Las fotos de Jorge Aguirre conducen a un túnel del tiempo con desembocaduras en la ciudad de Buenos Aires entre fines de los ‘50 y comienzos de los ‘90. Remiten al centro, un precioso abanico de detalles de lo urbano que componen una panorámica fragmentada, piezas de un rompecabezas imposible. Mujeres y hombres en diálogo o contraste con representaciones alternativas, maniquíes, bustos, publicidades, estatuas, pinturas, caretas, mascarones de edificios. A menudo aparece jugada la ficha del disloque, el tiempo que ha trabajado sobre circunstancias y materiales y los ha gastado, deformado, destruido. Demoliciones, hombres parados sobre los muros que están volteando: un laburante dándole un mazazo a una pared con una pintada que dice “anarquismo”; otro abrazado a un caño en medio de la polvareda y ante el cielo publicitario de “tome Coca-Cola”. Escenas ante y tras vidrieras, en bares, en terrazas internas y centros de manzana, un toro campeón en la Rural con un señor de boina maravillado a sus espaldas, el paso sincronizado de un caballo de carrera y el del cuidador que camina a la par. La Momia recostada sobre un catre en el Di Tella, un hombre que barre con escoba en el Teatro Colón. El calor del asfalto que transforma a una recta en una víbora y a veinticinco tapas de botella en una constelación. Supo citar, Aguirre, a Samuel Johson: “El asombro es un placer trabajoso”.
“Para la fotografía es un acontecimiento”, dice Ataúlfo Pérez Aznar, curador de la muestra antológica que puede verse en FOLA y reúne 120 fotografías en blanco y negro tomadas por Aguirre entre 1957 y 1993. Es que se trata de un fotoperiodista mítico, plantea, “uno de los reporteros más respetados e influyentes en las jóvenes generaciones de entonces”, que trabajó durante 35 años en grandes medios, revistas de las editoriales Abril y Atlántida (Panorama, Siete Días, Para Ti, El Gráfico, entre otras) y desarrolló a la vez un trabajo personal con un sesgo más artístico. “Siempre hay una disputa banal entre qué fotografía ‘es mejor’, entre ‘la realidad’ y ‘la interpretación de la realidad’ –dice Pérez Aznar–. Yo creo que era un tipo de un gran oficio. A nivel profesional era lo que en ese momento se llamaba fotógrafo estrella, de los que mandaban a hacer las notas especiales, a hacer las tapas de las revistas. O sea que dominaba todas las variables. También trabajó bastante de free lance, y para agencias internacionales. Algo importante: nunca mezcló el trabajo de fotoperiodismo con sus fotos, y en sus muestras no usó nunca fotos que hubiera sacado para el trabajo”.
¿Y hay consenso respecto al peso de su influencia?
—Es un mito, ¿pero por qué lo digo? Sí, en algunos influyó de modo directo. Pero después no lo conocían, en realidad, y su fotografía no tuvo la difusión que tuvieron otros autores como para ser verdaderamente influyentes. Desde lo estético Sara Facio no es influyente, por ejemplo, pero podría haberlo sido porque sus fotos son públicas, está en el tapete desde hace años. Aguirre no: después de su última exposición, en 1986, a sus fotos no las vio nadie. A lo sumo alguna aislada. O sea que lo de influyente es más bien simbólico, pero vos hablás con cualquier fotoperiodista y por más que haya empezado hace un mes sabe que existe un Jorge Aguirre, que es un ser mítico, y conoce dos o tres fotos que alguien le mostró. O por ahí alcanzó a ver el fascículo que le publicó el Centro Editor de América Latina en 1982, una revista que circuló mucho tiempo. Hasta ahora no hay libros suyos.
El curador refiere a la muestra Allegro ma non troppo, unas sesenta fotografías que expuso en la Fotogalería del Teatro General San Martín de Buenos Aires y en Fotogalería Omega, de La Plata. Aguirre murió una década después, en 1996: tenía 67 años. Pérez Aznar trabajó a lo largo de cinco años para esta muestra; de los archivos seleccionó unos 300 negativos, de cuyo escaneo y edición se ocuparon Gonzalo Aguirre (hijo del fotógrafo) y Julio Menajovsky. La retrospectiva contiene casi todas las fotos exhibidas hace 33 años en Allegro y más de cincuenta fotos hasta ahora inéditas (el paso del tiempo y la falta exhaustiva de registro no permite mayores precisiones). Relata Pérez Aznar que Sara Facio le contó que Aguirre le había acercado el mono de un libro con sus fotografías poco después de aquella última muestra, con la idea de que lo publicara en la colección La Azotea: el material está extraviado, no se encontró entre sus papeles. Durante la retrospectiva, que permanecerá abierta hasta el 23 de junio, se presentará al fin un volumen que reúne sus fotos.
“Yo lo conozco desde principios de los ‘80 –cuenta Pérez Aznar–. En el ‘81 hicimos en La Plata una muestra suya digamos que experimental, Papeles quemados. Era un tipo que nutrió a los fotógrafos de la época; Dani Yako, Daniel Merle, tipos conocidos hoy por hoy, eran discípulos, de alguna forma”. Además de fotógrafo Pérez Aznar es historiador y fundador, junto a Helen Zout, de la fotogalería Omega. “Aguirre expuso muy poco, Papeles y Allegro, y un par de muestras menores en 1962 y 1971 –sigue–. Pero hacía copias de trabajo y se las mostraba a los colegas con los que se llevaba bien; porque también tenía su carácter, era muy particular. Era lector de Borges, de Marechal, un fotógrafo con una formación superior a la de sus compañeros en ese momento. De joven había estudiado pintura, algo de historia del arte; era un tipo que tenía una mirada que le permitía ir más allá del mero registro documental. Porque sus fotos, podríamos decir, son pequeñas historias. Y para hacer eso, pequeñas historias en muchas fotos, se necesita un bagaje, que él tenía”.
Pero la muestra constituye, sin embargo, un registro de ese tipo, documental.
—Sí, creo que era documental. Por ahí él no lo advertía, porque hablamos de una época en la que en la Argentina no había debates fotográficos sobre la estética. Él le agregaba su impronta, quizás sin poder definirlo en palabras. Pero se daba cuenta de que sus fotos eran mejores que las del resto. Es algo obvio, vos ves cualquier fotografía de época y estas y queda claro. Creo que a partir de los años ‘80 su mirada tuvo un salto cualitativo, una madurez y un rigor expresivo: dejó de ser el fotógrafo callejero, de un ojo asignado, para tener una visión más integral de su laburo. Y que producto de la efervescencia de la fotografía como medio de expresión en esos años, supo extraer reflexiones sobre su propio trabajo.
“Era un tipo más grande que nosotros, y cuando digo nosotros me refiero a lo que seríamos la generación del ‘80, Res, Marcos López, Adriana Lestido –sitúa Pérez Aznar–. Yo soy del ‘55, él era del ‘29. Claro, teníamos un espíritu más jocoso, digamos, de tomarnos las cosas un poco más en joda que él, que era un señor formal, un dandi. Una vez lo quiso cagar a trompadas a Marcos López por un chiste que no le gustó. Fue novio de Sara Facio en la adolescencia, y se pelearon. Tenía su carácter. Era un caballero de la época, de traje, corbata, el sombrerito con la plumita; iba a sacar fotos a los partidos así vestido”. En sus fotografías se entreveén, a la vez, humor, paradojas, contrasentidos, ironía. La combinación le hace pensar a Pérez Aznar en el carácter/talante inglés, en el dandismo, en el porteño culto que tras unas lecturas se destaca en su ámbito.
¿Y qué fotógrafos le gustaban, cuáles eran sus referentes?
—Él era de esos personajes, y conocí muchos en esa época, que planteaban algo ridículo: que no miraban fotografías para no contaminarse. Que es como decir que un escritor no lee para no contaminarse. En fotografía es lo mismo, porque cuando uno mira dialoga y su propio trabajo forma parte de ese diálogo. Indudablemente conocía a Cartier-Bresson; yo aludiría a la impronta de Robert Doisneau y Elliott Erwitt. Con su mirada porteña, por supuesto. Probablemente si le preguntabas en aquel momento se ofendía y te mandaba al carajo, que eso fuera para él una falta de respeto.
Cuenta Pérez Aznar que en los años ‘80 hizo una serie de entrevistas a fotógrafos para un libro que permanece inédito: Anatole Saderman, Grete Stern, Horacio Coppola, entre otros. Aguirre insistió en ver las preguntas por escrito por anticipado y contestó con frases, lecturas. “¿Para qué amolar con zonceras personales si tenemos a mano genialidades ajenas?”, se lee en el encabezado del papel con las no-respuestas/respuestas, acaso para atender la advertencia de Borges sobre el peligro de caer en “una antología de pequeños percances”. Cita a Jean Cocteau en su ensayo sobre Modigliani: “¿Qué artista digno de ese nombre, y aún el más equilibrado, no alberga en sus tinieblas íntimas a un esquizofrénico del que solo es mano de obra?”. También acude a Wilde, a Marechal; “El mundo se hace nuevo con cada hombre que mira”, recita de este. Borges otra vez, para que concluya Aguirre: “Sabía que la tierra es el reino de la locura y que la única libertad concedida al hombre es la de su infinita imaginación”.
Hasta el 23 de junio en FOLA, Fototeca Latinoamericana, Godoy Cruz 2626. De lunes a domingo de 12 a 20 (miércoles cerrado).