El biógrafo Leon Edel pasó una buena parte de su carrera investigando y escribiendo acerca de la vida del gran escritor estadounidense Henry James. En algún momento de ese proceso debe haberse sentido como el protagonista innombrado de Los papeles de Aspern, una de las novelas breves más reconocidas del autor de Otra vuelta de tuerca: un crítico literario obsesionado con los detalles biográficos de su amado y fallecido poeta, un tal Jeffrey Aspern. Esta afectada, por momentos grotesca traslación cinematográfica del texto literario -publicado originalmente en 1888- toma además elementos de la puesta teatral de Jean Pavais, a su vez deudora de la versión de 1959, adaptada y producida por Michael Redgrave. Pero más allá de tratarse de un asunto de familia, Los papeles de Aspern, el debut como realizador del actor y modelo francés Julien Landais, no le hace los honores a nadie: ni a Papá Redgrave ni a su hija Vanessa ni a su nieta Joely Richardson (madre e hija, protagonistas femeninas de la película). Ni siquiera a los biógrafos obsesivos como Edel. Mucho menos, al propio James.
Los temas centrales, como el incipiente culto a la celebridad, y el esqueleto narrativo del libro dicen presente: la vida privada de un personaje famoso y la confianza depositada en aquellos que lo conocieron y sobrevivieron son puestos a prueba cuando el biógrafo en cuestión (aquí llamado Morton Vint) se acerca a la pequeña mansión veneciana de Juliana Bordereau (Redgrave) y su sobrina Tina (Richardson) con la secreta intención de obtener una serie de cartas íntimas escritas de puño y letra por el extinto bardo, utilizando para ello toda clase de estratagemas y métodos de presión y seducción. Como Vint, Jonathan Rhys Meyers no podría estar peor: las morisquetas y aspavientos con los cuales acompaña cada uno de sus parlamentos parecen una parodia del estereotipo de “cine de época prestigioso”. Posiblemente no sea enteramente su culpa, ya que los personajes secundarios están a tono con ese irrisorio grado de intensidad. Confinadas a un espacio escénico más reducido, las dos actrices centrales tiran un ancla en las aguas de la respetabilidad actoral, pero no es suficiente para evitar que el barco siga a la deriva hasta las escenas finales.
Y así avanza el relato, con una absoluta falta de imaginación para hacer de las locaciones reales del palacete algo más que un set “bonito”, las líneas de diálogos simples herramientas sin vida propia. Sin embargo, nada prepara al espectador para el ridículo de los flashbacks a los años mozos de Juliana y su relación con Aspern y otro joven poeta, cruza entre publicidad de artículo de lujo, videoclip con estética del Romanticismo y toques anacrónicos (¡esos reflejos en el cabello de Aspern!) y el más berreta erotismo softcore circa 1990. Mientras suben los títulos de cierre es imposible no imaginar qué hubiera ocurrido si el proyecto hubiese quedado completamente en manos de James Ivory, uno de los productores ejecutivos del film.