No tienen otra cosa que ese techo de durlock en la intemperie de un conurbano rancio que les ha quitado sus ilusiones. Ella consigue allí hacerse un lugar con su ropa lustrosa y su melena rubia, con esos aires de mujer de clase media que va a conocer la versión empastillada de su agonía. 

Natalia Villamil se propone pensar Un tranvía llamado deseo en el segundo cordón del conurbano. Su dramaturgia se deja influenciar por la escritura poética que Tennessee Williams brindaba en su realismo desencantado, para generar una composición sonora y vibrante con el lenguaje de una pobreza sometida a la furia del neoliberalismo que destroza vidas y las deja a un costado para que miren el festín de los otros. Porque Williams era un autor político detrás de sus dramas de familia y de esos sueños incumplidos. Él hablaba de la sociedad norteamericana aplastada por la crisis del treinta que ya no podía creer en el esfuerzo individual. Villamil lee ese marco y le da un protagonismo rotundo. Ese zócalo que trepa hasta la cintura es, en la puesta de Cintia Miraglia, un soporte que permite ver solo la mitad del cuerpo de los personajes. En ese territorio de seres hundidos, gran acierto del diseño escenográfico de Gonzalo Córdoba, Blanca llega con la desesperación radiante de una mujer deseosa, no sólo del sexo que conseguirá con facilidad, sino de poesía, de pájaros, de alguna belleza que ese ambiente derrotado no puede darle.

Es así como Blanca, aunque el nombre de Blanche resuena todo el tiempo, mira esa violencia que a su hermana le deja el cuerpo desahuciado de tantos golpes como una forma lejana, casi como el museo de una humanidad a la que ella no pertenece.

En Blanca el drama social que lxs determina y acorrala, que no deja salida a sus criaturas amontonadas en la casilla de la Negra, sirve de campo batalla para ese deseo que Blanca instala como un destino que va a lastimarlxs a todxs.

La sexualidad queda expuesta en la ansiedad de Blanca que no para de coger, y a la que le importa bastante poco lo que pueda decir Enzo de sus aventuras, porque ya estamos en el  siglo veintiuno y la conducta sexual que a Blanche la llevó al loquero, al destierro laboral y social, a Blanca directamente puede llevarla a la muerte. Pero Villamil y Miraglia se atreven a contar el sexo con cierto detalle, cuando Jony no logra consumar su garche con Blanca y se masturba sin pausa para ver si por fin puede mantener su pene erecto por un tiempo considerable. En ese lugar explícito del deseo, convertido en un coito ramplón y triste, casi sin intimidad, se muestra el resorte más frágil de una crueldad que está en el aire como delito y como desazón, como un olvido total de algún propósito que lxs reconcilie y ampare.

Y es allí donde lo femenino, en la rabia de Elena que se acopla a la perfección con la alegría negadora de Blanca, dialoga con ese lugar de bisagra que asume el personaje de La Negra, suerte de testigo de vidas ajenas en su propia casa, cuerpo en el que conviven lo masculino y lo femenino por sola inoperancia del dinero, que no le alcanza para lookearse totalmente como mujer. Especie de mediadora, pero también de palabra definitiva en relación a la permanencia en esa casucha asfixiante y sucia que lxs separa del vagabundeo infinito. 

Leticia Torres tiene la fortaleza arrebatada de una actriz que parece atravesar la escena a cuchilladas, siempre efectiva y segura, a veces demoledora. Monina Bonelli entiende esa sensibilidad marchita de su criatura que araña el resto de vida que le queda. La actriz sostiene una tonalidad que hace de Blanca un ser tan frágil como dominante, al destruir las certezas de una masculinidad que se disuelve en ella como si fuera la boca gigante del desierto.