simplista”, fue un comentario adicional. Y otro juez señaló un problema real, cultural, político y de fondo, que explica por qué son pocos los que podrían escuchar el discurso en serio (casi que no lo soportan): “Estaba pidiendo transitar un camino de espinas a personas que están acostumbradas a andar en Audi”.