Un elefante volador, ese oxímoron, fue lo que imaginaron la escritora de cuentos infantiles Helen Aberson y el ilustrador Harold Pearl en 1939 para testear las posibilidades del Roll-A-Book, un proyecto de juguete-libro, con botonera para pasar de una página a otra, que nunca llegaría a fabricarse. Previa adquisición de los derechos autorales, esa misma idea fue reconfigurada casi de inmediato en formato de largometraje animado por la empresa de Walt Disney, dando origen a uno de los personajes clásicos más queridos de su extensa galería.
Dumbo (1941) recibe por estos días una refrescada de cara merced a la “magia” del CGI, no tanto una remake como un regreso a foja cero y volver a empezar, aunque manteniendo algunas de las coordenadas más recordadas de la película original. La versión 2019 de la historia de Jumbo Jr., alias Dumbo (por “dumb”, tonto, pobre animal), encuentra al realizador Tim Burton en un territorio cuya cartografía conoce como la palma de su mano: el mundo de los descastados, la tristeza de los freaks, el colorido desteñido de aquello que no suele verse todos los días. Y el ámbito circense, que en algunas de sus películas más famosas transmutó en catacumba o en castillo, en cueva o en alcantarilla, pero que aquí es carpa multicolor literal, pura y dura. Dumbo es la punta de lanza de un concepto de índole comercial: la adaptación con actores de carne y hueso y/o animación hiperrealista de algunos de los dibujos animados de largo metraje producidos en el pasado remoto o reciente por la factoría Disney, un satélite explorador al que pronto se le sumarán la resurrección de Aladino, dirigida por Guy Ritchie, y una nueva lectura de El rey león con la dirección de Jon Favreau. Previsiblemente, los rasgos simples y estilizados del paquidermo seminal retornan a las carteleras reconvertidos en explosión tridimensional, en animal realista, más allá de esos ojitos con expresividad humana y orejas de apariencia frágil y tamaño XXL. A pesar de la inclusión de una gran cantidad de tramas y subtramas protagonizadas por humanos –y de una duración de dos horas, contra los 64 minutos del original–, lo esencial sigue estando en el centro del escenario: el nacimiento del bebé elefante, la dolorosa separación de su madre, la explotación comercial de las peculiares habilidades de la nueva estrella del show. Dumbo nunca se fue, como lo confirma cualquier paseo por los parques de diversiones de Disney, pero ahora está de regreso con más fuerza, remozado para las nuevas generaciones. Franquicia buena nunca muere.
La historia real es más o menos la siguiente. Disney había tirado toda la carne al asador con Fantasía (1940), ambicioso largometraje que estuvo muy lejos de obtener los resultados de taquilla deseados por el Tío Walt (y por la empresa distribuidora de sus productos en aquellos años, la poderosa R.K.O) y cuyo estatus de mega clásico de la animación llegaría mucho más tarde. Pinocho, estrenada el mismo año, tampoco resultó ser el éxito popular ambicionado por sus creadores. Por lo tanto, como explica el historiador del cine especializado en animación Jerry Beck en su libro The Animated Movie Guide, “Disney necesitaba una película que pudiera producirse de forma rápida y barata, de manera de poder recuperar los beneficios económicos que tanto necesitaba. Dumbo no sólo logro ambos objetivos sino que se transformó en uno de los films de Disney más amados”. En cuanto a su estilo simple y directo, la antítesis de Fantasía, Beck destaca “los colores brillantes, los escasos efectos especiales, el mínimo uso de la cámara multi-plano y el sentido relajado del diseño. Los animales del circo podrían perfectamente formar parte de un corto de la serie Silly Symphonies, incluido el personaje clave llamado Timothy Mouse. Cualquier comparación con las criaturas del bosque de Bambi es un ejercicio de contraste”. Dumbo 2019 es, en más de un sentido, la antítesis de Dumbo 1941. El batallón de animadores y especialistas en efectos digitales no sólo tuvieron las manos ocupadas creando el personaje central y al resto de los animales (con la excepción de un par de caballos y algunos ratones), sino que el trabajo de posproducción incluyó la manufactura de un parque de diversiones, el famoso tren que abre la película original, los cielos crepusculares o nocturnos y un sinnúmero de planos y escenas compuestas por imágenes en parte reales y en parte artificiales, pero siempre realistas. La trama, que Beck califica de “económica, con un fuerte desarrollo de la animación de los personajes” en el caso del film animado es ahora mucho más compleja, con una serie de personajes humanos, principales y secundarios, héroes y villanos, rodeando a la vedette alada del circo. Finalmente, hace casi setenta años los paquidermos y roedores y el resto de los entrañables bichos hablaban entre sí (las elefantas chismosas, en particular, parloteaban todo el tiempo). Ahora, sólo se escuchan los sonidos que su propia naturaleza animal les permite emitir. Dumbo nunca habló. Ni antes ni ahora. Lo cual no deja de ser lógico, si es apenas un bebé.
Había una vez un circo
El nacimiento de la criatura, que en esta nueva ocasión es anunciado por una bandada de cigüeñas pero se produce -en estricto fuera de campo- de manera natural, por un simple y natural parto, es precedido por el regreso desde el frente de batalla de Holt Farrier (Colin Farrell). El año es especificado, 1919, y, por lo tanto, el contexto bélico del pasado reciente resulta transparente. Holt perdió un brazo en alguna escaramuza, allá en Francia, y a su mujer, víctima de la epidemia de gripe, durante la prolongada ausencia en tierra extranjera. Sus dos hijos, Milly y Joe, quedaron a cargo de los empleados del circo de Max Medici (Danny DeVito), el lugar sin lugar fijo donde tanto él como su esposa desarrollaron sus talentos acrobáticos. La pérdida es, desde los primeros minutos de proyección, uno de los temas centrales del drama. Y de todas esas pérdidas, la de la madre es la más relevante, la cicatriz emocional que atraviesa a todas las infancias del relato, sean humanas o animales. Ese rasgo que Disney llevó al límite en la escena más recordada (y, para muchos espectadores, más traumática) de Bambi. La dinámica en el campamento no ha variado demasiado desde que el soldado se fue a la guerra, pero la pérdida del miembro obliga a Holt a dejar de lado sus hazañas como jinete para pasar a encargarse del cuidado de los paquidermos, incluida la joven incorporación. El guion del versátil Ehren Kruger (trabajó en proyectos tan disímiles como la trilogía Transformers, Scream 3 y Doble traición, el canto de cisne de John Frankenheimer) despacha rápidamente al primer villano, un tipo sádico empecinado en hacer sufrir a los animales, aunque las vueltas del relato no tardarán en reemplazarlo por alguien aún más vil. Por otro lado, los niños Joe y Milly se revelan de inmediato como las voces de la inocencia y los reservorios de la esperanza, aquellos que ven por primera vez el imposible revoloteo y lo toman como lo que realmente es: un milagro de la naturaleza y, al mismo tiempo, el resultado de cierta lógica fisonómica (Milly quiere ser científica y sus aspiraciones se ven reflejadas en los logros de Madame Curie). Si en la producción original la posibilidad de volar se daba recién en el último acto, consecuencia de un encuentro casual con un grupo de cuervos “afroamericanos”, ahora el prodigio se produce durante el primer tercio, habilitando la aparición del verdadero villano de la película, un empresario del show business, fundador de un parque de diversiones llamado Dreamland, interpretado por Michael Keaton. Un hombre con el capital suficiente para llevar a Dumbo, a Medici, a Holt y al resto de la troupe circense a la gran ciudad, a la fama y a la gloria.
La reunión de DeVito y Keaton, dos rostros ligados de forma indeleble al director de Batman regresa (aunque esta vez estén parados en lados exactamente opuestos de la Fuerza) forma parte del atractivo cinéfilo de Dumbo. Ha transcurrido tanto tiempo desde aquellos tiempos que hay algo que suele olvidarse, precisamente por tratarse de una obviedad: fue Tim Burton quien dispuso la mayoría de los andamios que sujetan las películas de superhéroes modernas, relevando las formas centrales del Superman de Richard Donner y construyendo un universo tan personal que, hasta el día de hoy, resulta inimitable. Al momento de la publicación de este texto, el realizador no ha dado entrevistas personales centradas en su última película, pero en el material genérico compartido con la prensa, prolijamente sentado al lado de Keaton y delante de una imagen en movimiento del elefantito, Burton afirma que “no importa realmente si uno está haciendo una película de presupuesto moderado o una superproducción. Si bien Dumbo tiene grandes sets tratamos de mantenernos narrativamente en un nivel íntimo. Hay una grandeza, una cierta gigantez en la película, pero intentamos que eso no devorara la esencia de la historia”. La pregunta del periodista/conductor –nunca respondida, al menos directamente– giraba alrededor de un what if... imposible de dilucidar: ¿Qué hubiera ocurrido de haber contado con la tecnología y el presupuesto de Dumbo a la hora de filmar Batman o Beetlejuice? Lo cierto es en que Dumbo, como viene ocurriendo en varios de los últimos esfuerzos del director, la impronta burtoniana queda algo oculta, encubierta por cierta impersonalidad… elefantiásica. Se impone otra pregunta contrafactual: ¿qué hubiera ocurrido de haber tenido la oportunidad de dirigir una nueva versión de la historia del elefante volador en los años 80 o 90, en pleno apogeo de sus capacidades creativas? La obsesión por la tecnología, por aquello que es considerado el súmmum de las posibilidades audiovisuales contemporáneas, deja muchas veces de lado lo más importante: el alma detrás de los fierros. Una de las escenas más alucinantes (tanto en sentido metafórico como literal) de Dumbo 41 es el baile lisérgico de los elefantes rosas, una secuencia tan absurda como bella e hipnótica, corrida del “realismo” de la historia y justificada apenas por una noche de borrachera involuntaria. Esa secuencia es homenajeada en Dumbo 19 con una serie de pompas de jabón digitales que no logran, ni de cerca, convocar la cualidad de ensueño de aquella que le dio origen. La pregunta del periodista es casi inevitable, pero en última instancia resulta inconducente, intrascendente incluso. Cuando está presente, el talento late con fuerza más allá de las condiciones y las herramientas al alcance del creador.
Dumbo somos todos
En modo narrativamente clásico, apoyado por la banda de sonido del legendario Danny Elfman, Burton atraviesa las diversas etapas del camino del héroe (de los héroes, en realidad) hasta llegar al clímax en la gran ciudad, donde los peligros laten precisamente en aquellos corazones que simulan protegerlos. “Me gusta la idea del circo”, afirmó el realizador en la conferencia de prensa realizada en Los Ángeles luego de la avant premiere de Dumbo. “Me encanta ese concepto típico de la infancia de ir corriendo al circo. No por el circo en sí mismo, sino por la posibilidad de estar en un lugar rodeado de gente rara, llegada de todas partes del mundo, y que no podrían conseguir empleos normales. Es muy atractiva la idea de un elefante volador, de un personaje que no encaja en el mundo, de alguien que transforma una desventaja en una ventaja. Es una imagen muy clara y simple y las películas de Disney suelen tener esa clase de simbolismos sencillos para transmitir las emociones. Los clásicos animados de la compañía tienen todos esos elementos -alegría, humor, muerte- y tratamos de que llegaran al público sin exagerarlas, que se presentaran narrativamente por sí mismas y no de una manera dictada”. En cuanto al planteo de un guion que ampliara las líneas generales del film de 1941, el director de El gran pez y La leyenda del jinete sin cabeza, afirmó que lo que más le interesaba eran “los paralelos entre la historia de los humanos y la del elefante. Al personaje de Holt le falta un brazo, no tiene a su mujer, no tiene trabajo y está tratando de encontrar su lugar en el mundo. En algún punto todos los personajes son así, como el propio Dumbo”.
El elefante bebé planea a toda velocidad bajo la carpa, Mamá Jumbo se enoja y todo se cae a pedazos, como en el clásico. Y es ahí cuando entra en escena V.A. Vandevere (Keaton), el entrepreneur con planes a futuro, acompañado por la bella Colette Marchand (Eva Green, forzando su inglés con acento francés), la acróbata que descubrirá impulsos maternales en resquicios hasta ese momento desconocidos. La obsesión por la ubicua escena de acción, que el cine de animación contemporáneo ha abrazado con tanta fuerza que ya forma parte de su carácter constitutivo, es duplicada y triplicada en la nueva Dumbo hasta las escenas finales, llevándose por delante (como un elefante en... cualquier lugar demasiado pequeño) algunos de los verosímiles construidos cuidadosamente hasta ese momento.
De allí al epílogo y a la película como signo de los tiempos. Suelen destacarse las cualidades de fábula moral del estilo Disney, pero lo cierto es que esa cualidad no es otra cosa que un aggiornamento de la vieja moraleja presente en los cuentos infantiles de antaño. Por otro lado, esa característica en particular puede hacerse extensiva a la mayor parte del cine infantil y familiar producido hoy en día. Desde luego, los tiempos cambian y las lecciones no pueden sino ser otras. El relato original culminaba en un éxtasis de los logros personales, con el pequeño héroe volador al mando de su carrera, al tope de la lista en los afiches publicitarios y con varios contratos millonarios, un reluciente y cómodo coche metálico su nuevo hogar, junto a la recuperada figura materna. En 1941, Dumbo se erigía como un verdadero self-made elephant. La nueva versión desanda esos pasos para encontrar en la caricatura del capitalismo sin límites varios de los peores males del mundo. Dejando volar un poco la imaginación, Vandevere puede ser visto como una versión extrema y malvada del propio Disney, el creador de un mundo de fantasía –cruza de ciencia, magia y tecnología– obsesionado con la idea de alegrar la vida de aquellos que cruzan los umbrales de su universo. Un hombre dispuesto a todo con tal de conservar la gallina de los huevos de oro, incluso si eso implica perder los favores del capitalista mayoritario del emprendimiento, un banquero interpretado con gracia por el gran Alan Arkin. Pautado por el sentido común pero también por correcciones políticas al uso, la contracara de todo ello, del mundo artificialmente mágico de Dreamland, no es otra cosa que el regreso a la fuentes, la libertad de toda clase de contratos y esclavitudes, la idea del santuario animal, el showbiz como forma de vida, pero libre de encarcelamientos y pautas. El triunfo del circo ecológico como pyme autogestionada por sobre la opresión del espectáculo como franquicia.
Puede parecer una enorme ironía que el estreno mundial y simultáneo de Dumbo se produzca apenas unos días después de que The Walt Disney Company compró uno de los grandes estudios clásicos de Hollywood, 20th Century Fox.