La serie basada en la vida de Trotsky está generando revuelo en todos los sectores de la izquierda nacional y mundial. Desde los campos más populares a los intelectuales más reconocidos salieron a repudiar el show televisivo que montaron en Moscú para Netflix. La crítica se centra en los errores históricos intencionales y la falta de sintonía referencial entre la realidad y la ficción. Probablemente el líder proletario que comandó la revolución de octubre no haya sido un héroe irreprochable, pero probablemente tampoco un desalmado fusilador misógino como aparece en la serie de ocho capítulos.
Trotsky es presentado como una figura llena de glamour, conquistador de mujeres y perseguidor del poder a cualquier costo, sin rasgos de humanidad y despojado de toda empatía con el trabajador, que quería liberar. La masa de gente que lo acompañó aparece apenas como una artimaña para que el líder revolucionario pueda alcanzar sus metas egoístas y personales. Quitando el velo de romanticismo en torno a su nombre, y separando la realidad de la ficción, la serie no deja de ser un entramado narrativo atrapante: cuidada en cada detalle artístico, con un guion que sobresale y magnetiza como los discursos políticos más recordados de la historia y con relaciones entre los personajes que construyen un relato cerrado y circular.
El Trotsky que presenta Netflix es un manipulador que se burla de las necesidades genuinas de la clase obrera y plantea esa distancia histórica que existe entre los líderes y sus representados, no es uno de ellos, no se viste, ni piensa ni tiene necesidades como ellos. Los dirigentes toman café en París y se acuestan con las mujeres más sexies mientras el pueblo despersonalizado no cubre sus necesidades básicas. Hasta se dice que la revolución no fue tal, sino que se trató de un golpe. El personaje de Trosky hace un paralelismo entre hacer la revolución y conquistar mujeres que exagera la misoginia sin mucho recato: “El poder es una mujer a la que hay que dominar y poseer”. También aparece como un padre totalmente desinteresado por la vida de sus cuatro hijos, que parecerían morir como consecuencia de esa indiferencia.
“No hay lucha de clases, todo es enfrentamiento y venganza entre los individuos. La serie pretende presentar a la revolución como una lucha mezquina por el poder y a los revolucionarios como psicópatas manipuladores”, afirma el texto firmado por los intelectuales, con Slavoj Zizek a la cabeza. Las mujeres de Trotsky aparecen como sumisas amas de casa al servicio de las necesidades sexuales del líder, capaces de dar su vida para salvar la de su hombre, con excepción de Frida Kahlo, que es representada como un alma libre entregada a una vida sexual sin tabúes, que se acuesta con el asesino del protagonista, un joven que entabla una relación basada en la crítica permanente. Jackson es un periodista stalinista que se reúne con Trotsky casi a diario y funciona como su inconsciente que no para de reprocharle todo su pasado, una situación que no está documentada como real en ninguna biografía, pero que le sirve a la narración para presentar un personaje dual y antagónico. Frida afirma sobre Trotsky mientras va manejando con su amante: “Tener sexo con él es como ingerir una droga que va directamente al cerebro.”
En la serie se presentan flashbacks al pasado y se cuenta desde el presente de su vejez y exilio en México, en la que reflexiona sobre los hechos que protagonizó durante toda su vida, sin autocrítica y justificando cada uno de los sucesos que vivió. El tren blindado se interpone a toda velocidad entre las escenas del pasado y del presente como un símbolo de velocidad efímera. La historia contada por Netflix juzga a sus protagonistas en lugar de dejar que se cuenten por sí mismos.