Bajo una tormenta, después de atravesar un monte, los dos viajeros, maestro y discípulo, llegan a la casa de un guardia fronterizo. El temporal los obliga a permanecer tres días bajo su techo. El maestro tiene cuarenta y cinco años y achaques crónicos dolorosísimos que, a menudo, le imponen un alto. Si bien se siente viejo y se reconoce como tal, los obstáculos no detienen su andar ni su escritura inspirada. En el camino dedica haikús a campesinos en un arrozal, pescadores, puestas de sol, rescates de mitos en un templo, bosques impenetrables, unas putas con las que comparten un albergue, nevadas, ríos correntosos. Cada tramo del viaje, Japón de punta a punta, llama su atención. Se fija en todo, pero su mirada no es la de un documentalista sino la de un partícipe de la naturaleza que, desde la experiencia, registra la fugacidad. Una de esas noches en lo del guardia el hombre que se siente viejo anota: “Piojos, pulgas. / Y un caballo que mea / junto a mi almohada”. Así son de sencillos y directos los poemas que escribe ya consagrado del haikú, que con el paso de los siglos, seducirá Occidente. Roland Barthes, por ejemplo, empezará sus clases sobre “La preparación de la novela” con el haikú para llegar a la inmensurable y obsesiva búsqueda del tiempo perdido proustiana. Más acá, en el haikú se han tentado, entre muchos, tanto Borges como Benedetti. El haikú consiste en un poema breve de diecisiete sílabas, escrito en tres versos de cinco, seis y siete sílabas respectivamente, métrica que puede también ser algo más libre. Su intención no implica tanto la captación de un paisaje como fundirse en él. Parece fácil, pero no. Se requiere no sólo un cambio de perspectiva sino de una forma de estar en el mundo.

El maestro sobre el que escribo nació como Matsuo Munefusa en el Japón feudal del siglo XVII, una época de contraste abismal entre poderosos y sometidos. Hay quienes dicen que fue hijo de un samurai empobrecido y quienes dicen que su origen fue campesino. Lo que está probado: de chico fue sirviente del hijo de una familia samurái enriquecida con el que forjó una amistad que superaba las diferencias de rango. En esos años, el haikú era una práctica que se enseñaba a los jóvenes acomodados. Y que el sirviente también aprendió. Al morir su amigo, Matsuo, a los veintitrés años, a pesar de que sus patrones querían retenerlo, escapó para lanzarse al mundo y perfeccionar su arte. En Tokio participó en torneos de versos y, en poco tiempo, tuvo alumnos. Trabajó en una repartición de Aguas de la municipalidad y, a la vez, siguió perfeccionando su estilo. Consagrado a la práctica del desapego, al mudarse a una choza de las afueras, fue afirmando su estilo: una poesía de emoción contenida, impregnada por el zen, centrada en el paisaje y sus huéspedes. Es que en esta tierra somos huéspedes aunque el exterminador avance capitalista quiera convencernos, con sus medios de comunicación disciplinados y disciplinarios, de que somos propietarios.

Un buen día un discípulo le regaló al maestro un plátano que plantó ante su puerta. Plátano, en japonés, se dice Basho. Y este sería su nombre elegido. A lo largo de sus cincuenta años su obra adquirió una fama que habría de perdurar a través de tiempo y espacio. La poesía de Basho es sobre la transitoriedad de las cosas, la finitud que, pensada desde hoy, desde esta etapa del capitalismo, amedrenta toda vanidad. Y queda claro que esta ideología poética es existencial.

El camino de Basho no tiene nada que ver con el autoayudismo mezquino que se promulga desde el poder neoliberal, la carrera alienada en función de la riqueza, el tener, tener no importa qué, si un auto o unas zapatillas de marca. Mientras se corre tras el consumo, el neoliberalismo instrumenta radicalmente el estado de shock. Y así estamos. 

El marxista coreano Byung Chul Han, lector atento del haikú, ha sido criticado a menudo por la brevedad de sus ensayos, brevedad que, en vez de restarle a sus contenidos, les suma volviéndolos contundentes como los de Mao Tse Tung sobre la contradicción. ¿Por qué no pensarlos entonces como haikús ensayísticos? Coherente con esta filosofía del desapego, después de fracasar en Seul como estudiante metalúrgico y tras casi incendiar con un experimento a su familia, viajó a Occidente, y en Berlín estudió filosofía. Chul Han es un resistente de la supuesta modernidad, un apartado que, a pesar de su repercusión, recela de los Smart-phone y todo lo que pasa el dedo en una pantalla. Si bien conviene internarse en su “Filosofía del budismo zen” no puede soslayarse su “La sociedad del cansancio”, donde plantea que aquel que se cree un piola por encima del sistema labura el triple y, termina explotándose a sí mismo. La responsabilidad, en el caso de las sociedades coloniales, con sus ínfulas de desarrollo, recae en sus élites empresariales gobernantes y la responsabilidad en el FMI y los estados de shock, el FMI que da dinero o crédito a cambio de almas humanas. Mientras uno se encuentra en estado de shock, se produce la transformación humillante de la sociedad: la flexibilización laboral, la desregulación, los despidos y la competencia cruenta.

Partiendo de la lectura de Basho, Chul Han plantea, contra un prejuicio frecuente, que el zen está lejos de ser una concepción egoísta. “El despertar a la caducidad desinterioriza el yo”, opina. En este punto, la actitud del viajero Basho, su bloqueo del yo, no tiene nada que ver ni con el turismo ni con la exploración económica y cobra una vigencia cuestionadora de las apetencias del sujeto neoliberal. La atención al contexto se opone a la dispersión que propone el mundo del Big Data, esa suma de información antagónica a la articulación del pensamiento crítico. Digamosló simple:  información no es saber. Y la atención, su secreto, no equivale al embobamiento sino a sorprenderse y registrar esa revelación que suele producirse al conectar en lo cotidiano. La atención del haikú, por tanto, no está puesta en ningún yo. Se diría que quien escribe es nadie. “Los haikús expresan el mundo las cosas en su ser en sí, que brilla fuera de la intervención humana”, escribe Chul Han. El haikú, ante el ruido, con su laconismo, invita a la reflexión y el silencio. El filósofo se pregunta entonces “¿Qué decir brilla a través del no decir?”. En este sentido, lo que exige un haikú es no aferrarse a uno mismo, soltarse, ser en los otros como los otros en uno, posibilidades del ser que sabotean, de sólo pensarlas, a quienes se empeñan, desde el establishment, mediante discursos seudo orientalistas, en conducirnos al burn out, la depresión, la anorexia, el cáncer y/o el suicidio. ¿Acaso este ir dócilmente hacia la autodestrucción no es, en su alienación, la antítesis del camino interior? 

Nota: El más recordado de los viajes de Basho, Sendas de Oku, fue traducido por Octavio Paz y Eikichi Hayashisha. Una edición que comprende varios de sus itinerarios, Diarios de viaje, es la del argentino Alberto Silva, estudioso de la cultura zen, en conjunto con Masateru Ito. De Silva también es recomendable El libro del haikú.