Habría que ver qué se entiende por costumbrismo. Si se trata de una forma de tipismo, en la que personajes, ambientes y “caldo” social y cultural en el que flotan se ven parejamente sometidos a la ley del estereotipo, esta película protagonizada por Pablo Echarri no lo es. Si lo que se pone en juego es en cambio la mera topografía barrial, la condición loser de sus seres de clase media-baja y el peso que la nostalgia adquiere en este universo inconfundiblemente porteño, entonces en cierta medida podría serlo. Pero sólo en cierta medida. Tras algunos exponentes tardíos de los años 90 (Convivencia, El verso, De mi barrio con amor, todas con Luis Brandoni), el costumbrismo había abandonado el sistema del cine argentino, y Brandoni junto con él. Cosa que le hizo muy bien, ya que le dio oportunidad de reciclar su fibra en una gran muestra de realismo urbano, como Un gallo para Esculapio (primera temporada). De neocostumbrismo seco podría calificarse El kiosco, si se desea.
Hastiado de trabajar en la misma oficina desde hace 20 años, cuando el jefe ofrece retiros voluntarios Mariano (Echarri) decide aceptarlo. Seguramente tendrá en la cabeza el kiosco del barrio, que su padre (Rubén Pérez Borau, excelente) le comentó que el dueño estaba queriendo vender. Como de chico iba a ese kiosco todos los días, un toque de nostalgia se cuela en su visita al local, que sigue atendiendo don Irriaga (Mario Alarcón). Arregla el traspaso, hipoteca su casa y lo compra, después de que don Irriaga le comenta que el kiosco es muy buen negocio. Su esposa Ana (Sandra Criolani) observa todo con desconfianza, y su nuevo amigo Charly, el pizzero, le da una mano, aunque tratándose de Roly Serrano uno tiene la sensación de que así como se la dio en cualquier momento se la quita. El golpe vendrá sin embargo por otro lado, y será mucho más duro de lo esperado, por lo cual Mariano deberá ingeniarse para salir de ésa.
Dentro del cotidianismo en el que se mueve la película escrita y dirigida por Pablo Gonzalo Pérez, hay males que, por suerte, no hacen su aparición. El chirriante grotesco es remplazado en ocasiones por algunos toques de absurdo que funcionan. La teatralidad de las actuaciones que caracteriza al costumbrismo se trueca aquí en una bienvenida sobriedad general, con Echarri tan bien parado como siempre y el hallazgo de Rubén Pérez Borau. Cuando aparece, el nostalgismo es rebatido, como el resultado que a Mariano le da haber comprado su bello recuerdo de infancia. Tampoco hay asomo de misoginia, un clásico en aquellas películas. Sin embargo, después de informarlo la película parece olvidarse para siempre de una crucial novedad que Ana le comunica a Mariano. Lo cual hace pensar que importa más lo que le pasa al marido que a la esposa. El plano final, una extemporánea referencia a Nuestra Señora de los Milagros, sugiere que sólo una intervención divina salvará al pobre Mariano. Una suerte de deus ex macchina indirecto, que toma al espectador por asalto.