Hace unos dias llegaron a nuestro país los Reyes de España en una visita protocolar cuyo objetivo de mejorar las relaciones bilaterales incluyó la inauguración del VIII Congreso de la Lengua Española organizado, entre otras instituciones, por el Instituto Cervantes, la Real Academia Española (que, como dicen los que saben, tiene más de real que de academia), el Ministerio de Turismo de la Nación y el gobierno de la Provincia de Córdoba.
Durante su visita, los reyes no se privaron de apoyar las políticas neoliberales implementadas por el gobierno nacional de Mauricio Macri. Aunque queda claro que este no es el mejor momento para realizar nuevas inversiones, no se puede dejar de vincular su visita con la intención de tutelar los intereses de las empresas españolas radicadas en el país que intervienen en la actividad financiera, energética y del área de comunicaciones.
Mientras en nuestro país se redefine la modalidad por la cual se transfiere un importante flujo de recursos (al igual que en el período colonial) hacia la “madre patria”, en México AMLO exige a los monarcas que pidan perdón por los crímenes históricos contra los pueblos originarios de América durante la conquista. Sin hacer mención a la “angustia” que debieron sentir los patriotas que impulsaban la independencia de España (como hizo recientemente nuestro Presidente), el presidente mexicano no duda en plantear una demanda clara a los monarcas. Sus dichos impulsan una urgente revisión de la historiografia hispanófila que históricamente ha justificado el genocidio de los pueblos indígenas en base a tres núcleos argumentivos: 1. la necesidad de impulsar el progreso, 2. la importancia de extender la fe (obviamente, católica), y 3. la imposibilidad de juzgar los hechos pasados con los valores actuales. La endeblez de estos argumentos ha sido numerosamente señalada, al igual que se han expuesto las verdaderas causas de la conquista.
La exigencia de López Obrador a los reyes de España interpela a todos los Estados latinoamericanos y nos lleva a repensar cuál ha sido el relacionamiento del Estado argentino con los pueblos originarios. El reconocimiento del genocidio que, en representación de las clases dominantes, llevó a cabo el Estado nacional constituye un acto imprescindible, inicial, pero de ningun modo el único que debe realizar.
Tal reconocimiento implica retomar lo expresado en la Constitución Nacional sobre la preexistencia de los pueblos originarios (art. 75). La mención de la anterioridad de los pueblos originarios (que siempre en la lógica capitalista es principio justificador de la propiedad) no puede limitarse a un simple enunciado, sino que debe tener consecuencias directas en relación al acceso a la tierra y a los recursos que en ella se encuentran.
Pero, además, el reconocimiento del genocidio debe estar acompañado con la creación de un fondo de reparación histórica con asignación presupuestaria específica. Si la provincia de Buenos Aires pudo obtener un fondo de reparación histórica del conurbano millonario aduciendo que a partir de la década de los 80 cedió 4 puntos de cooparticipación a las provincias más pobres, ¡qué objeción válida se podría interponer para la creación de dicho fondo después de tantos años de violencia, muerte y enajenación patrimonial sufridos por los pueblos originarios!
Es mucho lo que falta por hacer en torno a este tema. Tengamos presente que el actual gobierno ni siquiera aplica la Ley 26.160, la cual establece el reconocimiento y la regularización territorial de las comunidades indígenas de nuestro país, y que tampoco duda en estigmatizar al pueblo mapuche, convirtiéndolo en un presunto “enemigo interno” debido a su lucha por acceder al territorio. Esta lucha ha costado en los últimos años dos vidas: la de Santiago Maldonado y la de Rafael Nahuel.
* UBA-UNLu.