En los años setenta, Pierre Bourdieu llevó adelante un interesante estudio sociológico sobre la cultura y el gusto de la sociedad francesa. Este estudio le permitió conceptualizar un fenómeno que daría título al libro que compila esos resultados: La distinción. Este autor la señala como un motor de diferenciación entre sectores sociales, donde quienes ostentan cierto poder definen que es cultura y que no. A grosso modo, podríamos decir que las clases dominantes toman elementos distintivos para resguardar sus identidades y sobrevivir así a la homogeneización de la modernidad material. Un juego dinámico de valoraciones simbólicas y redefiniciones estéticas y de estilos –heredero de las tradiciones monárquicas europeas– que posiciona a un sector en cierta superioridad a otros y garantiza el resguardo de sus intereses.
Los medios de comunicación participan activamente en este juego, especialmente mediante la construcción de discursos –lógicas del sentido– y, por consiguiente, de valoraciones y jerarquizaciones simbólicas. Pero no solo los medios tradicionales (televisión, radio y diarios) ostentan este poder. También las revistas de la farándula y, crecientemente, los influencers en las redes sociales (donde cada perfil/usuario actúa como un medio en sí mismos, reificando su marca mediante la programación secuencial de publicaciones). Intencionalmente o no, estos medios generan identificaciones, fomentan deseos e intereses, al tiempo que alimentan frustraciones y marginalidades. Por ello deben entenderse como elementos motores de esa distinción, insoslayable en cualquier análisis que pretenda comprender los procesos de producción y reproducción de capital social y cultural en un territorio.
Este concepto resulta interesante también para interpretar las tilinguerías presidenciales, sus prolongadas vacaciones en propiedades privadas, sus “exabruptos” conceptuales, sus excéntricos consumos (desde la huerta orgánica en Casa Rosada, hasta la cena del G20), así como también la metodología de los retiros espirituales. Estos elementos los distinguen de las clases populares, a las que no quieren parecerse ni pertenecer; lo que entra en contradicción con su manera de aparecer en los medios –donde se pretenden cercanos y empáticos–, especialmente en los que controlan. Estos, sus socios mediáticos, construyen y difunden una novela para vender al candidato-actor desde ciertas virtudes –son buenos y algo ingenuos hasta que se enojan–, al tiempo que ocultan la profunda trama de intereses articulados en torno a su sector concreto de pertenencia: las familias de la histórica oligarquía argentina cuyo capital económico juega con la bicicleta financiera que tiene al agro como un rayo de rueda.
En mi opinión, la distinción ayuda a entender el contexto actual, en particular ese doble estándar entre lo que dicen y lo que son que parecería emerger cotidianamente como incongruencias que circunstancialmente cobran relieve en una realidad embarrada de signos. Mientras se esfuerzan por distinguirse de los sectores populares, refuerzan la actual profusión de signos (que inteligentemente Joel Candau llama iconorrea) con una batería de elementos humanizantes. Falacias que, bajo el título de ingenuidad y/o torpeza, les permiten mantenerse en pie a pesar de semejante estafa.
* Universidad Nacional de Luján-UNA-Codehcom.