“Para muchos, el problema es la ambición: querer escribir algo demasiado bueno y pretender que lo abarque todo. Como resultado, no acaban escribiendo nada. O lo postergan indefinidamente”, ofrece Amy Cunningham, directora de servicios funerarios del cementerio Green-Wood, en Brooklyn, Estados Unidos. Tan versada ella en temas mortuorios que imparte regularmente talleres para aprender a escribir... cartas de condolencias. Sí, sí, en el mismísimo camposanto donde labura dando asistencia para entierros verdes, servicios de cremación, vigilias y demás memoriales, organiza la damisela un curso gratuito en el que se puede inscribir quien quiera dominar tan específico arte, o al menor componer una epístola decente en tan espinoso momento. Sobra decir que Cunningham no se toma el inusual servicio a la ligera: provista de una presentación powerpoint, da consejos pertinentes; entre ellos, mejor decir “muerto” que “fallecido”, nunca anotar “sé cómo te sentís” o “es lo que Dios hubiera querido”. Las notas escritas a mano son un mejor detalle que las impresas, en especial si se envían en papel color marfil. Y si se quiere sumar alguna mariposita decorativa en découpage, agrega, se valora la manualidad. Además de estas minucias, incorpora esta death educator (como gusta definirse) el didactísimo ejercicio de leer y criticar misivas antaño escritas por personajes históricos como Charles Dickens, Emily Dickinson, Mark Twain, Marcel Proust, Ernest Hemingway o la reina Victoria, para ver si dieron en el clavo al momento de transmitir empatía y compasión a los dolientes. No todos pasan la prueba, según la referenciada mujer, que privilegia especialmente las notas del siglo 19 porque “fueron pilares de aquel entonces, cuando la muerte estaba siempre presente, y se escribía desde el corazón”. La reina Victoria, considera Amy, hubiese merecido un tirón de orejas por la misiva que mandó a Mary Todd Lincoln cuando murió Abraham: “Nadie puede apreciar mejor que yo –que tengo el corazón roto por la pérdida de mi esposo amado, el amor de mi vida, la luz de mis ojos, mi todo– lo que debe usted estar sufriendo”. “Tal vez por ser la soberana de Inglaterra podía romper las reglas tácitas, pero, ¡vamos!, no corresponde hablar de propias penurias ni ser egomaníaca al enviar condolencias a quien acaba de sufrir una pérdida”, opina Cunningham. Da mejores puntuaciones a Emily Dickinson (por “mandar cartas a conocidos en sus distintas etapas de luto, sumándoles flores de su jardín”) o a Marcel Proust (“por su relación extática con el dolor, la pérdida y el recuerdo, podía escribir hojas y hojas sobre personas que nunca había conocido”). También le levanta el pulgar a Hemingway, a saber: “Esta no es una buena carta, Charlie, pero todavía estoy demasiado triste para escribir algo decente”, ofreció Ernest a Charles Scribner, hijo de su editor RIP. Cunningham lo felicita por su timing: “Apuntar a la excelencia solo lo hubiese demorado”. En fin...