Los lectores de Furia de invierno harían bien en prestar mucha atención a las fechas que marcan las tres partes de la historia de Luque, el protagonista: en esta novela corta y violenta, todo sucede entre el invierno de 1979 y una fecha concreta, reconocible, el 18 de julio de 1994, con una parada intermedia en octubre de 1983. Así, en lo histórico (y aquí lo histórico tiene mucho peso), pasa de la dictadura argentina a la llegada de la democracia y acaba a mediados de la recordada década de 1990. Ese movimiento temporal, aparentemente lineal, se combina con una serie de viajes que empiezan en Buenos Aires, se alejan hacia el Paraguay y vuelven al final, trazando un círculo (visible ya en los títulos de las partes, que tienen un formato ABA en cuanto a lo espacial). Pero la lucha entre la línea recta temporal y el círculo geográfico la gana el círculo: en una de las dos citas del comienzo, Einstein explica que el tiempo no es una línea y que la “división entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión”.
La historia de Luque es una huida constante que Perla Suez cuenta en una tercera persona que lo sigue casi siempre pero es capaz de desviarse en algunas pocas escenas que hace falta ver desde otra perspectiva. Las razones iniciales de la huida se desconocen pero en realidad, para Luque, escapar es imposible porque lo que quiere dejar atrás no es el peligro de ciertos lugares (la Buenos Aires de la dictadura primero; la Asunción de la década de 1980 después) sino también algo que vive en su interior, los malos recuerdos, los traumas infantiles. Hay algo de la liebre en Luque: corre a toda velocidad, mucho más rápido que los perros que lo persiguen, pero indefectiblemente traza un círculo y vuelve al punto de partida.
En ese periplo que se da tanto en el tiempo como en el espacio, los sueños, las visiones y los espejismos son muy frecuentes. Por eso, Furia de invierno es un juego constante entre el realismo duro, seco, minimalista, tan típico de Suez, y una atmósfera onírica de pesadilla desatada. El personaje confunde los dos universos, los lectores no. Pero aunque esos universos están siempre separados, respiran uno dentro del otro en un proceso de ósmosis, se contaminan. Ambos incluyen imágenes de encierro, de ahogo, de ese tipo de carrera inútil en la que se cree ir hacia delante pero en realidad se está retrocediendo. Y durante todo el libro, Luque intenta eliminar su pasado sin enfrentarlo: quizás el símbolo más claro sea el momento en que tira el anillo de casamiento de sus padres al inodoro después de negarse a regalárselo a Isabel, la mujer que lo acompaña.
Como es de esperarse, el viaje del protagonista por los bajos fondos (preanunciado en la otra cita del comienzo: la descripción de una “caída” social en Las fieras de Roberto Arlt) está marcado por una violencia constante, tanto simbólica como real. Luque vive rodeado de muerte y de amenazas y, como suele suceder en la literatura de Perla Suez, la narradora en tercera persona cuenta la violencia en el estilo seco, despojado que la caracteriza. Así, las escenas de asesinato, de agonía, de miedo, y las oníricas (que navegan en todos esos sentimientos) se expresan en un lenguaje plano que se corresponde bastante con ciertas escenas de cine, sobre todo cuando el cine se niega a usar la música de fondo. Y sin embargo, a pesar de esa falta de dramatismo, de esa aparente simpleza, Suez explora las relaciones entre mundo real y mundo onírico en gran detalle. Y la neutralidad del estilo, la falta de sentimentalismo está compensada por la confusión del personaje (que a veces no consigue distinguirlos), confusión que agrega una calidad humana y trágica a lo que sucede.
En el centro de los viajes, hay ríos y arroyos –el Paraná y el Río de la Plata son los más importantes– y también puentes y lanchas que Luque utiliza en sus recorridos como fugitivo primero y como contrabandista después. Los ríos y también los puentes y las lanchas que los cruzan son imágenes tan constantes que, en cualquier lectura atenta, queda claro que se trata de instrucciones de lectura. La vida de un hombre como Luque, que no tiene destino cierto, que se deja llevar por la suerte y la casualidad (en la metáfora muy conocida de “no pelear contra la corriente de la vida”), y que nunca consigue crear contactos humanos duraderos, está pintada aquí como un destino inescapable al estilo de los griegos, una caída lenta y trágica hacia un lugar en el que su historia personal se cruza con la del país en el que nació.
Lo interesante de Furia de invierno es la forma en que, a pesar de la falta de “efectos especiales”, marca de estilo de Suez, se trata de un relato muy complejo. Así, en una relectura, ese cruce central (vida personal; Historia nacional) no pertenece solamente al futuro, a las últimas escenas del libro, sino también al principio y a todo el recorrido. Como en un círculo, la figura geométrica que explica la mayor parte de la estructura, la “arquitectura” que construye la autora (según la cita de Arlt), aquí todos los momentos son equidistantes y todos podrían explicarse teniendo en cuenta la memoria que tienen los lectores argentinos de la historia nacional. Como pasa en toda la literatura de Perla Suez, la prosa concentrada, dura como un diamante, pinta un mundo gris, empecinado en destruir vidas, esperanzas, personas sin preocuparse, sin ningún sentimiento. Ese tono (que, por otra parte, es común a casi todos los libros de la autora) condena al personaje desde el primer renglón. La lectura confirma esa condena en cada frase, en cada viaje, en cada intento por dejar atrás lo que, en realidad, se lleva siempre con uno.