Vieja es la historia que te cuento. Sucedió en un tiempo en que la mayoría del pueblo llano ignorábamos la existencia de la palabra stickers. Nos envolvía, por ese entonces, una moda que consistía en pegar calcomanías sobre vidrios de autos, ventanas, puertas y artefactos varios. Generalmente se trataba de publicidades de gaseosas, autos, confiterías bailables, clubes o refranes comunes. Mi madre, experta en cocinar manjares con moneditas, a pesar de creer que las frases hechas sólo servían para anestesiar la mente y repetir conductas ajenas, cierto día se tomó la molestia de comprar y pegar sobre el ángulo izquierdo de un pedazo de témpano con manija, la siguiente cita, "Ver es creer, pero sentir es estar seguro". Para no ser menos, sobre el otro extremo de la Villber, aporté un escudo de Rosario Central, sin saber que posiblemente  estaba simbolizando dicho pensamiento. En la escuela no había heladeras, y aparentemente nada sabían sobre aquella reflexión. Estaba descartado que Descartes había pegado adhesivos alguna vez en su vida. La señorita Mariel no aceptaba como respuesta "porque sí", mucho menos "porque me gusta". "A la escuela se viene a aprender, para convertirse en capitanes de fragatas de sus propias vidas", estrofa final de los sermones que nos daba diariamente. Las discusiones con mi amigo Miguel, fanático rojinegro, terminaban siempre en la dirección, frente al vicedirector del turno tarde, el señor Natalio Ruiz, un hombre gris que vestía  siempre de negro. "Aunque ustedes no me crean, a mí también me gusta el fútbol, pero hay que saber dejar las pavadas para los recreos".  Con la vista aprendí a leer y a distinguir distintos próceres, con mis oídos escuché las primeras mentiras oficiales que figuraban como verdades reveladas. La seguridad me la otorgaban los cinco sentidos desplegados en el patio, lugar de juegos, creación y de la profunda dicha de mostrarnos tal cual éramos. Al pie de la fábrica de hielo, nunca descalzo, crecí tomando agua de la canilla, leche achocolatada y cerveza negra desde el pico de distintas botellas de vidrio, siempre con mi mirada fija en aquel adagio. Se avecinaba una vida cercada por  instituciones militares genocidas en una atmósfera de un largo invierno sin confesiones. Conservo nítidas imágenes del 24 de marzo, el día que apagaron la luz. Prohibieron todo. Con consignas claras como reeducar al soberano en la formalidad de cortarse el pelo una vez al mes, corbata y saco para nosotros, zapatos negros y medias de algodón para ellas. Cometieron un error, no abolieron los recreos. Verdaderos fogones alrededor de la llama de cigarrillos armados, oasis necesarios a la entrada y a las salidas del establecimiento, se trataba de otro tipo de aprendizaje. Cantábamos temas robados a un tuerto que cantaba entre ciegos, mientras pagaba con jirones de su honda sensibilidad su  desigual lucha contra los dinosaurios. Quizás porque, siempre es  difícil estar sin poder crecer, colgué mi mente en la soga de una casa pobre, y esperé nuevas respuestas de mis hijos. Siempre el mismo terror a la soledad, me encerró en la rutina de las pequeñas delicias de la vida conyugal. La misma pregunta, el mismo hastío, ¿cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo? Alto en la torre, decidí tirarme después de comprender que poca cosa era la realidad, de bailar con la desilusión, pasear por los jardines de la depresión de la mano de un recuerdo, asesinar sin saber y susurrarle una canción al oído a mi propia muerte. En mi caída, entre tribulaciones y lamentos, con la única ventaja de no estar atado a nada, experimenté la extraña sensación de levitar sobre un mundo puesto al revés, caer para subir, para volar tan alto como para ver todo mi mal. Cuando el insomnio me obliga a abandonar mi cama inmóvil, resucito un libro muerto de penas, dibujo su cara en la pared y deshojo un almanaque colgado en la cocina con el afán de apurar el alba que nunca llega. Después de muchos eneros, conocí el nombre del autor de la frase que llevo tatuada en el alma. Apoyé la hoja del calendario sobre mi freezer, la sostuve con imanes publicitarios de distintas casas vendedoras de comida chatarra. Bebí agua mineral ligeramente gasificada desde una botella de plástico, volví a leer lo leído, "Ver es creer, pero sentir es estar seguro" (John Ray). Cerré mis ojos para poder verme mejor . Me reconocí rasguñando piedras, buscando sin descanso mi esencia. Atrás de todo, en el fondo, como sombra de un sueño iluminada por un rayo, me asombró ver lo seguro. Atesorada en castillos de cristal, junto a todos mis sueños y mi libertad, con la clarividencia propia de Casandra, mi pequeña almita sigue bailando de alegría.

 

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