El Hotel Claremont queda en Londres, en una zona de portones oxidados y de paredes gastadas por la bruma propia de la ciudad. Se llega por Cromwell Road, una calle relativamente céntrica que suele estar desierta los domingos y feriados. Los taxistas no lo conocen, al menos de nombre. Y cuando Laura Palfrey lo visitó por primera vez, en los inicios de la década del setenta, no había gps u otra aplicación que indicara el camino hasta su fachada restaurada con sencillez. En el hotel, la señora Palfrey tiene una reserva hecha con planificación inglesa: una habitación minúscula, “parecida al cuarto de una criada”, según su parecer. Un cuarto propio donde pasar sus últimos años, pero no sus minutos finales. Esa es la única condición que ponen los dueños para habitarlo: los huéspedes no pueden morir en el hotel. Precisamente, ese enunciado fue el que eligió Elizabeth Taylor, la escritora inglesa no la actriz, para llamar a su novela Prohibido morir aquí, ahora publicada y traducida por primera vez al castellano.
El Hotel Claremont no es un geriátrico, aunque en parte funcione como tal. Tiene una rutina de comidas y horarios; un paisaje de huéspedes fijos que viven de su jubilación y ahorros; una musicalidad de agujas de tejer, de conversaciones triviales y, sobre todo, de rencillas entre huéspedes que raspan pero no lastiman. A esa dinámica se debe acoplar la señora Palfrey, quien decide que ya no puede vivir sola y se entrega a la coda de una vida previsible tras la muerte de su marido. Antes de entrar a su nueva etapa, subraya su código de conducta: “sé independiente, nunca cedas a la melancolía; nunca gastes tu capital”. Tres reglas que irá transgrediendo a medida que va realizando su último cambio de piel.
En Londres, la señora Palfrey no tiene a nadie. Mejor dicho, tiene a Desmond, su único nieto, hijo de Elizabeth que vive en Escocia, pero es solo un nombre sin pies ni cabeza. En el ambiente del Hotel Claremont, las visitas, los otros que dan vida a los árboles viejos que caen en el bosque, son anhelados por todos. Fue lo primero que le preguntaron a Palfrey cuando la vieron llegar: “¿Tienes parientes en Londres?”. Y ella, guionada por un optimismo injustificado, afirmó de inmediato y prometió la pronta visita de un nieto que nunca se concretó. La ausencia de Desmond se transformó en miradas acusatorias, en desconfianzas explícitas, en un peso más en la ya cansada espalda de la señora Palfrey. Sólo se pudo liberar de la tensión generada con un golpe de azar; con la aparición casual de Ludo, un joven escritor que por un poco de charla y una rica cena gratis no tuvo problemas en llamarla abuela, para envidia y admiración del resto de los huéspedes del hotel.
La escritora Elizabeth Taylor es una de esas joyas inglesas que, cada tanto, el trabajo detectivesco de buenos editores ponen en nuestras mesas de novedades. Detrás de una vida de ama de casa convencida y, en particular, a la sombra luminosa de la icónica actriz con la cual compartió nombre y apellido, “La Otra Elizabeth Taylor”, como se titula una biografía sobre la autora inglesa, fue construyendo una obra cargada de una sensibilidad entrañable. En total escribió once novelas, cuatro libros de cuentos, un libro infantil y varias cartas a escritoras de la talla de Dorothy Parker y Virginia Woolf, y de escritores como Kingsley Amis, quien decía que era una de las mejores autoras del siglo veinte. En los tempranos años cuarenta fue descubierta por el editor Peter Llewelyn Davies (uno de los hermanos Davies que vampirizó James Matthew Barrie para su eterno Peter Pan) sin mucho éxito entre la crítica y el mapa literario inglés: se la acusó de abusar con argumentos costumbristas que mantenían el orden hegemónico en las relaciones de género; es decir, las mujeres en la cocina alimentando a sus hijos y los hombres en el trabajo, lidiando con los traumas de la guerra. Sin embargo, luego de su muerte en 1975, la obra de Taylor volvió a ser leída y valorada; no tanto por su universo temático, sino por la elegancia irónica de la prosa (por momentos hace recordar a nuestra querida Hebe Uhart), por cierta poética objetivista, por la observación profunda de la vida cotidiana que carga de sentidos al tocarla con sus palabras.
Prohibido morir aquí, publicada originalmente en 1971, cuando las “sociedades envejecidas” aún no eran un problema del estado de bienestar europeo, indaga en la vida después de la vida, pero antes de la muerte, claro. A través de una banda heterogénea de hombres y mujeres que circulan en el Hotel Claremont, Taylor nos pregunta por los sentidos que se le puede dar a la vejez. En otras palabras, con sutileza, gotea a lo largo de la novela la inquietud sobre qué hacer con ese tramo, con esa última pulsión vital que no se conforma con mirar el mundo por la ventana o una pantalla. Así, Elizabeth Taylor indaga sobre los modos de la soledad, la tentación de la melancolía, las posibilidades de la amistad intergeneracional, el intercambio de identidades (entre Ludo y Desmond, que es eje de la novela). Y, también, Taylor da cuenta del valor de la ficción y de la fabulación como un modo posible de habitar y ampliar aquello que llamamos realidad, al menos cuando ya no tenemos a nadie que nos juzgue.