Cuando era chico los libros traían ilustraciones. Los libros escolares y las maestras nos ejercitaban en dibujar las lecturas o las precarias redacciones que componíamos. En ciertas colecciones de literatura infantil los dibujos no solían concordar con los textos (lo recuerdo como una frustración) bien porque aparecían páginas más adelante o más atrás de la escena de lectura, bien porque no eran fieles al epígrafe que ponían. Como sea que fuere, estaban allí para disparar sus flechas a un centro que pretendía identificar la palabra textual con la imagen que de ellas se anida en la memoria.

Es un lugar común decir que el recuerdo se liga a los sentidos. Una exageración del dicho sería afirmar que la representación no puede ser otra cosa más que recuerdos que tienen la función de conocer y conocerse a uno mismo. Ya Platón en el Fedro hablaba del conocimiento como recuerdo y para ello se valía del mito del alma transportada en un carro alado que traía al presente real la reminiscencia de lo que vio en otro tiempo, cuando iba de camino a la divinidad.

Un conjunto de artistas de la mirada han sabido modificar la realidad con efectos traídos desde sus propios fantasmas. No sé dónde leí que el estilo de escritores como Edgard Allan Poe o Henry James surge de haber sabido mirar, a su paso de flâneur, las escenas familiares que se desenvolvían detrás de una ventana. El pintor Edward Hopper guardaba entre sus papeles una cita de Goethe "…  el principio y fin de toda actividad literaria: la reproducción del mundo que existe en torno de mí, mediante el mundo que está dentro de mí…". Quizá el acierto de las obras de Hopper no pase tanto por la tarea sociológica de documentar la soledad de las grandes ciudades captando el paisaje interior de hoteles y oficinas, cuanto por la revelación de ese momento de verdad. Como enseñó Barthes: no  es la descripción de la realidad de la cosa sino la verdad del afecto.

De estas ideas podrían partir las escrituras del "Yo", cuya proliferación en la literatura argentina actual es evidente objeto de estudio como un retorno de lo real por otras vías- lo autobiográfico- en el campo de la representación. Alberto Giordano en "Historia Crítica de la Literatura Argentina" da cuenta de varios ejemplos de estas "novelas del yo". Los textos de Raúl Escari, María Moreno, Edgardo Cozarinsky, Hebe Uhart, Daniel Guebel, Elvio Gandolfo, todos ellos "mundos privados" que interpelan los géneros por su encuadre entre varios posibles: crónica, ficción, ensayo, lírica, por lo cual terminan por generar una zona de auténtico hibridaje.

Hay un texto que debería integrar esa enumeración si no estuviera atada al límite impuesto  por "literatura argentina" o si ampliásemos esa zona para decir "literatura del Río de la Plata". Me refiero a "El discurso vacío" del uruguayo Mario Levrero. Allí el narrador es el propio autor, un escritor en plena terapia de caligrafía que al progresar por tanteos en la búsqueda de un discurso que le permita escribir, concreta una serie de relaciones entre la vida cotidiana (su autobiografía) y la obra en marcha.

Cito este párrafo:

Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso, y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría, trozos de la memoria del alma y no invenciones.

Jaques Ranciere dedicó en su último libro, Los bordes de la ficción, varios capítulos a esa frontera entre el afuera y el adentro que representan las ventanas, una evolución de la metáfora a lo largo de la historia de la ficción (la expresión que colocamos en el título de esta crónica pertenece a las cartas y poemas de Rilke). No se trata de las ventanas reales por la que se "mueven" los personajes debido a la necesidad de la trama, sino de una especie de mirada abierta a nuevas subjetividades y texturas que plantean su continuidad o desvío con el mundo de afuera y que sirven para hacer coincidir lo ínfimo y cotidiano con el caos, más allá del marco que impone la perspectiva.

Ahora me parece que aquello que los libros de lectura y las maestras machacaban con la "ilustración" era un arte sutil que preparaba la base sensitiva del pensamiento. Una lógica lenta y precisa que se expresa en intuiciones. Como si los mundos íntimos que una soledad esencial produce, fueran espectros que están en una ventana. Y que además de los textos "reales" que restituimos con nuestra relectura o nuestra nostalgia, existen otros, los que pertenecen al mundo suprasensible, los que con abuso del platonismo hemos leído de una forma no convencional en el largo camino que venimos forjando y que regresan hoy en la estación de paso de nuestros cuerpos.