El 11 de marzo pasado se cumplieron 70 años de la sanción de la reforma constitucional de 1949. Aunque desde aquel entonces la oligarquía, a través de sus representantes políticos, los medios de comunicación y el voluntariado cipayista, intentó desacreditarla con insuficientes argumentos, la nueva Carta Magna se promulgó durante la vigencia de un gobierno democrático, electo legítimamente, con el apoyo de las grandes mayorías populares, y validada institucionalmente con posterioridad.
La puja por quebrar los mecanismos internos y externos de dominación articulados hasta ese entonces por el poder real, estaba expuesta en la acción de gobierno y formaba parte de las aspiraciones del movimiento político que encabezó el General Perón. Él mismo, siendo ya Presidente de la Nación electo democráticamente, afirmaba en uno de sus discursos al Congreso, que “lo fundamental de la reforma de la Constitución es asegurar para el futuro que nuestro pueblo pueda ser jamás esclavizado para servir intereses extraños”.
La Constitución de 1949 no era una simple “hora de papel”, antojo de aquellos grandes inspiradores y hacedores de la norma, como Arturo Sampay o Raúl Scalabrini Ortiz. Plasmaba en su articulado la realidad de una nueva economía que cuestionaba el origen y el propósito del poder real amparado en la Constitución de 1853, removiendo los fundamentos del modelo liberal importado para hacer de la Argentina una colonia con pocos ricos y muchos pobres, sin identidad propia y cultura nacional. El ataque al núcleo basal de todo el andamiaje del poder oligárquico se encontraba en una nueva concepción de propiedad privada.
Los tres artículos que componen el capítulo IV de la Constitución de 1949 condensan de manera simple pero contundente los fundamentos de una economía humanista y cristiana, inédita por sus fundamentos filosóficos, aunque con instrumentos conocidos y aplicados en otros países líderes de aquel entonces. Lejos de abolir el derecho a la propiedad privada, la Constitución de 1949 lo sostiene categóricamente, asignándole una función social que colocaba al bien común por encima de las pretensiones individuales, que en aquel entonces sólo podían ser ejercitadas por los propietarios de los recursos.
En pocas palabras, el artículo 38 estable que la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, está sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común; el artículo 39 establece que el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social, por lo que sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino; y el 40 dice que la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social.
Aunque la revolución de 1943 ya venía tomando medidas importantes para la redistribución de la riqueza y la industrialización del país (como la creación del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio, la nacionalización del Banco Central o la centralización de los depósitos bancarios) las bases reales del modelo de dominación que mantenía a las grandes mayorías populares sin acceso a la riqueza nacional y privados del poder político, seguían aún presentes. Al remover el artículo sobre la inviolabilidad de la propiedad privada (artículo 17 de la Constitución de 1853 y de la Constitución de 1994 vigente al día de hoy) se ponía en cuestión los fundamentos y la estructura de dominación interna instaurada a partir del modelo agroexportador por la oligarquía terrateniente, que se mostraba infalible a las revoluciones internas, superando cualquier forma de gobierno, crisis y ley que el Congreso pudiera aprobar.
Tan cierta fue la amenaza del modelo peronista y su nueva Constitución para la oligarquía de ese entonces y las posibilidades de dominación colonial foránea, que los intentos de derrocamiento por cualquier medio no cesaron hasta su exitoso golpe militar en 1955, pasando previamente por el bloqueo internacional, la difamación y las operaciones internas, el intento de asesinato de Perón con bombardeo a civiles en Plaza de Mayo, entre otras tantas maniobras y fechorías.
La Constitución de 1949 fue abolida por un simple bando militar, que reinstauró la Constitución de 1853. Lo más triste es que todos los gobiernos posteriores, lejos de volver a la última norma sancionada por un gobierno democrático, mantuvieron la decisión fáctica que, lejos de ponderar el hecho jurídico normativo, lograba volver atrás las reformas políticas y económicas del gobierno justicialista. Sucedía que las transformaciones justicialistas no sólo apuntaban a reemplazar los fundamentos económicos del modelo liberal, sino también a instaurar una nueva concepción cultural, caracterizada por la defensa de la nacionalidad y los valores patrios.
La estocada formal a la Constitución de 1949 la dio, paradójicamente, un gobierno que se autodenominaba “peronista” pero que en su accionar se oponía diametralmente a sus postulados y verdades. Con la reforma de 1994, acordada en el Pacto de Olivos y sellada en el apretón de manos entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, se blanqueó una situación irregular sostenida durante 40 años, borrando en la letra el paso indeleble del peronismo verdadero que, como rezaba el preámbulo de la Constitución Nacional y Popular de 1949, ratifica la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.
Sin embargo, cada vez que un argentino se cuestiona el uso y abuso de los recursos nacionales en atención a deseos domésticos o extranjeros ajenos al interés de la Patria, manifiesta en sí el ADN revolucionario de la Constitución de 1949