Es probable que, para todos los humanos, la imagen del padre sea, en algún momento de la vida o en todos, un enigma a resolver. Freud convirtió ese enigma en una disciplina de la ciencia. Pero para la escritora feminista Susan Faludi el enigma se amplificó de manera exponencial el día del año 2004 en el que, llevada por la inquietud de no haber visto a su padre durante décadas, al ponerse en contacto con él para proponerle un reencuentro, su padre le responde en un mail cuyo título es: “Cambios”. Detrás de esa palabra que usamos con cierta ligereza, el padre de Susan Faludi le anuncia que había decidido llevar adelante todos los protocolos psiquiátricos y quirúrgicos para el cambio de sexo y adjunta unas fotos donde luce su nuevo outfit. A partir de ahora, el húngaro que había nacido Istvan Friedman, que luego fue Steven Friedman en Río de Janeiro, que después fue Steven Faludi en New York, llegaba a sus años otoñales como Stefánie Faludi nuevamente en su Budapest natal. Cómo había sido ese recorrido es lo que Susan Faludi se propuso averiguar en este libro, que puede ser uno de los testimonios más importantes que se hayan escrito sobre el desarrollo de la visibilidad trans del siglo XXI. La vida de una persona que atraviesa todos los desafíos críticos que plantearon las diversas y, a veces disparatadas, teorías y políticas de la identidad de estos últimos dos siglos. Desde el ghetto, a la solución final, desde Erik Erikson a Sartre, el Estado, la Nación, la guerra, la guerra contra los géneros y las batallas libradas por el feminismo.
Tras las perlas del padre
Susan Faludi, escritora y periodista americana reconocida con el Pulitzer y por haber escrito en los 90 un libro importantísimo sobre la representación de las mujeres en los medios entendida como parte de la campaña contra el surgimiento del poder femenino, (Reacción, la guerra no declarada contra el poder femenino) estaba recorriendo historias que tenían que ver con el impacto de la caída de las torres del 11 de septiembre sobre la percepción de las mujeres, cuando su padre le anuncia desde Budapest que había cambiado de género y que ya no era Steven sino Stefánie.
Con cierta curiosidad y temor, la hija decide viajar a Budapest para verificar que su padre se encuentre en buenas condiciones. Y ahí comienza la aventura de 11 años que dio lugar a En el cuarto oscuro (Anagrama, 2018). Esa aventura implica la reconstrucción de un lazo que estaba en condiciones muy deterioradas debido a las peleas familiares y al alejamiento de Steven a quien su hija no veía desde que dejó la casa en los años 70. Pero también es el descubrimiento de una nueva persona luego de la “muerte” de Steven, que es Stephanie, cuya personalidad, como lo dice la propia padre de Susan, cambió radicalmente. ¿O no?
El nuevo conocimiento de Stefánie, supone para Susan no sólo aprender a convivir con un nuevo miembro trans de la familia, sino también informarse, documentarse, entrevistar a los participantes de las cirugías y los tratamientos médicos que habilitaron que Stefánie logre construirse un cuerpo a su medida, tanto como la adaptación social de la hija, la padre, los otros miembros de la familia, la sociedad en general que no está adaptada (en Budapest, menos) a los nuevos desafíos del reconocimiento de nuevos sujetos y sujetas sociales.
Es decir que ahora, esta nueva sujeta interpela, en muchos sentidos, a todos los miembros de la sociedad que la rodea. Sobre todo, a la propia hija, que no sospechó ni por un instante, durante la (corta) vida en común que su padre fuera una persona trans. En el libro circula el reproche sordo a este padre que conmueve los cimientos de su propia personalidad y de su propia transfobia, como ella misma lo hace visible en la escena en que cuando la ve llevar una cartera de un modo poco femenino inmediatamente se interroga: ¿Cuál sería la forma naturalmente femenina de llevar una cartera? “En el extremo de la cola divisé un perfil conocido con frente despejada y hombros estrechos. La figura estaba apoyada en un carrito de equipajes vacío. No recordaba que tuviera tanto pelo y el de ahora era más claro, de un rojo henna. Vestía jersey rojo de trenzas, falda de franela gris, zapatos blancos de tacón y pendientes de perlas en las orejas. Se había quitado el bolso blanco del hombro y lo había colgado de un gancho del carrito. Lo primero que pensé, me da vergüenza decirlo, fue: ninguna mujer haría eso.
-Bueeeno –dijo mi padre cuando me detuve ante ella.
Tras titubear un poco, me dio unos golpecitos con la mano en el hombro. Nos abrazamos con torpeza. Sus pechos –125c, según me informó más tarde– se clavaron en los míos. Eran rígidos, me parecieron más unas almenas que unos pechos, y me sorprendí de mi propia inflexibilidad. Acababa de aterrizar ya estaba haciendo juicios críticos. Como si la forma de llevar un bolso fuera un rasgo biológico. Como si no hubiera multitud de mujeres ‘auténticas’ que iban por ahí con implantes de silicona. ¿Desde cuándo me había vuelto esencialista?”
Pero también este encuentro entre padre e hija, este encuentro entre mujeres, analizado y prensado lleva a la verificación de que no por trans una persona dejó de lado sus prejuicios. La misma Stefánie interpela a su hija (feminista) por no tener hijos con el argumento de que no es natural que una mujer no se reproduzca, y lo hace mientras están yendo camino al médico que receta su terapia hormonal. O cuando opina sobre las marchas del orgullo y se le confunde su feminismo recién adquirido, con su judaísmo del cual tuvo que renegar por la invasión nazi, y su nuevo “approach” trans, que no se construye de acuerdo ni con la teoría de ser un extraño en el propio cuerpo desde la infancia ni con los lugares comunes del periodismo amarillo que expone la transexualidad como parte de un teatro grotesco y fascinante.
Respecto de las marchas del orgullo, también opina Stefánie en este diálogo con una amiga: “Ya sabéis lo que pasó en el desfile del orgullo gay del año pasado –dijo Judith Takács. Los neonazis y los cabezas rapadas cargaron contra los manifestantes. Hubo heridos. Este año podría ser peor –añadió–. Estoy francamente preocupada. Deberían purgar la manifestación –intervino mi padre–. Que vaya tanta gente con aspecto provocativo causa mala impresión. Deberían ir personas normales. No payasos ni gente fastidiosa. No tenemos derecho a indignar a los demás. ¡No representa el lado bueno de las minorías... ¡Stefi!... –quise interrumpirla–. Tenéis que hacerlo de manera simpática, con una sonrisa –prosiguió–. Lo digo para que me vean como si fuera igual que ellos. De lo contrario, correrán detrás de vosotros diciendo: “¡Quién coño es esta gente!” Es como lo que dicen de los judíos ortodoxos cuando se visten con esas ropas horrendas. La gente los mira y dice: “¡A saber lo que harán estos! ¡A lo mejor se dedican a matar vírgenes cristianas!”
Las vueltas de la vida
¿Cómo narrar ese pasó?, se pregunta la autora: “Yo solo había conocido a mi padre ‘antes’ y ‘después’ -como superpatriarca de clase media y como ama de casa ultrafemenina- dos aspectos separados por un foso vacío de varios años. (…) ¿Parecería la persona vestida de mujer que había sido hombre anteriormente? ¿Parecería la persona vestida de hombre que era un hombre transformado en mujer y se había vestido de hombre para hacerse pasar por un hombre? Al cabo de un rato, todo el mundo me pareció disfrazado.”
Pero lo que queda claro también en el libro es que tampoco su padre sospechaba el cambio venidero. Ni durante su período de supervivencia durante la invasión nazi en Budapest, en el que el joven Friedman no sólo vivió como un paria en las calles de Pest, sino tuvo ciertos gestos de heroísmo que son recordados por los sobrevivientes en Israel de su familia; ni durante su estadía de varios años en Río de Janeiro, a donde emigró para escapar de un clima social y atmosférico opresivo; ni durante los años 60 y 70 durante los cuales vivió en New York y donde formó una familia de “clase media” con esposa, dos hijos y un trabajo (retocador de fotografía de moda para Condé Nast) de cierto reconocimiento en su medio laboral. En ninguna de esas “vidas” Stefánie reconoce haber sentido la “tendencia” o la “inquietud” por volverse mujer más allá de haber sido descubierto probándose los tacos de su mamá en la infancia más remota de Budapest.
Pero el enigma que plantea Stefánie supera el tema de la reasignación de sexo. Se trata de alguien que no había evitado la violencia doméstica en su vida como padre y marido, pero que ahora ella, Stefánie reinterpreta como que fue violencia de género dirigida contra ella, en el momento en el que fue percibida como persona en transición; pero también es una persona que reniega de cierto fundamentalismo y ortodoxia judía que es la identidad por la que fue castigada y privada de derechos de ciudadanía; pero también es la húngara que hoy sostiene defiende y promueve valores nacionales contra la invasión de la URSS, pero a favor de la discriminación antisemita, xenófoba y anti gitana, tan en boga en la Europa moderna y unida…
Es decir, Stefánie Faludi llegó al siglo XXI cargando con todos los conflictos que se habían planteado durante el siglo pasado y acaso creyó que la reasignación de sexo, practicada por un médico Sanguan Kunaporn de Phuket, Tailandia, cuyos videos en You Tube no generan una confianza inmediata, iba a resolverlo todo, cuando en realidad, como sabemos que ocurre con la vida, todo se profundizó.
El problema de la identidad que, como sabemos, fue planteado en el mundo moderno por Erik Erikson y por Sartre en ambos lados de la posguerra, para dejarnos en la paradoja de su definición. Y ello generó una retahila de reflexiones que se han escrito a partir de allí colmadas de: críticas a la corporación médica, trabajo de campo y acompañamiento de los grupos oprimidos, testimonios recolectados al azar, opiniones, psicología más o menos conductista y planteos literarios. Pero también por la medicina quirúrgica y psiquiátrica que tiene un campo abierto en el que el paciente es nada más que un caso de prueba sin mucha historia, o una lista infinita de pastillas que recolocan el universo químico de las emociones, los deseos y las identidades. Entre esos parámetros se juegan vidas que hablan de la identidad, el ser y la existencia humana en el límite. Faludi recorre la perplejidad de las definiciones y la velocidad acelerada de las intervenciones sobre el cuerpo. Desde la autobiografía de Deidre Mc Closkey, hasta el manifiesto de Sandy Stone El imperio contraataca, o el increíble texto de Susan Stryker (escrito desde el mismo pueblo donde se escribió Frankenstein, Chamonix) que nos define el campo para siempre: “Soy transexual y, en consecuencia, un monstruo.”, toda la bibliografía sobre el tema, (Donna Haraway, anunciando lo post humano, hace ya tiempo, incluida) navega en el pantano de los estados más o menos opresores o liberales y la radicalidad del capitalismo que ya no quiere hacer preguntas si hay una ganancia de por medio en nombre de la libertad de mercado que se confunde con la libertad de ciudadanía (¿o es lo mismo?).
Más de unx trans diría que sí, entre ellos la persona de género fluido que atiende las transiciones en Tailandia en su hotel lleno de jóvenes británicos y americanos (pobres, porque tienen apenas 8000 dólares para pagar el cambio de identidad) que recibe, llena de perplejidad a este hombre de más de setenta años (confesó solamente 64, pero ¡quién es una para criticar a una chica que se quita una década ante la sala de cirugía!) para iniciar el proceso.
Pero el cambio de la edad es apenas una máscara de la identidad menor en la vida de Stefánie, que estuvo colmada de negaciones y negociaciones de diversas identidades. Fue un muchacho desterritorializado en la vida húngara crecientemente antisemita de la preguerra y la Segunda Guerra Mundial, fue un judío perdido en Río de Janeiro en la post guerra, que bien definió Stefan Zweig antes de suicidarse con su esposa en Brasil (“un hombre condenado a ser extranjero”), un padre violento en Estados Unidos que usaba la fuerza como afirmación de su resquebrajada masculinidad, una mujer paranoica, finalmente senil en la Hungría que vivió entre las dos invasiones: la nazi y la de la URSS. Entre esas guerras y esos conflictos Stefánie trató de armarse una identidad. Para qué, no sabemos. El resultado sin dudas sigue siendo visto, aun en este siglo, monstruoso y su hija lo documenta durante tres años de la vida en la que se reencuentra con su padre o con esa nueva persona que es su padre que ahora, por motivos también misteriosos, quiere ser su amiga.
Todos lo sabemos, pero Susan Faludi lo dice, esa historia apasionante, vivida por su padre estuvo llena de transformaciones, viajes, y desventura, pero también de manipulaciones, amenazas y horror. No es un disparate pensar que las teorías de la identidad son el madero al que más se aferran los estados modernos, para mostrarse como “protectores” de sus ciudadanos y adjudicarles, nación, religión organizada e institucionalizada, sexo, género, reproductibilidad, educación. Todos sabemos que las leyes están hechas de manera diferente para los distintos géneros y para esas distintas identidades, y sabemos que eso lo hace el Estado en nombre de su “bondad protectora”. O como dice Susan Faludi, de manera muy personal, mientras trata de desandar la madeja enmarañada junto a la de Stefánie, que constituyó su propia identidad, su familia y su “self”, la “teoría de la identidad” que más nos ha afectado, finalmente, es también la “que fomentó la solución final”, por ejemplo, en la Hungría en la que su padre trataba de escapar de todo.