“La vida me aturde siempre. Entiendo mucho mejor algo que está pintado. Las distintas imágenes internas que tengo las armo con las vestiduras de la pintura, con la historia de la imagen que va proponiendo la historia de la pintura”, dice Max Gómez Canle, poco después de la inauguración de su última y fascinante muestra El salón de los caprichos en el Museo de Arte Moderno. Para el artista, esa fuente de recursos inagotables –que denomina pileta enciclopédica– condensa las imágenes que la humanidad necesita: son nutrientes, dadoras de sentido, pilares de cosmovisiones.
Allí se zambulle, bucea contracorriente y emerge con imágenes que son un mix de lenguajes de distintas épocas, guiños y citas a la historia del arte (desde el romanticismo, el Madí, Roberto “Bobby” Aizenberg hasta el vínculo con lo digital con imágenes pregnantes, como las estructuras del Tetris encastrándose). Piensa la historia de la pintura como “un planeta sin clasificación, como el tiempo de la pintura”. En ese espacio con reglas propias, que contiene imágenes, estilos, lenguajes, técnicas y evocaciones diferentes, toma fragmentos, copia y vincula épocas y personajes: el resultado es una cosmogonía fabulosa, con sello inconfundible.
El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires exhibe El salón de los caprichos en una sala ambientada al estilo de las exposiciones antiguas con techos altos, molduras y luz envolvente. Es una muestra antológica, con curaduría de Carla Barbero, que reúne 150 obras del artista –la mayoría pinturas– realizadas entre 1999 y 2019.
Del espacio intimista que propone en cada pintura, Canle salta al medio de la sala con su Capricho sudamericano, un gran telón que hizo especialmente para esta muestra y que contiene múltiples posibilidades de representación del paisaje (desde Cándido López hasta la Escuela del río Hudson). Se denomina capricho (en italiano: capriccio) a un género de paisaje que no refleja un sitio real, sino que es creado por la fantasía del artista y que muchas veces incluye edificios, ruinas arqueológicas y otros elementos arquitectónicos reales. El lienzo de Gómez Canle, de unos 11 metros de largo, es un caleidoscopio que contiene día y noche, paisajes montañosos y pampa arrasada. A unos pasos, se puede ver el boceto de la obra, que, al ampliarlo y llevarlo a la tela, deviene un paisaje onírico fabuloso.
Gómez Canle no se priva de otros deleites: “Por un lado, está el capricho de pintar, de pensar pintando: el lugar del capricho como el último bastión de soberanía para pensarse a uno mismo. Para el arte, el capricho como la posibilidad de pensarse o pensar por fuera de las normas establecidas o las corrientes”, considera. “Yo tengo este capricho, que proviene más de la intuición, pero me lo tomo muy en serio: son 20 años de sostener un tipo de actividad caprichosa, de estudiarla y vincularla. Esa posibilidad también sirve en términos nacionales: el capricho de poder pensarse desde el lugar donde estamos en lugar de pensarse globalmente, como se supone que hay que hacerlo”.
Al terminar la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, Gómez Canle trabajó como escenógrafo, realizador, letrista de carteles, carpintero y, además, colaboró con un restaurador. Hoy, vive de la venta de sus obras: tienen obra suya en Argentina la galería Ruth Benzacar y, en Brasil, la galería Casa Triángulo. Avezado pintor, estudió aspectos técnicos (por dar un ejemplo, desde la pincelada hasta el soporte más frecuente en el romanticismo). Siguió su formación copiando pinturas, solo o en talleres. Desde ese momento, buscó imágenes en catálogos y fascículos de su biblioteca. “Al copiar –dice– es imposible no estar en la copia: hay que ir trabajando con esa dosificación de uno mismo. Entonces, podés trabajar la obra no con el grito de ‘estoy acá’, sino con una dosificación del ego. Se está en un lugar donde no se sabe exactamente qué se va a decir, que no se domina tanto: ahí es cuando se genera pensamiento nuevo”.
Su Gioconda barbada redobla la apuesta duchampiana. Y a partir del retrato de Cosme I de Médici realizado por Bronzino, surgió su serie de personajes peludos. “Imaginé de dónde viene el relato y hacia dónde va –recuerda el artista de esa serie–. Imaginé cómo le iba creciendo el pelo y terminé pintándolo todo peludo: en ese acto de pintarlo pelo por pelo, encontré algo que es como el pixel de la pintura. Cada pelo es una pincelada, pintada a su vez con un pincel con pelos”.
Ciervos es una pintura inspirada en un grabado antiguo de técnicas de caza: un grupo de cazadores, ocultos bajo osamentas de ciervos, se topan con animales similares a los que van a matar. El reflejo en el agua evidencia otro secreto del círculo dramático de imágenes especulares: un encuentro perpetuo de impostores. Más aún: un juego de simulacros que uno intuye en paralelo con las máscaras que portamos en la vida en sociedad.
Goméz Canle juega además con temas eminentemente formales: el cuadrado de Kazimir Malevich, el de Josef Albers, un retrato del último Malevich. En una serie de pinturas se cuestiona qué ocurre con la mirada del espectador. Tras indagar en el modo de ver y su mutación en el tiempo, su primer interrogante fue: ¿qué ocurre si se transforma un cuadro en un objeto para ver con el rabillo del ojo? “La obra –dice– se va volviendo menos importante hacia la periferia: el marco es ese vínculo entre la representación de la ficción y la realidad. Pensé en cómo dar vuelta eso. Hay una historia fisiológica de la mirada: hace millones de años el hombre le daba más importancia a lo que veía con el rabillo del ojo, que es lo que te previene de un peligro de la vida salvaje. Con el tiempo, fuimos dándole más importancia a lo que se veía en el centro de la imagen”.
En el exuberante universo Canle, los temas e ideas crecen de modo latente. Su serie de los monstruos surgió a partir de la historia de La bella y la bestia. “Quería pintar una bestia tratando de acercarme a lo bello –en términos estereotipados, de cuentos de hadas–. Hice una bestia tratando de pintar una rosa: la ternura de la pulsión de tratar de hacer algo lo más hermoso posible, y la imposibilidad de que eso termine de ser todo lo bello y perfecto que uno quiere. Eso es lo que nos hace bestias, pero lo que importa es la ternura del intento. Yo no creo que mis pinturas sean virtuosas, sino que hacen ese intento”.
El salón de los caprichos se puede visitar en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Avenida San Juan 350. Lunes, miércoles, jueves y viernes de 11 a 19; sábados, domingos y feriados de 11 a 20. Hasta el lunes 11 de agosto. Martes cerrado.