Desde Barcelona
UNO No recuerda exactamente cuándo fue que Rodríguez empezó a ver y a escuchar a gente supuestamente informada e inteligente hablando, con voz grave y cejas enarcadas y mayúsculas, acerca de algo llamado “El Relato”. El Relato parecía ser algo que se aplicaba al devenir político de aquello conocido como La Realidad. El Relato era la pasada en limpio de tanto sonido y furia idiota. El Relato era, se supone, La Realidad detrás de discursos repletos de vericuetos y de consignas cambiantes y de promesas a romper. Y unos y otras –analizando la situación desde columnas escritas y tertulias emitidas– se referían a El Relato como si fuese una cruza entre El Monolito multisignificativo de 2001: Odisea del Espacio con posible novela inconclusa pero siempre iniciática de Franz Kafka en la que alguien cree comprender por completo algo completamente incomprensible.
En lo que hace a Rodríguez, todavía no entiende cuál es la diferencia entre relato y cuento. Tal vez radique en que el primero es impuro y el segundo puro. O viceversa. Pero una cosa sí sabe: El Relato es El Cuento de nunca acabar.
DOS En cualquier caso, pocas cosas más tristemente alegres en lo que hace a El Relato que lo que tiene para contar La Gran Derecha Española cada vez más ocurrente. El Relato del Procés catalán (en esta temporada el tema es los juicios a los políticos-presos-políticos) hace tiempo que dejó de tener algún tipo de sentido. Común o poco común. La rareza de ideales supuestamente revolucionarios enarbolados por un partido de diestro historial para coimas y mordidas ha devenido en farsa y absurdo (como ocurre con buena parte de los productos marca J. J. Abrams que empiezan intrigantes y concluyen inciertos). Y, de ser una serie de esas que andan seriando por ahí, el Procés podría llamarse no Stranger Things sino Stupider Things. En el episodio de la semana pasada (a diferencia de lo que propone Netflix resulta imposible ofrecer temporada completa, porque nadie tiene muy buena/mala idea de lo que puede llegar a ocurrir) la nueva Gran Tontería fue –de nuevo– la de los lazos amarillos. Al entrar en campaña electoral la ley obliga –lo mismo se aplica a pancartas– a removerlos de las fachadas y balcones de edificios públicos. Y el pícaro Torra no tuvo mejor idea que cubrirlos (no removerlos) con pancartas donde el lazo amarillo aparecía tachado en rojo y silueteado en blanco. Al mismo tiempo, soles y flores y mariposas amarillas como manualidades primarias cubrieron ventanales. Qué traviesos que son, pensó Rodríguez. Es algo así como la versión boba de La guerra de los botones, siguió pensando. Por su parte, el renovado Partido Popular aportó a la trama a relatar el nuevo ingrediente de la marquesa Cayetana Álvarez de Toledo. Periodista e historiadora de aire elegante y formada en Harvard –Rodríguez todavía no consigue entender si es argentina o francesa o española– como candidata para/por Barcelona. Su jefe, Pablo Casado, no duda en llamarla “Nuestra Messi” y augura que va a “meter muchos goles”. Por el momento, Cayetana calienta en el banquillo y calienta a los independentistas regocijándose al admitir que no habla catalán porque no hace falta saberlo para gobernar una parte de España. La idea de Casado, claro, es que Álvarez de Toledo neutralice un poco la figura de Inés Arrimada de Ciudadanos a la hora de mujer fuerte del centro-derecha-liberal. En cualquier caso, los independentistas están encantados: con Cayetana cuentan con una nueva archi-enemiga que les permitirá rasgarse las vestiduras y, con sus jirones, confeccionar nuevos lazos de un color a determinar. Y el chiste que circula ahora por las comarcas del reino es que la ultra-derecha española está muy preocupada por el surgimiento de la ultra-ultra-derecha española. Y aquí vienen los recién llegados pero con ganas de quedarse de Vox: escisión de los Populares en sus orígenes pero ahora cada vez más parecidos a psicóticos villanos lunáticos escapados del Arkham Asylum contra los que lucha el ahora octogenario Batman vociferando horripilantes lindezas como que deberían revisarse por injustos los juicios de Núremberg a los nazis, que la población toda debería ir fogosamente armada para ejercer el derecho a la defensa propia ahora limitado al arrojamiento de ceniceros y cuchillos de cocina, y que hombres y mujeres no pueden ser considerados iguales porque no son amapolas o algo así.
En lo que hace a la Izquierda (Pablo Iglesias volvió, épico, de su permiso por paternidad como si lo hiciera del exilio), lo cierto es que hace tiempo que no tiene Relato. Salvo el afirmar que ellos no son como la Derecha que “tiene más testosterona que neuronas”. Y entonces, de ahí, la búsqueda de la frase graciosa –que Pedro Sánchez, lo mejor que hay donde no hay nada– dice despacio y con pausa; como queriendo convencer a su público que se le ocurrió en el momento, pero en verdad siempre tan bien memorizada y ya lista para ser repetida una y otra y otra vez. Para referirse a todo aquello que no tiene la menor gracia y sí la mayor desgracia.
TRES Lo más saludable entonces, piensa Rodríguez, es entender a El Relato como si se tratase de uno de esos chistes eternos cuyo verdadero atractivo no está en el remate sino en el largo durante puntuado de carcajadas que lleva a la risa del final con el alivio de que, por fin, todo haya terminado y se puedan enjugar las lágrimas que a esa altura ya no se sabe muy de qué son.
Rodríguez pensó en eso días atrás hojeando dos libros recientes de/sobre dos inmortales humoristas españoles. El primero se titula El libro de Gila (Blackie Books) que –editado por Jorge de Cascante, coincidiendo con el centenario del nacimiento del hombre que hablaba por teléfono mejor que nadie– se propone como “antología tragicómica de obra y vida”. Gila, se sabe, se reía y hacía reír a partir del espanto de la España negrísima. Y aquí se reúnen monólogos, dibujos y relatos del inventor del “Que se ponga”. El otro es Las legendarias aventuras de Chiquito (Temas de Hoy): biografía ilustrada de Chiquito de la Calzada a cargo de Sergio Mora quien propone a este hombre de dicción turbulenta y expresión única como –de estar vivo– único posible pegamento “pacificador” del país aquí y ahora belicosamente fracturado adoptando, tal vez, como lema multi-ideológico, su potente expresión de potente impotencia: “No Puedorrrrr”.
Rodríguez tampoco.
Rodríguez también.
CUATRO Y Gila y Chiquito contaban chistes ligeros mientras que los otros relatan bromas pesadas. Y se supone que en los próximos día se hará público el Informe Mueller que pondrá o no a Trump a las puertas del impeachment. Algo le dice a Rodríguez que –como con el Procés– la cosa quedará en un no va a pasar nada pero no se va a acabar nunca. La Historia de Jamás Acabar. Así, El Relato ya no es decimonónico sino que abraza las maniobras más vanguardistas y posmodernas, aunque se parezca tanto a un dinosaurio que siempre sigue ahí a la hora de abrir los ojos cerrados.