Nadie intimidaba a David Bowie, excepto una persona. A fines de los sesenta, cuando todavía era un mimo obsesionado con la cultura mod, salía con una chica que había sido novia de una estrella pop. Scott Walker ya no daba vueltas por esa casa, pero su música todavía estaba allí. La chica ponía los discos y, como es natural, la primera reacción fueron los celos. Sin embargo, desde aquellas tapas en blanco y negro, el Adonis de voz nocturna comenzó a horadar la conciencia de Bowie. Poco después uno se convertiría en estrella planetaria y el otro en un fantasma, pero eran las dos caras de una misma moneda. Bowie encontró respuestas para todo, excepto para la pregunta que se formuló durante el resto de su vida: ¿Quién sabe algo de Scott Walker?

Los datos nunca echaron demasiada luz. Nacido como Noel Scott Engel (Ohio, 1943), sabemos que pasó buena parte de su adolescencia intentando hacer una carrera en el mundo de la actuación. Apenas conoció a John Maus y Gary Leeds se volcó a la música y comenzó a merodear sin suerte los boliches del Sunset Strip bajo el nombre de los Walker Brothers. En los albores de la psicodelia californiana, su versión apolínea del rock & roll estaba ligeramente (por no decir, completamente) pasada de moda. Les quedaba una sola carta, y no estaban dispuestos a desperdiciarla.

En el preciso momento en el que Beatles y Stones dirimían su esgrima estético, los Walker Brothers desembarcaron en Londres con los bolsillos vacíos y una entrevista en las oficinas de Johnny Franz: un orquestador de la BBC que, después de sus trabajos con Dusty Springfield, había devenido en manager del sello Philips. La sociedad fue fructífera. No solo porque tuvo éxito de inmediato, sino porque puso al trío en camino. Aunque el repertorio del disco debut incluyó alguna cosa de Motown y hasta el flamante “Love minus zero” de Bob Dylan, el acento estaba puesto en la tradición del pop de cámara de Burt Bacharach y los Righteous Brothers. Scott Walker, todo parece indicar, se sintió a sus anchas.

“The Sun Ain’t Gonna Shine Anymore”, su single de agosto de 1965, descubrió la personalidad vocal del primer Scott: un crooner capaz de traficar la flema de Sinatra o Tony Bennet en el mundo del pop. El ritmo del mercado pedía más hits y Scott aprovechó la oportunidad. Con los Lados B a su entera disposición, afiló el lápiz retratando a los arquetipos británicos con la perspectiva impiadosa del extranjero. “Lo que la gente ha olvidado con el tiempo es que el sonido de esos discos de Philips decía tanto de la Inglaterra de los sesenta como ‘Day tripper’”, apunta Johnny Marr, el guitarrista de The Smiths. “Esos discos encajaban con el paisaje. Todo ese precioso brillo gótico está en los discos de los Walker Brothers”.

En medio del torbellino de fama, Scott comenzó a mostrar signos de frustración frente a sus compañeros. Un día se recluyó en un monasterio para estudiar canto gregoriano y, finalmente, tuvo su noche de los dones en la inauguración del Playboy Club de Londres. Aquella fiesta en la mansión de Park Lane reunió a la crema y nata del Swinging London pero Walker, muy sabiamente, se puso a charlar con una conejita alemana llamada Helga Schramm. La muchacha, que bebía Pernod debajo de sus pestañas postizas, sabía mucho de música. En algún punto llegaron a la casa de Helga, que puso un disco y se tumbó en la cama a traducir las canciones de Jacques Brel. “Eso me cambió”, dijo Scott, tiempo más tarde. “Me cambió por completo”.

Escucho a Sibelius

Cinco años antes de someterse a una intervención quirúrgica y cambiar su identidad sexual, el compositor y arreglador Wally Stott (luego Angela Morley) recibió otra clase de llamado. Acudió a la cita esperando encontrar a un posadolescente con caprichos y se encontró a un artista sentado en el piso de la compañía, rodeado de hojas bocetadas y apuntes: “en esta parte escucho a Sibelius”, decía.

Para un solista con base en Londres era necesaria mucha convicción para no subirse al carromato gitano del Verano del Amor. A Scott Walker le sobraba. Mientras buena parte de la escena se debatía entre tapas desplegables y technicolor, su disco debut ofrecía una fotografía en blanco y negro que cristalizaba su iconografía: el perfil bajo, el cuello cubierto con una bufanda, las gafas oscuras. La estrella camino al exilio.

Como la tapa, la cancionística trabajaba en el perímetro del spleen. Extirpado el brillo de Las Vegas, el crooner mantenía cierta compostura pero adquiría espesor existencialista: la distancia perfecta para acercarse a la obra de Brel sin salpicarse con las gotas de sudor. El resto del material oscilaba entre las lecturas de algunos hits de la época, canciones de películas y, last but not least, el trabajo de Scott. En algún momento su mente llegaría a lugares vírgenes y no le quedaría más remedio que escribir sus propias visiones, pero durante este período (1967/1970) la idea del intérprete y el compositor eran filos diferentes para la misma daga. Unificados por los arreglos expresionistas de Wally Stott, sus cuatro primeros discos forman un corpus indispensable. La cantera donde, décadas más tarde, llegarán a picar piedras artistas como Pulp y The Smiths, Radiohead, The Divine Comedy y los últimos Arctic Monkeys. Un árbol genealógico de paladar negro.

Un silencio

“Me pasé estos seis años trabajando en lo que yo llamo un silencio, que debía llegar a mi sin que lo forzara”, dijo Walker, durante la promoción de Climate Of The Hunter. “Es muy importante que fluya sin que me esfuerce para que aparezca, así que busqué la atmósfera correcta y el tiempo y la percepción llegaron juntos. Creo que es una especie de proceso caleidoscópico. No se... no me gusta hablar demasiado sobre el proceso porque no lo entiendo. Soy un poco supersticioso”.

Tras el aluvión del punk rock y el fugaz regreso de los Walker Brothers, Scott había desaparecido del mapa sin dejar rastros. Abandonó las giras y, a la luz de bandas como los Teardropes Explodes o Echo & The Bunnymen, se transformó en una contraseña para iniciados. A través del sello independiente Zoo Records, Julian Cope armó la antología Fire Escape in the Sky: The Godlike Genius of Scott Walker (1981) y puso el mito definitivamente en marcha. Los rumores corrían como reguero de pólvora. Que era el dueño de un fish & chips; que vivía en Escandinavia; que estudiaba pintura; que se demoraba hasta la madrugada en los pubs de su barrio para ver partidas de dardos; etc. Scott Walker, como Marosa Di Giorgio, nunca develaría el misterio.

Climate Of The Hunter era extraño, pero nada había preparado al mundo para Tilt. Ni Auguste Dupin, que podía descifrar los caminos de una conversación, hubiera acertado a seguir el monólogo que tuvo lugar en la cabeza de Scott Walker desde 1984 hasta 1995. El comienzo de su trilogía era el equivalente musical a La exhibición de atrocidades de Ballard: bloques monolíticos de cuerdas, percusiones liberadas del yugo del ritmo, guitarras industriales, versos como prospectos metafísicos. The Drift (2006) y Bish Bosch (2012), las dos partes siguientes, no dieron tregua. Toda esa música, encallada en la frontera de la tonalidad y la tolerancia, era capaz de generar malestar físico. “Podría haberse pasado toda su carrera escuchando comparaciones con Sinatra o encantando audiencias con sus versiones de Jacques Brel, pero prefirió tratar su barítono como la subtrama romántica de una espantosa película de terror”, escribió Sam Sodomsky para Pitchfork. “No se pongan demasiado cómodos aquí, parecía sugerir: algo terrible está por suceder”.

Una gorra de beisbol

En el documental 30 Century Man aparecen técnicos construyendo una suerte de altar en el estudio y percusionistas pegándole piñas a una media res, pero nada resulta tan extraño como una gorrita. De la misma manera que el Indio Solari, el recluso más enigmático de la historia de la música pop prefería cubrirse con un objeto tan prosaico como una americanísima visera de beisbol. Aunque había nacido en Ohio, su proyecto artístico tenía muy pocos rastros de la patria chica. Desde su célebre disco debut, Walker solo se había dedicado a tender puentes con tradiciones eminentemente europeas: la chanson, el cine de Bergman, la obra del pintor flamenco Hieronymus Bosch, las saetas andaluzas, el descaro de la República de Weimar, etc.

“Fui a conocerlo a la casa de su manager y estaba allí sentado con una gorra de beisbol”, dice Jarvis Cocker en el documental”. No me lo esperaba. La visera estaba echada hacia adelante, de modo que solo podía ver su boca. Empezamos a charlar, toqué algo de música y me fui animando porque, a medida que avanzaba la conversación, iba subiendo la visera. Al cabo de unos treinta y cinco minutos, hicimos contacto visual. La gorra se convirtió en un indicador de lo cómodo que se iba sintiendo en determinada situación, porque cuando finalmente grabamos el disco hubo momentos en que llegó a quitársela”.

We Love Life, el resultado de aquel encuentro, consolidó un período de colaboraciones inédito. A partir de entonces compuso dos canciones para Ute Lemper, puso su voz en un disco de Bat for Lashes, escribió la música de una compañía de danza, los soundtracks de tres películas (Pola X, The Childhood of a Leader y la inminente Vox Lux), grabó con el grupo de metal experimental Sunn O))) y se ocupó de responder personalmente los e-mails de muchos de sus fans. Nada mal para un ermitaño. “Me encontré con él una vez en Meltdown”, dijo Thom Yorke, frente a la noticia de su muerte. “Era un outsider tan amable y gentil”.

Vista con la suficiente perspectiva, la carrera de Scott Walker dibuja una parábola total. Desde el grupo pop rodeado de fanáticas hasta ese tipo batiéndose a duelo con sus pesadillas en la soledad del estudio de grabación. Desde la canción apolínea hasta la desintegración de la forma. Desde el ícono unidimensional hasta ese hombre que, como descubrimos con su muerte, deja una familia detrás. Un arco iris de luz negra en cuyos extremos no esperan precisamente las fuentes de oro. Pero vaya si hay un tesoro.