Mientras el rey de España y el presidente Macri mostraban su cultura pifiando uno al llamar José Luis a Borges y el otro con una graciosa estupidez acerca de los argentinos que hablamos argentino –y el presidente de México publicaba en Madrid una carta invitando al monarca a reconocer y pedir disculpas por los atropellos cometidos durante la conquista– todo estaba listo en Córdoba para el 8º Congreso de la Lengua.
Por segunda vez en la Argentina (en 2004 se llevó a cabo en Rosario), esta vez la fortuna (y los votos progres de España) hicieron que uno de los organizadores del evento fuese el poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, quien con decidido espíritu democrático abrió las puertas a ponentes heterodox@s capaces de renovar aires e ideas.
Así, de la literatura argentina, el discurso de apertura estuvo a cargo de Santiago Kovadloff y el de clausura corrió por cuenta de María Teresa Andruetto, seguramente la más relevante narradora y poeta cordobesa. Y fue notable el número de mujeres jamás antes convocadas a estos congresos. Entre ellas, Luisa Valenzuela, Elsa Osorio, Claudia Piñeiro, Perla Suez y Ana María Shua.
En mi participación como ponente general de la mesa “Retos del español en la educación del siglo XXI”, planteé una cuestión que considero fundamental y en la que trabajo desde hace años: es inaceptable cambiar la denominación Castellano a nuestra lengua, y menos por “Español”, que, como idioma, no existe. Y no es una cuestión baladí, porque no es casual ni ingenua, ni inocente (https://cosario-de-mempo.blogspot.com/2019/03/ponencia-en-el-viii-congreso.html).
Tanto en España como en América la lengua que se habla es el Castellano. Castellano hispánico allá, y castellano americano en todos los países que José Martí definió como Nuestra América. Y no sólo hablamos, sino que desde hace un siglo y medio educamos en Castellano. Que es una lengua riquísima porque siendo la del conquistador que arrasó con todo en esta tierra, los pueblos originarios, en todo el continente, se apropiaron de ella y la hicieron su lengua de intercambio y reconocimiento.
Definida en las gramáticas de Antonio de Nebrija (en 1492) y del gran lingüista venezolano Andrés Bello (en 1847), se nutrió y enriqueció con los aportes de múltiples culturas e idiomas originarios de América y también de la innumerable inmigración, y siempre se llamó Castellano y para siempre.
De ahí el énfasis en el rechazo a que intereses político-empresariales cambien el nombre de nuestra lengua. Astucia que presumiblemente empezó como política de los gobiernos españoles de la última década del siglo pasado, y que empezó a consolidarse en 1992, a partir de su celebración del 5º centenario del desembarco de Cristóbal Colón en tierra americana.
Esa política se consolidó con el desembarco de transnacionales, bancos, empresas y capitales españoles en todo nuestro continente. Lo que pudo y puede ser materia opinable, pero el cambio de denominación fue de hecho una decisión autoritaria. Porque nosotros los latinoamericanos jamás hablamos Español. Hablamos y educamos en Castellano americano, que es una lengua rica y vital porque se nutre de los permanentes aportes de múltiples culturas e idiomas. En primer lugar los originarios y luego los de la inmigración, que en nuestro país han sido y son determinantes.
Y es que en la lengua que un pueblo habla está su más potente marca de identidad. Como sus huellas digitales, podría decirse.
Y su buen uso –correcto, enriquecido, amplio, generoso– necesariamente contribuye a mejorar las relaciones y favorece la inclusión social. Por eso y para eso la educación se asienta en el idioma, el que se habla y se lee, y por eso el volumen lexical es una prueba del estado educativo de toda sociedad.
Y también por eso para el delicado presente de la educación en la Argentina son peligrosos los cambios que viene implementando el actual gobierno, que achica y cierra programas, sataniza a los docentes y sus organizaciones gremiales y, sobre todo, pone la planificación y conducción de la educación en manos de gerentes y no de educadores, con los resultados desastrosos que están a la vista desde que eliminaron o vaciaron una larga decena de programas e instituciones.
Pero la batalla lingüística –podría decirse– no es nueva. Ya en 1947 el entonces presidente Perón libró un debate interesantísimo con la RAE, porque no admitía el vocablo “justicialismo”. Así se creó la Academia Nacional de la Lengua, encargada de preparar un Diccionario Nacional que recuperara y enlistara los vocablos de todas las regiones argentinas y latinoamericanas. Y tan importante fue la cuestión que figuró, incluso, entre los propósitos del Segundo Plan Quinquenal 1952-1958. Allí se introducía –enseña la Dra. Mara Glozman, lingüista investigadora de la UBA-Conicet– “una nueva matriz discursiva para interpretar la vinculación entre lengua, cultura y nación, relación triangular de la cual España era tan ajena como la palabra Justicialismo para la Real Academia Española. Era, por lo tanto, el Estado nacional, soberano y autónomo, quien podía intervenir en la configuración de la lengua, rechazando toda injerencia extranjera, foránea”, como la de la RAE.
De esto hablé el viernes en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, que organizó en paralelo el “Encuentro Internacional: Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos en Latinoamérica”, con la propuesta de “una reflexión amplia, situada en la realidad latinoamericana, sobre el problema de las lenguas y su articulación con políticas económicas, sociales, culturales, académicas, educativas y comunicacionales”. Allí participamos también much@s literatos e intelectuales que tuvimos la estupenda oportunidad de reflexionar en ambos espacios, necesariamente complementarios, ya que en los dos se hicieron presentes, de diversos modos, los vínculos entre lengua y política y la realidad de las lenguas originarias de América (https://ffyh.unc.edu.ar/derechoslinguisticos/manifiesto/).