Quién lo hubiera dicho. Parecía que siempre iba a estar entre nosotros. Hace poco más de un mes, por un par de días tomó por asalto el Festival de Berlín. Presentó fuera de concurso el que terminaría siendo, literalmente, su último film, Varda par Agnès, bromeó de buen grado con fotógrafos y periodistas en la atiborrada conferencia de prensa que siguió a la proyección y subió feliz al escenario del Berlinale Palast para recibir la Berlinale Camera por su trayectoria. Activa hasta el último aliento, Agnès Varda –fallecida hoy en su legendaria casa de la Rue Daguerre de París, a los 90 años, a causa de un cáncer que había escondido celosamente de la malsana curiosidad pública– fue no solamente una cineasta extraordinaria, autora de obras maestras como Sin techo ni ley (1985) y Les glaneurs et la glaneuse (2000), sino también pionera en más de un sentido: como realizadora, como fotógrafa, como artista plástica y como feminista.
Cuando nadie había inventado todavía la expresión “nouvelle vague” ni, mucho menos, se mencionaba siquiera la fusión de la ficción con el documental, allá por 1954 esa muchacha de apenas 26 años dio a conocer su primer largometraje, La Pointe court, que se anticipó a todo eso y más. De una espontaneidad y una frescura que todavía hoy impresiona, esa película fue auténticamente inaugural: demostró que se podía hacer gran cine con muy pocos recursos, que las locaciones reales de un pequeño puerto de pescadores –Sète, donde junto a sus padres se radicó de niña, luego de su nacimiento en Bélgica, el 30 de mayo de 1928– eran mucho más expresivas que la luces de un estudio, y que era posible trabajar simultáneamente con actores profesionales y habitantes de la zona, para dar como resultado una tragedia luminosa, valga la paradoja. “Ensayo cinematográfico, obra experimental ambiciosa, sólida e inteligente”, balbuceó en una crítica François Truffaut cuando, a los 22 años, todavía no había llegado a empuñar una cámara. A su vez, el montajista de La Pointe court era un tal Alain Resnais…
Por entonces, Vardá tenía ya una justamente ganada reputación como fotógrafa oficial del Théâtre national populaire, dirigido por Jean Vilar, donde conseguía unos magníficos retratos de sus actores. Esa pasión por la fotografía no la abandonó jamás a lo largo de su vida: a dónde iba –y viajaba mucho: a la China maoísta, a la Cuba revolucionaria o a la California del “flower power”– llevaba siempre su cámara y registraba los rostros, especialmente de mujeres, como nadie. Su última película estrenada en Argentina un año atrás, Visages Villages, también da cuenta de esa pasión. Allí, junto al fotógrafo JR, expresaba la belleza de los rostros y los pueblos.
Ya en pareja con quien sería el gran amor de su vida, el cineasta Jacques Demy, en 1961 Varda encara su segundo largo, Cléo de 5 a 7, una película a su manera también experimental, que fusionaba color y blanco y negro y que tenía un par de vívidas escenas musicales, sin duda influenciadas por Demy, y con la extraordinaria participación de Michel Legrand. “Cuando hice Cléo de 5 a 7, que trata sobre dos horas en la vida de una chica con una enfermedad terminal, me planteé que el tiempo se vive de manera distinta cuando sufrimos, o tenemos dolor, o estamos a la espera de algo”, contó mucho después Varda. “Eso, el tiempo subjetivo, pasó a ser el tema de la película, aquello que me interesaba explorar”.
Para Varda, “yo tenía un mundo, no una carrera. No pensaba en términos de ‘carrera’. Simplemente me puse a hacer películas porque me pareció que podía gustarme. Jamás pensé en ocupar un lugar en la historia o algo así. Pero yo pretendía otra cosa, yo quería usar el cine como un lenguaje. La pintura había dado un salto durante la primera mitad del siglo XX. Gente como Picasso, Dalí, los surrealistas... La literatura también, con Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, Nathalie Sarraute en mi país. El cine, en cambio, a lo único que parecía aspirar era a seguir al teatro de la época. Quiero decir: psicología + drama + diálogo + mensaje. Yo quería hacer algo que tuviera que ver con el tiempo en que vivía y no con el siglo XIX. Con el tiempo subjetivo, también”.
Ese interés por las artes plásticas la llevó a experimentar con el color en su siguiente largometraje, La felicidad (1965), donde a contramano de la fotografía naturalista de la época Varda prefirió recurrir a la amplia paleta heredada de los impresionistas para reflejar el conflicto de una pareja en apariencia dichosa: la de un joven carpintero enamorado, simultáneamente y sin culpa, de dos mujeres; y la de su esposa, que no puede ser feliz compartiendo a su esposo con otra mujer. El tema motivó todo un escándalo en su época porque la película evitaba el juicio moral al adulterio.
Al año siguiente, Varda encaró Las criaturas (1966), donde trabajó por primera vez con dos grandes estrellas del cine francés, Michel Piccoli y Catherine Denueve. Pero la película fue un fracaso comercial, lo que años después llevó a la directora a utilizar los cientos de miles de metros de celuloide de las copias que no se utilizaron y las reconvirtió en una instalación para la Bienal de Lyon, donde construyó con esos materiales unas lúdicas cabañas en las que se podía entrar y jugar con sus luces y sombras.
En 1967, se involucró en el mítico documental colectivo Lejos de Vietnam, impulsado por Chris Marker y co-realizado por Jean-Luc Godard, Alain Resnais, William Klein, Joris Ivens y Claude Lelouch. Ese compromiso político no la abandonaría en la Costa Oeste de los Estados Unidos, donde se radicó junto a Demy cuando el director de Los paraguas de Cherburgo fue tentado a probar suerte en Hollywood. En 1968, se perdió en París el Mayo Francés, pero del otro lado del Atlántico Vardá hizo su aporte con Black Panthers, un estupendo documental rodado en Oakland (California), durante las manifestaciones por el proceso de Huey Newton, líder de los activistas negros. “Es un reportaje incendiario. La memoria de los estadounidenses blancos es corta y Panteras Negras de Agnès Varda puede ayudarles a refrescarla”, escribió un crítico de la época.
En 1971, junto a Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Jeanne Moreau y Catherine Deneuve, entre las más famosas, Vardá fue una de las 343 firmantes del célebre petitorio por la legalización del aborto seguro y gratuito en Francia, un mojón fundamental para que la ley fuera aprobada cuatro años más tarde. “Un millón de mujeres abortan cada año en Francia”, decía el texto publicado en la revista Le Nouvel Observateur. “Lo hacen en condiciones peligrosas debido a la clandestinidad a la que son condenadas, mientras que esta operación, realizada bajo supervisión médica, es muy simple. Guardamos silencio sobre estos millones de mujeres. Declaro ser una de ellas. Declaro haber abortado. Así como exigimos acceso gratuito a la anticoncepción, exigimos el aborto gratuito”.
Ese período de Vardá fue signado por el documental, donde consiguió algunas de sus mejores creaciones, como Daguerréotypes (1975), sobre sus vecinos de la Rue Daguerre, Mur Murs (1981), sobre los murales colectivos de las calles de Los Angeles en California, y el corto Les Dites cariátides (1984), sobre las estatuas de mujeres en París. Volvió a la ficción, sin embargo, con una película indeleble, que forma parte de lo mejor del cine francés de los últimos treinta años, Sin techo ni ley (1985), la historia de una chica –la extraordinaria Sandrine Bonnaire, entonces un descubrimiento– que enfrenta furiosa y en soledad al mundo hostil que la rodea. “A decir verdad, mis películas nunca hicieron dinero, salvo quizás un poco Sin techo ni ley”, confesó Varda el mes pasado en Berlín, en referencia al film que le valió el León de Oro del Festival de Venecia.
En Jacquot de Nantes (1991), recreó la infancia de su amado Jacques Demy, pero fue nuevamente en el documental donde alcanzó otra de sus grandes cumbres, con Les Glaneurs et la Glaneuse (Los espigadores y la espigadora, 2000), un film de una sencillez acorde a su modernidad, donde la directora –munida apenas de una pequeña cámara digital e inspirada en un oleo olvidado de Pierre Hédouin– da cuenta de las infinitas variantes de la idea de cosecha, entre ellas las de la recuperación de alimentos injustamente desechados por la industria y el comercio.
Esa sensibilidad a flor de piel volvería a aflorar en los últimos documentales de Varda, como Las playas de Agnès (2008), en verdad un autorretrato, como solamente parecía posible plasmar en la pintura. Caminando como un cangrejo, de espaldas, como si fuera el pasado el que acude a ella, Varda recuerda a su padre de origen griego y a su madre francesa, el éxodo ante la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y el refugio en un pequeño puerto pesquero francés del Mediterráneo, Sète, donde la familia vivió en un pequeño bote amarrado al muelle.
A la manera de una abuela dicharachera y excéntrica que les cuenta a sus nietos anécdotas y personajes de su vida, aparecían allí Jim Morrison de un lado del Atlántico y Jane Birkin y Serge Gainsbourg del otro. Que Varda pudiera contar todas estas historias de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos de su propia vida familiar, es lo que hacía de Les plages d’Agnès un film no sólo original, sino también tan entretenido como emocionante.
Otro tanto sucedió con Visages Villages (2017), una road-movie en la que Vardá se subía alegremente a la camioneta especialmente equipada del fotógrafo y artista performático JR. Con ella iban recorriendo pueblos olvidados del interior profundo de Francia para retratar a sus habitantes –campesinos, mineros, trabajadoras portuarias, amas de casa– y con esas fotos levantaban unos enormes murales de papel, tan maravillosos como efímeros. Una forma de celebrar la belleza de esa gente anónima con la que se cruzaban a su paso. Y de devolverles su verdadera, monumental estatura, oculta en los fragores de la vida cotidiana. Así de lúcida, así de sensible era Agnès Varda. Y gracias a su obra lo seguirá siendo. Siempre.